Transnacionales
Para los transnacionales, el territorio es prescindible: est¨¢n en todas partes y preservan su identidad cultural -lenguaje, familia, religi¨®n- con independencia de los lugares adonde emigraron, simples nodos en la red que, incansables, tejen alrededor del mundo aunque, con frecuencia, la tierra de sus padres sigue siendo el n¨®dulo central.
Admirable y envidiada, la Di¨¢spora por antonomasia es la jud¨ªa, pero hoy hay muchas otras, como la de los emigrantes chinos de la ciudad de Fuzhou, en Fujian. Los m¨¢s ricos -llamados astronautas- disfrutan de pasaportes emitidos por estados liberales y cosmopolitas, como Australia y Canad¨¢, aunque mayormente se relacionan entre ellos mismos. Imparables, van a m¨¢s, como China misma. Tambi¨¦n los pobres salen adelante. As¨ª, en Bangladesh, Grameen Telecom, fundada por el banco ep¨®nimo, especializado en microcr¨¦ditos, distribuye m¨®viles entre las mujeres para que se comuniquen con sus hijos y maridos emigrados. En Francia, casi todos los inmigrantes de Mal¨ª provienen de la regi¨®n de Kayes, donde sus transferencias han financiado centenares de proyectos de desarrollo. En Barcelona, la comunidad paquistan¨ª destaca por su vertebraci¨®n. En todo el mundo, los j¨®venes profesionales con licenciaturas universitarias ¨²tiles y buen ingl¨¦s emigran en masa: as¨ª lo han hecho tres cuartas partes de los universitarios jamaicanos o m¨¢s de la mitad de los m¨¦dicos ghaneses.
La transnacionalidad es un reto a la concepci¨®n cl¨¢sica de la ciudadan¨ªa, sacude los cimientos de los nacionalismos de bandera
En el pasado, la revoluci¨®n del transporte posibilit¨® migraciones masivas, pero el coste del viaje y la dificultad de las comunicaciones alzaban barreras elevadas a la perpetuaci¨®n indefinida de los v¨ªnculos entre las estirpes de inmigrantes y sus comunidades de origen: al final, la integraci¨®n se impon¨ªa. En la actualidad, la revoluci¨®n de las comunicaciones ha desbaratado este proceso: hoy es muy asequible viajar, transferir dinero o enviar mensajes a cualquier sitio.
Desde hace milenios, el derecho recurre a dos principios para organizar las relaciones entre los habitantes de un mismo lugar y quienes mandan en ¨¦l. De acuerdo con el principio de territorialidad, el derecho del pa¨ªs se aplica a quienes residen en ¨¦l con independencia de sus circunstancias personales. En cambio, conforme al de personalidad, cada comunidad tiene sus propias reglas, que no rigen para las dem¨¢s. Normalmente, la regulaci¨®n territorial es asim¨¦trica, pues favorece a un grupo dominante y a su manera de ver las cosas. As¨ª hay reglas formalmente territoriales e iguales para todos, pero que, en la pr¨¢ctica, gravan casi exclusivamente a una comunidad, como sucede con la prohibici¨®n francesa del velo. Esto mismo ocurre, aunque jam¨¢s se reconoce as¨ª, con la aplicaci¨®n efectiva de pol¨ªticas de defensa y seguridad: toda ley presuntamente territorial que tiene un impacto desproporcionado en un grupo ¨¦tnico es, en el fondo, personal. De hecho, las culturas tradicionalmente propensas al principio de personalidad no tienen empacho alguno en reconocerlo as¨ª -por ejemplo, los ciudadanos araboisrael¨ªes est¨¢n exentos de cumplir el servicio militar-, pero los pol¨ªticos europeos son renuentes a llamar las cosas por su nombre.
Europa siempre ha tendido a hacer prevalecer el principio territorial, que empez¨® por la religi¨®n -el buen pueblo deb¨ªa practicar la religi¨®n del reino o del se?or del lugar- hasta que los Estados nacionalizaron las creencias y se arrogaron el monopolio del adoctrinamiento de sus s¨²bditos. Pero ahora, el margen que qued¨® para el principio personal se ensancha sin remedio: los peque?os y medianos Estados europeos tienen hoy muy dif¨ªcil la tarea de integrar a millares o millones de inmigrantes que pueden perpetuar sus lazos transnacionales a bajo coste.
La transnacionalidad es un reto a la concepci¨®n cl¨¢sica de la ciudadan¨ªa, sacude los cimientos de los nacionalismos de bandera, inventados por los Estados europeos hace tres siglos, y los cambia para siempre. En el peor de los casos, alimenta el resentimiento, primer motor inm¨®vil del nacionalismo reactivo. Una transnacionalidad rampante disloca nuestra cultura ancestral, aterra a sus profetas y desasosiega a los perjudicados por los costes innegables de la inmigraci¨®n. Por ello, los que creemos que los beneficios son mayores, debemos promover pol¨ªticas constructivas. Sugiero cuatro: los transnacionales comunitarios y residentes en nuestro pa¨ªs ya votan en las elecciones locales, pero ahora debe ampliarse el derecho al sufragio activo y pasivo, a elegir y a ser elegido, en las elecciones locales y auton¨®micas a todos los inmigrantes con permiso de residencia permanente. Luego, la pol¨ªtica de seguridad tiene que ser transparente, efectiva y rigurosa en su aplicaci¨®n indistinta a nacionales y transnacionales, pero ponderada seg¨²n la gravedad del riesgo de cada caso. En tercer lugar, la fragua de la convivencia debe residenciarse en las escuelas p¨²blicas y privadas, que deben poner y recibir los medios para tender los puentes entre lo nuestro y las nuevas culturas transnacionales. Hay recursos sobrados para hacerlo as¨ª. Finalmente, la transnacionalidad va mucho m¨¢s all¨¢ de las pol¨ªticas locales, pues plantea un reto global que Catalu?a s¨®lo puede abordar desde una Europa que, adem¨¢s, quiera contar en el mundo. A la mayor parte de los catalanes no deber¨ªa costarnos demasiado, pues habituados a pertenecer a tres culturas -catalana, espa?ola y europea- tambi¨¦n somos transnacionales. Las naciones europeas son peque?as y sus nacionalismos monocolores tienen los d¨ªas contados. Solos no iremos a ninguna parte.
de la Universitat Pompeu Fabra.
Pablo Salvador Coderch es catedr¨¢tico de Derecho Civil
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