TODO ERAN CAMPOS
1
Un amigo me dijo hace unos meses que uno se hace viejo el d¨ªa en que va con alguien por una calle de su ciudad y se?ala a su alrededor diciendo: "?Ves eso? Pues todo eso eran campos". Otro amigo, arquitecto, me dijo poco despu¨¦s: "Desde 1980 hasta ahora se han construido m¨¢s edificios que desde la prehistoria hasta 1980". No s¨¦ si lo anterior es cierto, pero, si lo es, entonces tambi¨¦n es cierto que todos envejecemos cada vez m¨¢s pronto; las estad¨ªsticas dicen que morimos cada vez m¨¢s tarde, pero la realidad es que envejecemos cada vez m¨¢s pronto, porque desaparece cada vez m¨¢s pronto el paisaje de nuestra infancia. Esto es parad¨®jico: seg¨²n lamentan los fil¨®sofos, vivimos tiempos de apoteosis juvenil, tiempos en que la juventud se ha convertido en un valor en s¨ª mismo -algunos dicen que se ha convertido en el ¨²nico valor- y en que nadie quiere ya ser viejo, ni siquiera los viejos de verdad, que casi consideran un insulto que se les siga llamando viejos. Los fil¨®sofos tienen raz¨®n, aunque no estoy seguro de que haya mucho que lamentar: al fin y al cabo, ser joven es lo mejor que le puede pasar a cualquiera, y ser viejo no es m¨¢s que una putada irremediable; no es que sea a la fuerza vergonzoso o humillante: tarde o temprano acaba si¨¦ndolo, me temo, pero mientras tanto muchos valientes aprenden a disfrutar de la vejez; de hecho, es incluso posible reivindicar razonablemente su alegr¨ªa, aunque s¨®lo como puede reivindicarse la alegr¨ªa de la muerte o como Walt Whitman reivindicaba la alegr¨ªa de la muerte o como aquel h¨¦roe sobrenatural que invent¨® Walt Whitman y que se llamaba Walt Whitman reivindicaba en sus poemas la alegr¨ªa de la muerte: por amor a la vida, porque la muerte es una parte de la vida; o, para ser m¨¢s preciso, porque la muerte es el verdadero sentido de la vida.
2
A m¨ª me parece que el peor vicio de los fil¨®sofos -o simplemente de eso que algunos llaman intelectuales- consiste en empe?arse en ser interesantes. Yo debo de estar muy anticuado, porque sigo pensando que la filosof¨ªa no sirve para disentir del discurso dominante, sino s¨®lo para decir la verdad, y la verdad no siempre es interesante. Decir que todos los hombres buscan la felicidad es aburrido y poco original, porque los fil¨®sofos llevan dici¨¦ndolo por lo menos desde Arist¨®teles, pero tiene la ventaja de ser cierto; reivindicar la infelicidad, la enfermedad y la vejez, como hace ahora el fil¨®sofo alem¨¢n Boris Groys para disentir del discurso dominante de la apoteosis juvenil -no por la alegr¨ªa de que esas tres tristes cosas formen parte de la vida-, es desde luego original, pero tiene la desventaja de ser una tonter¨ªa incapaz de sobrevivir al contraste de la experiencia personal: como todo el mundo, cuando yo ten¨ªa 18 a?os era un pr¨ªncipe sin miedo; como todo el mundo, ahora que tengo 46 no soy m¨¢s que un mendigo que, como dec¨ªa el fil¨®sofo Cioran, apenas est¨¢ aprendiendo a convertir sus terrores en sarcasmos.
3
Este verano, dos d¨ªas despu¨¦s de la muerte de mi padre, di un paseo con mi hijo por el paisaje de mi infancia. Al salir de casa, a la derecha, hab¨ªa una sucesi¨®n de edificios casi id¨¦nticos. "?Ves eso?", estuve a punto de decir. "Pues todo eso eran campos". Pero no dije nada y, en vez de caminar hacia la derecha, caminamos hacia la izquierda, hacia un gran parque poblado de pl¨¢tanos donde hace treinta a?os yo jugaba con los chavales de mi barrio; el parque segu¨ªa all¨ª, pero todo lo que hab¨ªa en ¨¦l hab¨ªa cambiado: el pabell¨®n destartalado donde jug¨¢bamos al balonmano era ahora un moderno auditorio; el club donde jug¨¢bamos al tenis y nos ba?¨¢bamos en verano era un mont¨®n de cascotes; el estadio de atletismo donde jug¨¢bamos a las Olimpiadas era un prado invadido por la hierba. Le habl¨¦ a mi hijo de los chavales de mi barrio y ¨¦l me pregunt¨® por la muerte de mi padre. Como no soy un h¨¦roe sobrenatural, ni siquiera un fil¨®sofo, no le habl¨¦ de la alegr¨ªa de la muerte ni de que la muerte tiene un sentido, porque aquel d¨ªa yo no le ve¨ªa ninguno, y la verdad es que sigo sin v¨¦rselo. Para no contestar ech¨¦ a andar por la hierba del antiguo estadio de atletismo, y mientras lo hac¨ªa algo llam¨® la atenci¨®n de mi hijo en un extremo del prado; nos acercamos: era la silueta en hierro, de tama?o natural, de un lanzador de jabalina; la base era de piedra, y en ella estaba grabada una leyenda en catal¨¢n: "A los viejos atletas del grupo, en recuerdo del antiguo estadio del GEIEG en La Devesa. 1944-1995". De pie frente al lanzador de jabalina, tuve un instante de debilidad, durante el cual pens¨¦ que el monumento parec¨ªa un cenotafio erigido a la memoria de los soldados muertos en una guerra olvidada; tambi¨¦n pens¨¦ que si hubieran grabado en el cenotafio los nombres de los ca¨ªdos, seg¨²n es costumbre en esa clase de monumentos, mi nombre habr¨ªa figurado entre ellos junto al de los chavales de mi barrio; tambi¨¦n pens¨¦ en mi padre muerto y en que mi hijo ten¨ªa la edad que yo ten¨ªa cuando jugaba all¨ª a las Olimpiadas y en que yo ten¨ªa la edad que ten¨ªa entonces mi padre; tambi¨¦n pens¨¦ que mi hijo todav¨ªa no era un joven y que yo ya era un viejo. Luego, pasado ese mal momento, dimos media vuelta y continuamos nuestro paseo, pero ya no recuerdo hacia d¨®nde.
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