Virgilio, esquina Einstein
Tal vez hubiera sido una buena idea enviar a los electores, junto al triste ejemplar de la Constituci¨®n europea, un librito, La idea d'Europa (Arc¨¤dia), que recoge una conferencia reciente de George Steiner sobre las ra¨ªces comunes de nuestro continente. Sin acompa?amiento, el texto constitucional que se nos propone es tan ap¨¢tico, tan desprovisto de pasi¨®n, que se convierte en casi ilegible, aun en el caso poco probable en el que el ciudadano se mostrara entusiasmado por el proyecto.
De lo que no hay duda es de que es un texto perfectamente adecuado al contexto: confianza en las t¨¦cnicas de persuasi¨®n y desconfianza en las ideas, buenas intenciones y mediocres talentos. Lo menos malo, desde luego, es votar afirmativamente, pero se ha malogrado la oportunidad de ahondar en las posibilidades de Europa m¨¢s all¨¢ de la econom¨ªa y de la ret¨®rica. Por ejemplo, ?puede ser Europa la ¨²nica regi¨®n que ha reconocido de tanto en tanto su propia barbarie, un dique a la barbarizaci¨®n del mundo?
El talante de la Europa moderna se ha moldeado en la conversaci¨®n de caf¨¦ o en la larga caminata por un territorio de escala humana
Si se consideraba demasiado pol¨¦mico exponer en el texto constitucional los mimbres espirituales de Europa se hubiera podido iluminar su abstrusidad con los m¨¢s poderosos rel¨¢mpagos cr¨ªticos. Si era peligroso hablar de Grecia, el juda¨ªsmo, el cristianismo, la ilustraci¨®n, la utop¨ªa revolucionaria se pod¨ªa recurrir a lo que, en definitiva, es el principal tesoro de lo que llamamos Europa: la capacidad para descubrir y proclamar las barbaridades cometidas. El cristiano Bartolom¨¦ de las Casas denunci¨® los cr¨ªmenes cometidos en nombre de la cristiandad, el revolucionario Schiller protest¨® en Cartas sobre la educaci¨®n est¨¦tica del hombre (otro gran librito de acompa?amiento) contra las aberraciones perpetradas por la Revoluci¨®n. Incluso la Europa espiritualmente empobrecida de la segunda mitad del siglo XX ha acabado mirando de cara -aunque con demasiada frecuencia tambi¨¦n de reojo- las que han sido sus peores invenciones: el antisemitismo, el nazismo, el estalinismo.
No tenemos constancia de ninguna otra civilizaci¨®n que haya tenido los destellos autocr¨ªticos de Europa, ni en el pasado, pese a las grandes aportaciones culturales de otras tradiciones, ni en el presente en el que el poder norteamericano -no s¨¦ si es posible hablar de "civilizaci¨®n norteamericana"- se basa precisamente en la negaci¨®n de toda cr¨ªtica con respecto a las condiciones de su dominaci¨®n y a la consecuente destrucci¨®n que ¨¦sta ha llevado consigo: el mundo que conmemora Auschwitz y pronto, espero, conmemorar¨¢ el Gulag a¨²n debe experimentar la asunci¨®n de la verg¨¹enza de Hiroshima. Por mi parte, lo escrib¨ª hace tiempo, me inclinaba por incluir la pasi¨®n y el horror de Europa en el texto constitucional, algo que por lo visto choca con el miedo a lo inapropiado que tan a menudo nos conduce a la autocensura. Al menos se hubiera podido rescatar la pedagog¨ªa cr¨ªtica de Europa, un ejercicio ¨²til para el ciudadano en una ¨¦poca en la que no predomina tanto el dilema entre la civilizaci¨®n o la barbarie como el camuflaje de la barbarie como civilizaci¨®n.
Si junto al ejemplar de Una Constituci¨®n europea tan timorata y mon¨®tona el futuro elector hubiera tenido la oportunidad de leer el librito de Steiner seguramente su idea de Europa se enriquecer¨ªa de forma notable. O, algo m¨¢s cercano a la vida, su idea de los europeos.
George Steiner alude a tres factores que, incluidos en el texto constitucional, hubieran ayudado a la comprensi¨®n de lo que est¨¢ en juego mucho m¨¢s que los farragosos par¨¢grafos: los caf¨¦s, el paseo, los r¨®tulos de las calles. Llamamos europeo al hijo espiritual de Atenas y Jerusal¨¦n, fruto de una c¨®pula y un duelo al mismo tiempo. Pero todo esto ser¨ªa demasiado brumoso si este hombre -al que hemos llamado europeo- no hubiera sido capaz de trasladar sus ilusiones y sus frustraciones al escenario de su mundo cotidiano.
En un momento en el que escasean los caf¨¦s, en el que el conductor prevalece sobre el peat¨®n y en el que los futbolistas son m¨¢s respetados que los cient¨ªficos el lector de la Constituci¨®n europea (inducido a su lectura precisamente por futbolistas) quedar¨ªa asombrado al comprobar hasta qu¨¦ punto, como demuestra Steiner, el talante de la Europa moderna se ha moldeado en la conversaci¨®n de caf¨¦, en la larga caminata por un territorio de escala humana y en el homenaje gr¨¢fico que nuestro callejero hace a nuestra memoria.
Se hubiera tenido que dar al ciudadano europeo la oportunidad de recordar que, junto a las otras riquezas, la aut¨¦ntica riqueza de Europa se ha amasado en el caf¨¦ Central o en el Cabaret Voltaire, en los paseos de Stendhal o de Pla, en la posibilidad de dirigirse, no a la calle 41 con la avenida 7, sino a la calle Virgilio, esquina Einstein.
De lo contrario queda la amnesia. Pero para bien o para mal el horizonte de Europa siempre ha sido su memoria.
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