Tras los pasos del hidalgo
Anchas llanuras, castillos pedregosos y, por fin, el mar. Las huellas de Don Quijote nos acercan a pueblos que participan de la leyenda, rutas que siguen con devoci¨®n de peregrinos quienes honran al ingenioso caballero que viaj¨® por estas mismas tierras hace ahora cuatrocientos a?os.
Cuando emprendimos la ruta de Don Quijote, finalizando noviembre, el cielo nos ofrec¨ªa d¨ªas de ma?anas nebulosas, atardeceres de sol fr¨ªo y una noche de luna llena. A diferencia del viaje del famoso caballero, que ech¨® a andar en el verano, sobre nuestros pasos pend¨ªa la luz del tard¨ªo oto?o. Era ¨¦poca de campos muertos, tiempo de limpiar las tierras, de roturarlas para la nueva siembra y de podar las vides hasta dejarlas mondas y lirondas. De eso se ocupaban braceros balc¨¢nicos y andinos, los nuevos proletarios de La Mancha, mientras nosotros cruz¨¢bamos junto a un fam¨¦lico melonar en donde se pudr¨ªan los ¨²ltimos frutos, rumbo a un incierto paraje de La Mancha desde el que iniciar nuestra partida. Ten¨ªamos una empresa grata y ardua: caminar tras la sombra de dos personajes que nunca existieron por sitios que jam¨¢s pisaron; para escribirlo luego en un peri¨®dico que, como todos, trata de la realidad.
?Y por d¨®nde empezar? Muchos pueblos se apropian la gloria de ser ese "lugar de La Mancha" con el que se abre la historia de Don Quijote. Y todos tienen buenas razones para sostener su candidatura. Pero Cervantes fij¨® con claridad sus intenciones finalizando el libro: "? cuyo lugar no lo quiso poner Cidi Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de La Mancha contendiesen entre s¨ª por ahij¨¢rsele y tenerlo por suyo".
De modo que chit¨®n. Y una ma?ana, "antes del d¨ªa", nos echamos al campo desde una poblaci¨®n manchega para cumplir la primera salida de nuestro h¨¦roe, la que emprendi¨® a solas en busca de alg¨²n alcaide que le nombrase caballero. A decir verdad, no es que no hubiera amanecido; es que la espesa bruma no dejaba ver el sol. Y en vez de tirar para Puerto L¨¢pice como hacen muchos, lo dejamos a Occidente y tomamos una carretera comarcal que une Alc¨¢zar de San Juan con Manzanares, en busca de las ruinas de lo que se llam¨® Venta de Motillas, en donde varios estudiosos cervantinos sit¨²an el hostal en donde Alonso Quijano vel¨® sus armas y devino en caballero andante.
Sobre la ancha llanura, la niebla se retiraba y la escarcha iba esfum¨¢ndose, dejando a la vista un campo adusto y pardo. Aqu¨ª y all¨¢ punteaban algunos majanos, especie de cerrillos levantados con los pedruscos que los campesinos encuentran al labrar. Pasado el cruce que lleva a Argamasilla de Alba por el Oriente, en un desangelado galp¨®n rodeado de vides sin podar, unos paisanos trajinaban con maquinaria agr¨ªcola. "?Busca la venta de Motillas, la de Don Quijote?", me atendi¨® Juan Serrano. "All¨ª la tiene". Y se?al¨® un caser¨ªo del otro lado de la carretera, a cosa de medio kil¨®metro. "Lleva cerrada cien a?os, pero todav¨ªa se ve la aspillera desde la que la ventera estudiaba a los 'trasuantes' antes de abrirles la puerta". Pregunt¨¦: "?Ha le¨ªdo usted la historia de Don Quijote?". Y ¨¦l respondi¨®: "Pues no. Pero me lo s¨¦".
Era un magn¨ªfico caser¨®n en ruinas, un gran edificio de dos pisos del color de la tierra: de amplia portalada, muros a punto del desplome, techumbres hundidas, cuadras en donde quedaban a¨²n pesebres y ganchos de amarrar caballer¨ªas, cocina con chimenea de espacioso tiro, varios aposentos y una explanada central cubierta por jugosa hierba de alfalfa.
Nada faltaba para imaginar: un pozo seco tras las cuadras y el patio anchuroso bajo cielo raso, iluminado ahora por los rayos del rubicundo Apolo. No hab¨ªa alcaide-ventero que nombrara caballero a nuestro h¨¦roe ni dos "mozas del partido" que sirviesen de testigos y le ci?eran las espada. Pero pintaba bonito: si no era el lugar que imagin¨® Cervantes, sin duda estaba ben trovato. Al irnos, recitamos aquello de "dichosa edad y siglo dichoso". Y un cuervo grazn¨® en la trasera del corral, como un Merl¨ªn cabreado.
Fuimos a dar, un poco m¨¢s arriba, con una profusa arboleda y un caser¨ªo al que llaman Valdivieso y que es poco m¨¢s que una queser¨ªa. Pero bien pudiera ser aqu¨¦l el bosque en donde Don Quijote liber¨® a Andresillo de las iras de su amo, asunto que a la postre le cost¨® m¨¢s azotes al muchacho de cuantos llevaba ya encima. Y quiz¨¢ fuese en el camino de las Perdigueras, cerca de Cinco Casas, en donde recibi¨® Don Quijote los primeros palos de los muchos que se llevar¨ªa en el libro. Se los sacudieron unos mercaderes valencianos. Un vecino de su pueblo lo recogi¨® al poco y, molido, lo devolvi¨® a su casa.
Entramos en Argamasilla de Alba, que es ciudad de poco m¨¢s de 6.000 habitantes, limpia y cuidada, y que se precia, como otras cuantas, de ser la cuna de Don Quijote. Azor¨ªn estuvo aqu¨ª en 1905, cuando el tercer centenario del libro, y sentenci¨® en sus cr¨®nicas de El Imparcial que Argamasilla era la patria de Alonso de Quijano. Los del pueblo le devolvieron el favor con una estatua.
Lo oportuno era buscar al barbero y al cura, por lo de la quema de los libros. Y aunque hoy existen dos barber¨ªas en Argamasilla, todos nos dirigieron a la de Pedro Serrano Oca?a. Periqui, que es su apodo, tiene 53 a?os, es peque?o de estatura y luce un espeso bigote gris. En la pared de su local se anuncia el Cervantes F¨²tbol Club, que es como se llama el equipo de Argamasilla. "?Ha le¨ªdo usted el Quijote?", le solt¨¦ de sopet¨®n a poco de presentarnos. "Hombre, es casi obligado leerlo aqu¨ª. Y los que no lo han hecho, all¨¢ ellos". Le pregunt¨¦ luego si hab¨ªa quemado alguna vez libros. "?Ni siquiera los malos, Dios me libre!", exclam¨®. Pedro forma parte del grupo de teatro de Argamasilla y, en las fiestas, cuando se representan piezas dram¨¢ticas sobre el Quijote, interpreta a Sancho Panza. Jos¨¦ Luis Fern¨¢ndez, due?o de una peque?a empresa de reparto de refrescos y gaseosas del pueblo, hace el papel de Caballero Andante.
Una llamada de tel¨¦fono y Jos¨¦ Luis, delgado de figura y rostro adornado de una barba incipiente, se plant¨® en la peluquer¨ªa y nos estrech¨® la mano. "Hola, Panza", le dijo a Periqui. "Hola, mi se?or", respondi¨® el otro. "Yo soy gaseosero -nos explic¨® sonriendo-. Lo de Don Quijote es afici¨®n, porque en la realidad no llego a su altura". Pregunt¨¦: "?Y qu¨¦ opina de los libros de caballer¨ªas?". Contest¨® guas¨®n: "Hombre, en Argamasilla son intocables".
Eso nos dio la idea de asomarnos a la biblioteca, que est¨¢ en la Cueva de Medrano, un antiguo calabozo en donde se dice que estuvo encerrado Cervantes por piropear a una noble dama. La bibliotecaria, Ana Mar¨ªa Carrasco, busc¨® en el ordenador. S¨®lo hab¨ªa dos libros de caballer¨ªas, el Amad¨ªs de Gaula y el Tirante el Blanco. "?Y le piden a menudo el Quijote?", pregunt¨¦. "La verdad es que no mucho. M¨¢s se lee en estos d¨ªas El c¨®digo Da Vinci".
El cura de la localidad, Benito Huerta, es un hombre de edad mediana y trato agradable. Viste de laico y no se pone el alzacuellos ni para las fotos. "Le¨ª el Quijote en el seminario, cuando ten¨ªa 12 o 13 a?os", me cont¨®, "y este a?o he vuelto a leer la primera parte. Ahora tendr¨¦ que leer la segunda, porque, con el aniversario, no vamos a dar abasto con los visitantes". El padre Benito se corta el pelo en donde Periqui, como est¨¢ mandado. Sonre¨ªa negando con un movimiento de cabeza cuando le pregunt¨¦ si quemaban libros juntos para entretenerse. Nos ense?¨® la iglesia, un templo monumental en el que se encuentra el lienzo en donde aparece Rodrigo de Pacheco, un supuesto modelo para Cervantes de su Alonso de Quijano. Los ojos de Pacheco nos contemplaban extraviados desde este ¨®leo de 1601. Al pie del cuadro se lee que el hombre padec¨ªa "de un gran dolor que ten¨ªa en el cerebro de una gran frialdad que se le cay¨® dentro". ?Quijano el loco? Vaya usted a saber.
En la gu¨ªa de tel¨¦fonos de Argamasilla aparecen 22 Carrascos. Le pregunt¨¦ al cura si alguno era bachiller y se llamaba Sans¨®n. Sans¨®n no hab¨ªa, ni simple bachiller tampoco. Pero s¨ª un profesor de griego y lenguas cl¨¢sicas, Joaqu¨ªn Mench¨¦n Carrasco. Vive nuestro hombre a la vuelta de la esquina de una casa que se conoce en el pueblo como la del Bachiller, y debajo de su ventana se alza la estatua de Sans¨®n Carrasco. Tambi¨¦n es casualidad. Joaqu¨ªn utiliza parte de su tiempo en traducir la Biblia a una versi¨®n en la que intervienen traductores de varios credos. Cuando le pregunt¨¦ qui¨¦n era su personaje favorito del libro de Cervantes, no se lo pens¨® un segundo: "No me siento ni como Don Quijote ni como Sancho. Me identifico con el Bachiller, un personaje al tiempo cachond¨®n y discreto". Joaqu¨ªn no dudaba que Argamasilla es "el lugar de La Mancha": "Avellaneda nos hizo un gran favor al situarlo aqu¨ª", dijo. "Y Cervantes, que se lo neg¨® todo a Avellaneda, no le neg¨® eso".
Nos retiramos a dormir a una incierta poblaci¨®n. Y a la siguiente ma?ana, tambi¨¦n nebulosa, emprendimos la segunda salida. Ahora ya ¨¦ramos cuatro: los dos que segu¨ªamos la ruta y la sombra del escudero Sancho Panza unida a la de su se?or. Elegimos los molinos de viento de Campo de Criptana, patria de Sara Montiel y Jes¨²s Cobos, porque en la antig¨¹edad fueron los m¨¢s numerosos, seg¨²n cuentan. Ahora quedan nueve, de los cuales seis no funcionan o son falsos. Arriba de la loma, un grupo de jubilados de Ja¨¦n atend¨ªa las explicaciones de un gu¨ªa. Reparamos en un cartel con indicaciones escritas en japon¨¦s. Manu Leguineche, en su andadura quijotesca de hace unos a?os, ya citaba la pasi¨®n nipona por nuestro hidalgo. Y Miguel ?ngel Cuesta, empleado de turismo de Criptana, me lo confirm¨®: "Hace dos a?os nos visitaron entre 13.000 y 14.000 japoneses. Y el pasado, entre 10.000 y 11.000. Raro es el d¨ªa que no hay un par de autocares de ellos. Hacen la ruta Toledo, Criptana y Granada. Y creen que Don Quijote existi¨®".
El poderoso sol espant¨® la niebla y el cielo se abri¨® inmenso, como los sue?os del hidalgo. En los anchos horizontes se alzaban las humaredas de la quema de rastrojos y ol¨ªa a ceniza el campo. Las lejanas columnas del humo parec¨ªan se?ales indias de un filme de John Ford.
Seguimos a nuestras sombras amigas hacia el Oeste y luego al Sur. Por Manzanares, imaginamos amables cabreros, y yang¨¹eses por Puerto Vallehermoso, en cuyas cumbres retan al espacio las espigadas figuras de los generadores e¨®licos. Pens¨¦ que a sus altas aspas no llegar¨ªa la lanza del Caballero Andante. Por Villahermosa hab¨ªa reba?os de ovejas. Dimos all¨ª cerca con un pastor jubilado: "?Que si alguna vez me atac¨® alguien las ovejas a lanzazos? A mi s¨®lo me atacaron los patronos, con la porquer¨ªa de salarios que daban".
Alcanzamos el bello pueblo de Alcaraz y entramos en las serran¨ªas y desfiladeros del r¨ªo para ver los batanes en cuya cercan¨ªa durmieron los dos caminantes la noche que Sancho se ji?¨® de miedo. "Ahora huele m¨¢s que nunca", dijo el caballero, "y no a ¨¢mbar". Despu¨¦s, en Povedilla, pueblo alto a la salida de Alcaraz, le quit¨® Don Quijote la bac¨ªa al barbero, crey¨¦ndola el yelmo de Mambrino. Y tambi¨¦n por all¨ª liber¨® a los galeotes, refugi¨¢ndose luego de la persecuci¨®n del Santo Oficio en las escarpaduras de Sierra Morena.
Echamos hacia el Sur, nos metimos en las serran¨ªas por Almuradiel y, en busca de la sierra del Cambr¨®n, donde hizo penitencia Don Quijote, nos perdimos en un lugar llamado La Nava. Entre los cerros, avistamos una pista de aterrizaje y un avi¨®n reactor de no peque?as proporciones. Rodeados de campos reci¨¦n roturados, perdices sin miedo, encinares y tierras de cereal, un tractorista nos orient¨®: "?stas son fincas de los Bot¨ªn y de los Meden. Si hay un avi¨®n, es que seguramente andan cazando por aqu¨ª. Algunas veces viene el Rey. Pero entonces todo esto se llena de Guardia Civil. A su majestad le gustan la caza y el buen vino", concluy¨® zumb¨®n.
Volvimos a las llanuras, en busca de la venta de la dadivosa Maritornes. Pero s¨®lo hab¨ªa puticlubs en los caminos, algunos de nombres llamativos como Los ?ngeles de Charly o El Conejo de la Suerte. Nos decidimos a entrar en uno cercano a Puerto L¨¢pice, el Hotel Club Dulcinea. Cuatro pobres chicas esperaban clientela en la barra. "?Quieres subir, mi amol?", pregunt¨® una. "Ahora voy con prisas, lo siento. ?Por qu¨¦ se llama esto Dulcinea?", pregunt¨¦. "No lo s¨¦, mi amol. Creo que era una se?ora muy importante de por aqu¨ª. Sube, anda, son 43 euros nada m¨¢s, mi amol". Las Maritornes de La Mancha vienen hoy de Am¨¦rica del Sur y del este de Europa.
Entramos de anochecida en Argamasilla, por suerte sin enjaular, al contrario que Don Quijote. Y como la primera parte del libro termina con sonetos burlescos sobre la Asociaci¨®n de Acad¨¦micos de Argamasilla, fuimos en busca de Pilar Serrano Mench¨¦, secretaria del grupo. "Azor¨ªn estuvo con los acad¨¦micos en 1905 y luego el grupo desapareci¨®. Lo intentamos refundar en 1961, pero entre los solicitantes estaba el pintor Gregorio Prieto, mal mirado por el r¨¦gimen franquista, y se nos deneg¨® la petici¨®n. Al fin, pudimos legalizarnos en 1980". Le pregunt¨¦: "?Y no les acompleja que Cervantes se burlara de sus antecesores llam¨¢ndolos Monicongo, Paniaguado, Caprichoso, Burlador, Cachidiablo y Tiquitoc?". Sonri¨® Pilar: "En absoluto. Adem¨¢s, le hemos sacado partido a la chanza cervantina. La burla nos dio fama mundial".
Pintaba de nuevo nublada la ma?ana cuando salimos por tercera vez. Y llegamos a El Toboso casi a tientas, como Don Quijote y Sancho, hasta el punto de darnos casi de bruces con la iglesia. Gald¨®s describi¨® este pueblo, que hoy suma 2.000 almas, como "alegre, destartalado y grand¨®n, de una irregularidad deliciosa". Pero yo lo encontr¨¦ anchuroso, ordenado y limpio. En el colegio p¨²blico Miguel de Cervantes, los ni?os de ense?anza primaria revoloteaban como pajarillos en la hora del recreo. El director del centro, ?ngel Gerardo G¨®mez Salazar, me explic¨® el ciclo especial de actividades preparadas especialmente para el aniversario. "Intentamos fomentar en los ni?os la lectura del Quijote", dijo. "?Cree que mucha gente de El Toboso ha le¨ªdo el libro?", pregunt¨¦. "Quien no lo ha le¨ªdo, por lo menos lo ha escuchado. Aqu¨ª la gente vive con intensidad el Quijote". En el colegio no hay ninguna ni?a que se llame Aldonza, y s¨ª una Vanessa y una Tatiana.
En cuanto a Dulcineas, la ¨²nica con ese nombre en el pueblo es hija del farmac¨¦utico y se apellida Ortiz Mer¨ªn. Tiene 25 a?os y vive en Madrid, donde ha estudiado la carrera de ingeniero qu¨ªmico. Su padre, Jos¨¦ Luis Ortiz, se mostraba orgulloso del nombre de su hija. "Yo he le¨ªdo el Quijote varias veces", me dijo, "y hasta me sab¨ªa p¨¢rrafos enteros de memoria".
Salimos de El Toboso. El aire se hab¨ªa aclarado y luc¨ªa el sol. Los llanos oce¨¢nicos de La Mancha se tend¨ªan vac¨ªos ante nuestros ojos. ?Qu¨¦ soledades aqu¨¦llas! Por Alhambra, fisgamos en busca de alg¨²n lugar que recordase las bodas del rico Camacho. Y fuimos a dar, de s¨²bito, en un des¨¦rtico paraje, con una suerte de gigantesco parten¨®n, de alto front¨®n sostenido por columnas d¨®ricas, que se anunciaba como "Lord Carrington. Salones de Bodas". No hab¨ªa casamientos en esa hora, pero el amable encargado, Luis Miguel Melgares, nos mostr¨® el interior del edificio: suelos de m¨¢rmol, l¨¢mparas de cristal, inmensas mesas para invitados, tapices en las paredes, estatuas de bronce en las esquinas, cortinajes de raso en las ventanas. "En la temporada de verano hay un par de bodas por semana", dijo. Yo le habl¨¦ de las bodas de Camacho, y Luis Miguel me respondi¨® con sorpresa: "Pues el a?o pasado se cas¨® aqu¨ª un Camacho; son una familia que tiene herrer¨ªas".
Y as¨ª seguimos camino sobre la llanada, dejando atr¨¢s al Caballero del Verde Gab¨¢n, La Solana y los bosques cercanos en donde Don Quijote ret¨® al le¨®n. Las lozanas lagunas de Ruidera asomaron cerca de Ossa de Montiel, con "sus claros, azules, sosegados, limpios espejos", como las describi¨® Azor¨ªn. Los patos echaban a volar a nuestro paso, y los breves saltos de agua se suced¨ªan entre laguna y laguna al lado del camino. Alcanzamos la altura de una loma y all¨¢ cerca se abr¨ªa la boca de la cueva de Montesinos, a cuyas honduras descendi¨® Don Quijote para sentir las m¨¢s hermosas alucinaciones de su vida. Luego, seguimos hacia Ossa, quiz¨¢ el lugar en donde el buen maese Pedro mont¨® su teatro de marionetas y mostr¨® las habilidades de un mono adivino, Y dejando atr¨¢s los campos en que nuestro h¨¦roe derrot¨® al Caballero de los Espejos, nos fuimos rumbo a Arag¨®n.
Estepas ¨¢ridas hasta La Roda, recias serran¨ªas cerca de Cuenca, pinares por Teruel, f¨¦rtiles vegas de los r¨ªos Jiloca y Jal¨®n. Y sobre el alto Ebro, una boina de niebla que entristec¨ªa el mundo. En Pedrola, m¨¢s all¨¢ de Alag¨®n, el palacio de los duques de Villahermosa bien pudiera ser aquel en que los duques de Castilnuevo de la novela cervantina acogieron a Don Quijote y Sancho para organizar una gran burla. La historia ha dado la victoria al caballero, porque los nuevos duques alardean hoy en Pedrola, m¨¢s que de cuna noble, de su rango cervantino. Siguen siendo due?os de vastas tierras y el palacio es una joya renacentista como hay pocas en Espa?a. La guardesa, Rosaura Herrero, una mujer joven y afable, no me dej¨® visitarlo porque no tra¨ªa permiso de los due?os, pero me regal¨® un folleto explicativo que convendr¨ªa a los duques quitar de circulaci¨®n, pues m¨¢s parece una exaltaci¨®n del franquismo que otra cosa. "Tiene usted nombre de princesa de libro de caballer¨ªas", le dije a Rosaura. "O de doncella de arist¨®cratas", me respondi¨® orgullosa. A?adi¨® que sus abuelos y sus padres sirvieron en el lugar y me cont¨® que hay 24 camas en el palacio y que el mayor de los hijos de la duquesa de Villahermosa, hoy duque de Luna, viene a menudo. "El sitio en donde mataron al jabal¨ª debe de ser el de la sierra de Guara, en Huesca", me inform¨®, "porque en el coto que tienen aqu¨ª los duques no hay caza mayor".
Seguimos camino hasta Alcal¨¢ de Ebro, la supuesta ¨ªnsula Barataria. Hay all¨ª una estatua de Sancho sobre el r¨ªo bravo y rebelde, una iglesia de tres torres y un alcalde socialista, Antonio R¨ªos Ruiz, que me ense?¨® el pueblo y el supuesto caser¨®n en donde residi¨® Sancho. "Tuvo que ser aqu¨ª", dice, "porque ¨¦stos son los muros m¨¢s antiguos de Alcal¨¢". Juntos fuimos a ver al juez de paz de la villa, Jos¨¦ Mar¨ªa Leza Barrios, un campesino alto, nervudo y recio, de 69 a?os, que hablaba un pausado y elegante castellano. Jos¨¦ ley¨® el Quijote con 22 a?os y conoc¨ªa de corrido los famosos juicios de Sancho: "Me gusta su sentido com¨²n, que es enorme para un hombre sin cultura. Su cabeza era muy pr¨¢ctica. Daba en el clavo y hac¨ªa jurisprudencia".
Tras pasar la noche en una fonda de Alag¨®n, sin que la boina de niebla se apartara del cielo, rodeamos al d¨ªa siguiente Zaragoza y alcanzamos Barcelona. ?Cu¨¢les ser¨ªan los bosques en donde campeaba Roque Guinart, el bandido catal¨¢n tan admirado por Don Quijote? ?Los pinares cercanos a Igualada?.
Entramos en la ciudad por el lugar en donde estuvo el Portal del Mar y hoy se alza la escultura Barcelona Head, que parece una cer¨¢mica gigante de Sargadelos. Cervantes amaba la urbe, sin duda: "El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro", escribi¨®. Y la defini¨® m¨¢s adelante: "Archivo de cortes¨ªa, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, ¨²nica". El Quijote une a los espa?oles, quiero creer a veces.
No hab¨ªa en esa hora una multitud jubilosa para recibirnos, como la que salud¨® al caballero. Pero nos hicieron de gu¨ªas las amigas Alicia Mart¨ª y Marta Salvador. En la Barceloneta nos asomamos al Mediterr¨¢neo: "? vieron el mar, hasta entonces de ellos no visto: pareci¨®les espacios¨ªsimo y largo, harto m¨¢s que las lagunas de Ruidera", escribe Cervantes. De all¨ª nos encaminamos al Carrer Ample, antigua zona palaciega y lindante del barrio G¨®tico, en donde bien pudo vivir Antonio Moreno, el anfitri¨®n barcelon¨¦s de Don Quijote. Ahora, el Ample es calle en donde abundan comercios de instrumentos musicales. Durante los a?os ochenta, seg¨²n nuestras amigas, el Ample fue el lugar de la movida juvenil barcelonesa, cuando las juergas se organizaban a base de beber un brebaje de nombre dinamitador de mentes: leche de pantera.
Seguimos camino hacia el Carrer de Call, la antigua juder¨ªa, en busca de la imprenta que llam¨® la atenci¨®n de Don Quijote y en la que quiz¨¢ se edit¨® el ap¨®crifo de Avellaneda. Hoy es un comercio de materiales el¨¦ctricos, y el due?o, el se?or Obiols, me dijo que, antes de que la compraran sus abuelos, era una tienda de pa?os. "Hasta 1915 hubo un pozo aqu¨ª dentro. Pero ya no quedaban restos de la imprenta". Y a?adi¨®: "Es seguro que ¨¦ste es el lugar cervantino y tambi¨¦n el taller que imprimi¨® el primer Quijote en la ciudad".
Bajamos de nuevo hacia la mar, hasta la Facultad de N¨¢utica, en cuya zona de aparcamiento se dice que estaba la playa en la que Don Quijote fue derrotado por el Caballero de la Blanca Luna y obligado a dejar la caballer¨ªa andante. Pregunt¨¦ a unos estudiantes si sab¨ªan algo de ello. Se encogieron de hombros y uno dijo: "La verdad es que no hemos le¨ªdo el Quijote". El ujier, sin embargo, s¨ª conoc¨ªa algo de la historia. "Ah¨ª enfrente, en Col¨®n, tuvo su vivienda", me dijo. "?Qui¨¦n, Don Quijote?", pregunt¨¦. "?No, hombre, ¨¦se no existi¨®! ?Cervantes vivi¨® en la casa!".
Hasta aqu¨ª llegaba la mar en aquel tiempo y, una vez perdido el combate, terminaron aqu¨ª las andanzas de nuestro h¨¦roe. "?Aqu¨ª mi desdicha, y no mi cobard¨ªa, se llev¨® mis alcanzadas glorias!", clam¨®. Y respondi¨® Sancho: "La Fortuna es una mujer borracha y antojadiza".
Regresamos de luna llena hacia las castellanas llanuras, con el ¨¢nimo encogido, atrapados por la misma pena que abrum¨® a nuestro h¨¦roe y a su escudero.
No obstante, consolaba nuestra tristeza lo que dijo el noble caballero a su amigo Sancho: "?Acaso es tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo?".
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