Currantes sin m¨¢s
Nadie hubiera apostado un duro, hace 20 a?os, a que el televidente tradicional, agobiado, regresara de su despacho triste y, ya en casa, quisiera distraerse con las historias de otro despacho triste. Hasta finales del siglo pasado, las oficinas de la ficci¨®n ten¨ªan un porqu¨¦: periodistas en redacciones, abogados en bufetes, polic¨ªas en cuarteles centrales. Es decir: mucho movimiento de figurante y tel¨¦fonos sonando, s¨ª, pero importaba el oficio m¨¢s que el edificio; todo era una excusa para hablar de profesiones intensas, de h¨¦roes. Era necesario ir m¨¢s all¨¢.
Acaso Dilbert, la ir¨®nica s¨¢tira que Scott Adams dibuja desde 1989 para cientos de peri¨®dicos del mundo, haya servido como se?al de alerta: cuidado, a la gente parecen agradarle las historias de oficinistas, sin m¨¢s. Porque en las verdaderas historias de oficina (las que comienzan a tener ¨¦xito televisivo en este siglo), lo que menos importa es el rubro, el producto o el beneficio, ni mucho menos de qu¨¦ trata la ab¨²lica labor de los protagonistas. En estas nuevas semblanzas, el eje es el propio aburrimiento, y la oficina, un universo sin nombre. Al espectador no le importa qu¨¦ trabajo realizan los empleados de Camera caf¨¦ (Telecinco), ni tampoco es determinante qu¨¦ se comercializa en los pasillos de The office (La Sexta). Ni est¨¢ del todo claro qu¨¦ clase de negocio se cuece en el edificio donde Los inform¨¢ticos (Canal +) arreglan ordenadores.
Los nuevos guionistas descubrieron, con buen tino, que en cualquier oficina hay una versi¨®n a escala del mundo, con sus alegr¨ªas y miserias humanas. En el territorio gris de los despachos hay un cat¨¢logo maravilloso de chismograf¨ªa y falsedad, una madeja de envidias encubiertas y el revoloteo constante de la pereza.
Las historias de oficina son la contracara de las tramas ostentosas. Puede que el espectador moderno est¨¦ un poco cansado de los grandes h¨¦roes de la tele, aquellos que tienen un oficio obsesivo que les depara constantes aventuras (Jack Bauer, el doctor House, Gill Grissom). No se sabe si salvarle la vida a un ni?o con lupus pueda ser tan ¨¦pico como soportar al de recursos humanos. O si descubrir al asesino tenga la misma gracia que besar a una secretaria en la fotocopiadora. Pero una cuesti¨®n s¨ª es cierta: desactivar una bomba a tiempo no es m¨¢s heroico que levantarse a las siete de la ma?ana y marcar tarjeta. Y la tele parece enfocar, por fin, a este otro h¨¦roe.
Hern¨¢n Casciari es guionista y cr¨ªtico de televisi¨®n.
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