El amigo kurdo
Tengo una vieja simpat¨ªa por los kurdos que procede, creo, de ese periodo de transici¨®n entre la ni?ez y la adolescencia en el que uno cambia la seguridad que ofrecen los vencedores por la seductora incertidumbre de los vencidos. En concreto procede, lo recuerdo bien, de una desigual escena b¨¦lica, le¨ªda no s¨¦ d¨®nde, en la que guerrilleros kurdos a caballo se enfrentaban a las tropas del enemigo. Tambi¨¦n recuerdo que esta escena se aproximaba a otra perteneciente a mi pel¨ªcula favorita de entonces, Lawrence de Arabia, en la que el pr¨ªncipe Feisal -encarnado por Alec Guiness- cabalgaba impotente, espada en mano, para perseguir a los aviones turcos que destrozaban su campamento.
Mustaf¨¢ Barzani y sus 'peshmergas' vuelven a estar de actualidad gracias a un delicioso libro del cineasta Hiner Saleem, 'El fusil de mi padre'
Tras aquel primer impacto, siempre segu¨ª con atenci¨®n las noticias internacionales que informaban de los kurdos, en parte por esta simpat¨ªa surgida espont¨¢neamente, en parte por el rechazo, aunque fuera desde la distancia, por la permanente injusticia a la que era sometido un pueblo de 30 millones de personas. Si alguien quiere comprender lo que significa la gran pol¨ªtica, basta que siga con atenci¨®n la densa cr¨®nica de traiciones a las que han estado sometidos durante un siglo los kurdos, tanto por parte de las grandes potencias como de los codiciosos vecinos.
No obstante, a¨²n hoy no puedo leer ninguna de estas noticias sin acordarme del nombre de quien, seg¨²n una fuente m¨¢s o menos legendaria, dirig¨ªa la temeraria carga de la caballer¨ªa kurda contra los acorazados. Se llamaba Barzani, Mustaf¨¢ Barzani. Con el tiempo supe que era el dirigente m¨¢ximo de la rebeli¨®n kurda en las monta?as y deduje que los tanques pertenec¨ªan al ej¨¦rcito iraqu¨ª de aquel entonces. Pero durante a?os s¨®lo fue un nombre que se qued¨® incrustado en mi memoria como un valiente h¨¦roe de los derrotados.
Y es posible que nada m¨¢s hubiera sabido de su identidad si, por puro azar, un d¨ªa muy posterior no hubiera le¨ªdo su necrol¨®gica, estando yo en Estados Unidos. Era una ma?ana de 1978 y, seg¨²n pod¨ªa leerse en las primeras l¨ªneas de la noticia, Mustaf¨¢ Barzani hab¨ªa muerto de c¨¢ncer en un hospital de Nueva Jersey. Lo extraordinario ven¨ªa a continuaci¨®n puesto que quien firmaba el texto, un periodista americano cuyo nombre no logro recordar, hab¨ªa estado a punto de morir por ¨®rdenes de Barzani.
Los sucesos a los que se refer¨ªa el periodista se remontaban a 1960, cuando los peshmergas kurdos -"los que miran a la muerte de cara"-, traicionados de nuevo por unos y otros, se hab¨ªan refugiado en las monta?as para hacer frente al hostigamiento de los ej¨¦rcitos iraqu¨ª y turco. El americano, corresponsal en la zona, fue apresado por los guerrilleros e inmediatamente acusado de ser un esp¨ªa. Sometido a juicio, fue condenado a muerte. Deb¨ªa ser ejecutado al amanecer. En el art¨ªculo necrol¨®gico detallaba la angustia de aquellas horas recluido en una tienda helada como la nieve de las monta?as del Kurdist¨¢n. De pronto apareci¨® Barzani, armado hasta los dientes, y le pregunt¨® si confesaba su condici¨®n de esp¨ªa. El periodista lo neg¨®. A continuaci¨®n le pregunt¨® a qui¨¦n dirig¨ªa la carta que los peshmergas le hab¨ªan interceptado. El americano contest¨® que era para su novia, con la que deb¨ªa casarse al volver a su pa¨ªs. Curioso, Barzani le demand¨® si estaba enamorado de ella. El que suscrib¨ªa la necrol¨®gica hab¨ªa contestado afirmativamente.
Barzani desapareci¨® y reapareci¨® al cabo de una largu¨ªsima hora con tres regalos: la libertad, un collar para la novia y un librito con sonetos de Keats. Naturalmente, casi veinte a?os despu¨¦s el periodista a¨²n estaba emocionado por los tres regalos, aunque sin el primero de poco le hubieran valido los otros dos. Barzani, ya sin armas, se qued¨® charlando amigablemente hasta ese amanecer que deb¨ªa ser funesto para el americano pero que acab¨® resultando memorable. El general kurdo le relat¨® que hab¨ªa estudiado a los poetas rom¨¢nticos ingleses en la Universidad de Mosc¨² y que, si no se hubiera tenido que dedicar a la guerra, sin duda lo suyo habr¨ªa sido la literatura. Y acab¨® recitando a Keats, su favorito. Como terminaba con raz¨®n el periodista, era la necrol¨®gica de alguien que le hab¨ªa "resucitado".
Ahora me he vuelto a cruzar con Mustaf¨¢ Barzani y sus peshmergas a partir de un delicioso libro del cineasta Hiner Saleem, El fusil de mi padre (recientemente traducido en castellano por Anagrama y en catal¨¢n por La Campana). Saleem recrea, desde el mirador primero de un ni?o y despu¨¦s de un adolescente, aquel mundo de derrotados en el que un hombre como Barzani pod¨ªa dirigir una carga de caballer¨ªa contra los tanques o protagonizar una historia como la relatada por el periodista americano. ?pica en su escenograf¨ªa de fondo, la narraci¨®n de Saleem es, no obstante, l¨ªrica e ir¨®nica. Los ojos del futuro cineasta captan con fuerza y ternura la vida cotidiana de un mundo en permanente peligro pero, simult¨¢neamente, en espl¨¦ndida libertad. Mi vieja simpat¨ªa por los kurdos, con nuevas esperanzas tras la ca¨ªda de Sadam Hussein, no ha hecho sino crecer.
Por cierto, cuando me opuse en un acto p¨²blico a la invasi¨®n norteamericana de Irak, un ciudadano kurdo me reproch¨® no tener en cuenta la suerte de sus compatriotas. Sin embargo, qued¨® muy sorprendido, cuando conversamos a la salida, por mi informaci¨®n sobre el Kurdist¨¢n y, en especial, sobre la figura de Mustaf¨¢ Barzani. Le promet¨ª contarle las causas de mi simpat¨ªa por los kurdos. Y es lo que he hecho.
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