Los durmientes
1En la oscuridad de las siete de la ma?ana, el ordenador entr¨® en un salvaje estado de completo desorden. Un contratiempo terrible porque dispon¨ªa yo s¨®lo de tres horas para entregar unas p¨¢ginas. Esper¨¦ a las ocho, a cuando hubiera ya clareado, para llamar a un servicio t¨¦cnico de urgencias. Ten¨ªa que terminar de escribir mi art¨ªculo sobre la inseguridad y la crisis de sentido en el mundo actual, pero si hab¨ªa algo realmente inseguro para m¨ª en aquel momento era el ordenador. En cuanto al mundo, ¨¦ste siempre pod¨ªa esperar. Me sent¨¦ y recuper¨¦ el libro de la noche anterior, el libro de Hans Magnus Enzensberger hablando del perdedor radical, de aquel que puede estallar en cualquier momento y, por ejemplo, atrincherarse de buenas a primeras en su piso despu¨¦s de haber tomado como reh¨¦n al arrendador que ven¨ªa a cobrar el alquiler. ?Yo mismo, por ejemplo, pod¨ªa estallar en cualquier momento? ?Deb¨ªa considerarme un perdedor radical s¨®lo porque estaba sin ordenador? Estaba muy nervioso, y para colmo le¨ª: "No se trata de irritaci¨®n, sino de rabia asesina. Lo que al perdedor le obsesiona es la comparaci¨®n con los dem¨¢s, que le resulta desfavorable en todo momento. La irritabilidad del perdedor aumenta con cada mejora que observa en los otros".
No pasaba nada, simplemente ten¨ªan que arreglarme el ordenador. S¨®lo ten¨ªa que esperar hasta las ocho. No deb¨ªa buscar culpables a mi mala suerte. Pero esperar precisamente era a lo que se dedicaban muchos perdedores: "El perdedor discurre a su manera. Eso es lo malo. Calla y espera. No se hace notar. Precisamente por eso se le teme".
Mientras esperaba, o¨ª en la radio que los espa?oles segu¨ªan hiperconsumiendo como locos, que no se sab¨ªa de d¨®nde sal¨ªa tanto dinero, pero que, despu¨¦s de hab¨¦rselo gastado todo en Navidad, el ¨¦xito de las rebajas de enero era un hecho. A las ocho menos cuarto, ped¨ª por tel¨¦fono que urgentemente vinieran a arreglarme el ordenador. "De lo contrario, no respondo de lo que ocurra", quise a?adir. La aver¨ªa del ordenador -no sab¨ªa que dependiera de ¨¦l hasta extremos tan desesperados- me hab¨ªa trastornado. Hab¨ªa dejado de ser el durmiente habitual.
2 Cuando lleg¨® el t¨¦cnico, ya vi que aquel iba a ser el d¨ªa del Loro. Lleg¨® un joven con un sentido muy alto de la parsimonia. Nada m¨¢s sentarse a examinar la pantalla de mi ordenador, le llamaron al m¨®vil y una risa floja se apoder¨® de ¨¦l cuando comenz¨® a comentar las incidencias festivas de la noche anterior. Estuvo unos interminables minutos comentando la gran juerga nocturna. "?No has dormido?", le pregunt¨¦. Las agujas del reloj circulaban inexorables. Todo el rato pensaba yo que me conven¨ªa tener cierta paciencia, pues s¨®lo ten¨ªa a aquel t¨¦cnico, llamar a otro lo retrasar¨ªa todo a¨²n mucho m¨¢s. Cuando cesaron las risas, tuvo por fin la delicadeza de echarle una mirada a mi pantalla, y a partir de ah¨ª se inici¨® una larga sesi¨®n de usurpaci¨®n de mi lugar de trabajo y larga sesi¨®n tambi¨¦n de mutismo, mirada fija al vac¨ªo, oreja sobre la mesa para escuchar no s¨¦ qu¨¦ del disco duro, todo tipo de alegres tecleados in¨²tiles, y de vez en cuando -como un agradecido oasis dentro del silencio- algunas exclamaciones de verdadero espanto. "De ¨¦sta no salimos vivos", dijo de pronto, y se not¨® que no pod¨ªa ni imaginar que en mi casa se estaba jugando la vida.
3 La casa siempre ha sido muy peque?a y no sab¨ªa d¨®nde ponerme mientras ¨¦l buscaba la causa de la aver¨ªa. Me sent¨¦ en un butac¨®n frente a la ventana y simul¨¦ que le¨ªa Los tiempos hipermodernos, de Gilles Lipovetsky, y que tomaba notas, muy especialmente de la parte en la que se habla del hiperconsumismo en el que tan inmersos estamos en la actualidad. De tanto simular, acab¨¦ leyendo ese libro realmente, le¨ª las fant¨¢sticas ¨²ltimas p¨¢ginas, donde se prev¨¦ un porvenir nada alentador para todos aquellos que, por mucho que tengan ordenadores y t¨¦cnicos que les arreglan los problemas, se dedican todav¨ªa a la escritura.
En el momento en que el t¨¦cnico -imperturbable- me anunciara que acababa de perder mis direcciones de correo, el correo mismo y todos mis documentos personales -todo lo que hab¨ªa almacenado de mis escritos en los ¨²ltimos a?os-, me encontraba yo enter¨¢ndome de que la filosof¨ªa ha inventado las grandes preguntas metaf¨ªsicas, la idea de una humanidad cosmopolita, el valor de la individualidad y la libertad, pero esta fuerza milenaria se ha agotado en la actualidad: "Un signo de los tiempos. No hay m¨¢s remedio que reconocer que su papel hist¨®rico y prometeico ha quedado atr¨¢s. Son las ciencias y la tecnociencia lo que m¨¢s horizontes abre hoy, lo que inventa el porvenir".
Consciente de que se hab¨ªa volatilizado la fuerza milenaria de mi memoria m¨¢s personal, le dije al tecnocient¨ªfico (le llam¨¦ as¨ª porque me sent¨ªa desesperado) que iba a dar una vuelta y que ya volv¨ªa. Esperando a que, a¨²n sin memoria personal, avanzara algo la reparaci¨®n de mi ordenador, camin¨¦ por las calles del barrio como si fuera un hombre ya sin pasado alguno, un hombre sin disco duro. La gente, hiperconsumista, se agolpaba en las tiendas de rebajas mientras yo caminaba cabizbajo, rabioso. "Nadie se interesa espont¨¢neamente por el perdedor radical", dice Enzensberger. "El desinter¨¦s es mutuo. En efecto, mientras est¨¢ solo (y est¨¢ muy solo) no anda a golpes por la vida; antes bien, parece discreto, mudo, un durmiente...".
Me cruc¨¦ con todo tipo de durmientes, gente muy discreta, pero personas de esas que, de hacerse notar alg¨²n d¨ªa, provocar¨ªan una perturbaci¨®n espantosa, pues su mera existencia nos recuerda que necesitamos muy poco para comportarnos como ellos y estallar un d¨ªa, as¨ª de golpe, explotar con un gesto terrible de rabia. "Parec¨ªa tan normal, siempre en su casa escribiendo".
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