La hipocres¨ªa conservadora
He le¨ªdo, otra vez, un par de art¨ªculos en los que se insist¨ªa en la necesidad de mantener la identidad colectiva y la pertinencia social de un barrio, de una ciudad y, en definitiva, de la arquitectura que los formaliza y simboliza. Se afirmaba, todav¨ªa, que el mejor camino para ello era atender a la memoria hist¨®rica como contenedor fundamental de esa identidad y se requer¨ªa, por tanto, no modificar la realidad f¨ªsica actual, al margen incluso de sus valores objetivos y de su funcionalidad. Con este mismo criterio se justifican radicales propuestas de conservaci¨®n de todo lo existente -especialmente en los cascos antiguos- que provienen, por una parte, de normativas acad¨¦micas y administrativas de cierta banalidad y, por otra, de una presi¨®n alimentada por grupos de soci¨®logos, ge¨®grafos, urbanistas, asociaciones de vecinos y pol¨ªticos pretendidamente progresistas. El argumento es injustificado y simplemente responde a la creciente tendencia conservadora de nuestras sociedades hip¨®critamente populistas.
Una primera raz¨®n que injustifica el argumento es el desajuste valorativo de la identidad y la pertinencia social. No hay duda de que ¨¦ste es un factor importante, pero no es el ¨²nico ni siquiera el prioritario. Un lugar para vivir y relacionarse ha de tener, ante todo, unas condiciones que posibiliten cosas tan concretas como la vivienda higi¨¦nica, la accesibilidad, los servicios y los usos colectivos, la intimidad, los sucesivos cambios de forma de vida, la mezcla de grupos sociales, etc¨¦tera. Y todo esto, en un barrio antiguo, normalmente, no se consigue sin transformaciones morfol¨®gicas a menudo radicales. El excesivo respeto puede llevar a una situaci¨®n invivible que acabe despoblando el sector o reduci¨¦ndolo a usos marginales y antiurbanos socialmente perturbadores. Y sin habitantes correctamente asentados ya no podremos hablar de identidad ni de pertinencia.
La pertinencia consciente no puede eternizarse en un ¨¢mbito f¨ªsico petrificado que acabe siendo un escenario tur¨ªstico. Cada generaci¨®n cambia de imaginarios porque cambia de preferencias funcionales y simb¨®licas. No es tan importante mantener el testimonio de la memoria como transformarlo con el fermento de una nueva memoria. Las personas, las ideas y las necesidades cambian y, si el ¨¢mbito no se adecua a ellos, se acaba eliminando cualquier pertinencia social. Por otro lado, los elementos que ahora se quieren proclamar como identitarios son el resultado de grandes transformaciones a lo largo de los siglos y, por tanto, testimonios de la transformaci¨®n m¨¢s que de la permanencia.
As¨ª se explica uno de los problemas de la recuperaci¨®n hist¨®rica. ?Hasta qu¨¦ ¨¦poca hay que retroceder en una restauraci¨®n? ?Qu¨¦ periodo es realmente hist¨®rico? ?Hay que proclamar, como en Italia, que todo edificio construido hace m¨¢s de 50 a?os es ya un testimonio que conservar? Un ejemplo especialmente confuso es la actual restauraci¨®n de la fachada de la catedral de Barcelona, una pieza neog¨®tica del siglo XIX superpuesta a los muros g¨®ticos inacabados. Alguien ha sugerido que, en vez de afrontar la costos¨ªsima reparaci¨®n de una fachada tan fea y tan inapropiada al aut¨¦ntico g¨®tico catal¨¢n, ser¨ªa mejor derribarla y recuperar la ruina anterior. ?Cu¨¢l es en este caso el testimonio real de la memoria hist¨®rica?
Otro interrogante. No siempre la identidad social atribuida a un ambiente f¨ªsico es una caracter¨ªstica positiva. Por ejemplo, muchos guetos -ricos y pobres- requieren una modificaci¨®n que quiz¨¢ se puede apoyar con la transformaci¨®n de la accesibilidad y la creaci¨®n de nuevos centros urbanos. ?No es l¨ªcito que una sociedad decida cambiar la morfolog¨ªa de su h¨¢bitat para cambiar su enfermiza identidad?
Finalmente, otro prejuicio en los argumentos del conservadurismo elitista. Los conservadores son reticentes a las novedades formales que no aparecen con la debida propaganda del consumismo. Se suele decir que cuando se sustituye una vieja arquitectura o se modifica un trazado de calles, el resultado es peor que lo anterior. Esto, a veces, es verdad, pero siempre es una an¨¦cdota s¨®lo atribuible a la mala calidad de los proyectistas y los planificadores. No ha sido categ¨®ricamente cierto, a lo largo de la historia. ?Alguien puede decir que el Par¨ªs de Hausmann, la Roma de Fontana, la Viena de Wagner o el Madrid borb¨®nico son peores que sus antecesores?, ?que la calle de Fernando, la plaza Reial o la Via Laietana no han sustituido con creces la identidad de los respectivos barrios barceloneses?, ?que el parque de la Ciutadella es peor que la fortaleza de Felipe V? Al contrario: esas transformaciones son las que han mantenido una nueva pertinencia social en los antiguos barrios, hasta que, ¨²ltimamente, se sienten bloqueados otra vez por una pol¨ªtica conservadora, sin respuesta a la evoluci¨®n social.
A pesar de todo, hay que reconocer que la defensa del patrimonio ha tenido y tiene aspectos positivos. Ha evitado el derribo de muchos monumentos que por razones hist¨®ricas, est¨¦ticas y cient¨ªficas son testimonios conspicuos, m¨¢s all¨¢ de los factores identitarios. Y ha promovido estudios con resultados muy ¨²tiles. ?ste ser¨ªa el buen camino: hacer una pol¨ªtica conservadora atendiendo a valores objetivos, pero reconociendo que un asentamiento tan complejo y tan vivo como una ciudad s¨®lo puede seguir si¨¦ndolo con la transformaci¨®n radical de paisajes e identidades.
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