Una familia, un d¨®lar por d¨ªa
La familia de Abiyu Yasin no sabe d¨®nde est¨¢ Chicago. Ni que en esa ciudad estadounidense se halla la sede del mercado que regula los precios mundiales del grano y otros alimentos de primera necesidad. Tampoco sabe que la soja subi¨® m¨¢s del 90% en un a?o, que el trigo se encareci¨® un 130% y que hay problemas graves con el arroz, la dieta b¨¢sica de 3.000 millones de seres humanos. La geograf¨ªa vital de los Yasin carece de matices, su mundo es la pobreza extrema y el hambre. Sobreviven en Oromia, una regi¨®n aislada del centro de Etiop¨ªa que depende de la lluvia y la suerte y en la que los grandes comerciantes locales est¨¢n amasando fortunas a costa de la desgracia ajena. Lo llaman libre mercado.
Hay pa¨ªses, Nigeria y Guinea Ecuatorial entre otros, para los que su principal fuente de riqueza es el petr¨®leo; otros, como Kenia, atraen turistas deseosos de aventura. En Etiop¨ªa, el negocio es la pobreza, esos dos millones de dependientes cr¨®nicos que en una crisis se duplican o triplican. Toda la ayuda humanitaria que entra en el pa¨ªs est¨¢ sujeta al pago de impuestos. A veces se abona en especies, granos que emergen despu¨¦s en los mercados pese a los sellos de prohibida su venta estampados en el lomo de las sacas; otras se cobra en divisas: cientos de millones de euros que no han modificado sustancialmente las condiciones de vida de personas condenadas a la subsistencia porque se perdieron por los desag¨¹es de la corrupci¨®n.
A un occidental que estira cada ma?ana el brazo y gira levemente la mu?eca para obtener abundante agua caliente bajo la ducha le puede resultar dif¨ªcil comprender las estad¨ªsticas de la miseria, que 1.100 millones de personas del Tercer Mundo no tienen acceso a agua potable o que una familia de Oromia como los Yasin debe caminar tres o m¨¢s horas para llenar sus bidones de un l¨ªquido pardo, denso e insalubre con el que se lavan, beben y cocinan; apenas cinco litros diarios por persona, los mismos que se gastan en Occidente cuando alguien tira de la cadena del retrete.
Josette Sheeran, directora general del Plan Alimentario Mundial (PAM), organizaci¨®n de Naciones Unidas dedicada a combatir el hambre, trat¨® de poner rostro a la escalada de los precios de los alimentos en los mercados internacionales. Explic¨® en la revista brit¨¢nica The Economist que una familia que dispone de dos d¨®lares al d¨ªa (el caso de 1.500 millones de personas) deber¨¢ sacar a sus hijos de la escuela para hacer frente al incremento del gasto; que los que viven con un d¨®lar (1.000 millones) deber¨¢n recortar su alimentaci¨®n a una ¨²nica comida diaria, y que los que malviven con 50 c¨¦ntimos (100 millones) est¨¢n en grave riesgo: son los que morir¨¢n si no se act¨²a con urgencia y eficacia, pues el PAM y otras organizaciones similares son tambi¨¦n v¨ªctimas de la subida: igual presupuesto, menos cantidad de alimentos, menos raciones y beneficiarios.
En el mapa de la pobreza cr¨®nica (que en ?frica recorre una franja que abarca Mal¨ª, Burkina Faso, N¨ªger, Chad, Sud¨¢n, Etiop¨ªa, Eritrea y Somalia) es dif¨ªcil establecer la divisi¨®n entre los que viven con dos d¨®lares, un d¨®lar y 50 c¨¦ntimos. No es sencillo determinar el grado exacto de miseria en un mundo de penuria, desgracia y muerte. La zanja es otra: los que se enriquecen y los que sufren.
En Sanbate Lencho, una aldea a unos 300 kil¨®metros al sur de Addis Abeba, Adaru Kurkure vigila los movimientos de las cuatro vacas que le quedan. Son su despensa, la ¨²nica reserva de la que dispone para resistir hasta la cosecha de septiembre. En este mal a?o, en el que fallaron las peque?as lluvias de enero y febrero, las llamadas belq en la lengua amaric, ha perdido gran parte de su patrimonio: tuvo que malvender cuatro y otras dos murieron de enfermedad. En el mercado de Sembete no se paga demasiado por ellas, pues son muchos los que acuden a comerciar en tiempos de penuria: 800 birr (53 euros) por una vaca sana, lo que ahora cuesta un quintal de ma¨ªz. Lo llaman la ley de la oferta y la demanda.
Ganaderos como Kurkure, que ha cumplido los 55 a?os (la esperanza de vida en su pa¨ªs es de 52; dos m¨¢s para las mujeres), ser¨ªan candidatos perfectos para la categor¨ªa de los que viven con cerca de dos d¨®lares al d¨ªa, pero en esta zona de ?frica, en el centro del majestuoso valle del Riff que desciende hasta Kenia, cuando no llueve, la tierra se seca r¨¢pidamente y se evaporan la aritm¨¦tica y los decimales.
El cabeza de familia de los Kurkure (tres hijos, de ocho, cinco y tres a?os, que comparten choza de barro y paja con sus abuelos y los animales) desgrana su vida acuclillado sobre un promontorio: "Nos despertamos con el sol. Antes tom¨¢bamos caf¨¦. Las mujeres iban a buscar agua, y los hombres, a pedir trabajo. Ten¨ªamos otras dos comidas antes de acostarnos. Una a las dos y otra al caer el sol. Ahora s¨®lo comemos una vez, a las siete de la tarde. Las vacas no dan leche porque no comen lo suficiente. No llovi¨® en el momento que lo necesit¨¢bamos", explica. Shegitu, que escucha cabizbaja las palabras de su hijo, mueve r¨ªtmicamente los dedos dentro de un cuenco de madera. En ¨¦l hay unas hojas verdes que llama "regalo de naturaleza". Son de col, el ¨²nico alimento disponible.
En el camino entre las aldeas de Sanbate Lencho y Sembete, una pista ondulante de tierra que se vuelve impracticable durante las grandes lluvias de mayo a septiembre, Bat¨ª Shambelli pedalea encaramado en su bicicleta made in China adquirida hace un a?o por 170 birr (11 euros). Tiene 17 a?os, es fuerte y parece feliz. Cada d¨ªa al regreso de la escuela se acerca al mercado en busca de alg¨²n encargo que le permita llevar comida para los nueve miembros de su familia. "A veces consigo empleos de porteador. Me pagan siete birr [0,46 euros] por cinco horas", asegura convencido de que la bicicleta fue una buena inversi¨®n. Pero esos siete birr, que el a?o pasado le permit¨ªan pagarse el colegio y adquirir alguna camisa, en ¨¦ste no sirven para casi nada: es menos de lo que cuesta un kilo de ma¨ªz.
El valor de las cosas en un mundo donde el horizonte de sus habitantes es tratar de llegar con vida al d¨ªa siguiente lo marca el precio de los alimentos. Mientras que una familia occidental destina el 20% de sus ingresos a la cesta de la compra, en lugares como Oromia se dedica el 80%. No hay margen para recortar otros gastos. Si sube el precio del cereal, se deja de comer. Aqu¨ª no hay electricidad ni televisi¨®n ni frigor¨ªfico ni ocio. Tampoco hay educaci¨®n ni cultura ni futuro para unas mujeres que dedican entre cuatro y ocho horas diarias de su existencia a buscar agua. Casi el 100% son analfabetas y el 50% de los ni?os queda sin escolarizar.
En Berada Ashoka vive la familia de Daimo Meka. Ellos deber¨ªan representar a los que sobreviven con un d¨®lar al d¨ªa, la clase media de los m¨¢s pobres. Daimo tiene 42 a?os y es agricultor, como el 80% de sus compatriotas. La ¨²ltima vez que su familia comi¨® carne fue el 22 de diciembre, en la fiesta del A?d Kebir, que se celebra dos meses y 10 d¨ªas despu¨¦s del ayuno del Ramad¨¢n. Los Meka, como la mayor¨ªa de los que viven en Oromia, son musulmanes. En aquella ocasi¨®n, que rememoran como un acontecimiento extraordinario, compraron una vaca entre 20 familias. Hubo matanza, reparto y un banquete: trozos de res en cazos con ma¨ªz.
Los Meka explican que los due?os del mercado, como todos llaman a los comerciantes locales, realizan pr¨¦stamos a los campesinos si la situaci¨®n se vuelve insostenible. Por cada kilo de grano deber¨¢n devolver tres en la siguiente cosecha. A esa usura del 300% lo llaman inter¨¦s. Kuftu, la mujer de Daimo, hoy est¨¢ de suerte: un extranjero le regal¨® dos kilos que lanza al aire como si los granos fuesen perlas que vuelan. Hoy tienen un men¨² extraordinario: hojas de col con ma¨ªz.
Los campesinos de Oromia no tienen medios para conservar el grano. Desde la recogida disponen de un mes y medio para venderlo o comerlo antes de que se seque y pudra. Los due?os del mercado adquieren las cosechas a 1,2 birr (0,08 euros) el kilo. Despu¨¦s esperan tranquilos a que se impaciente la demanda. Aunque a esta pr¨¢ctica se le podr¨ªa llamar acaparamiento, aqu¨ª prefieren calificarla de previsi¨®n comercial. En tiempos de lluvias abundantes, como 2007, venden a tres birr el kilo. Un buen margen. Este a?o, sin las peque?as lluvias, los comerciantes exigen entre siete y ocho. Las ganancias ser¨¢n astron¨®micas. Los campesinos previsores adquirieron ovejas, cabras y vacas con aquel pago, as¨ª que podr¨¢n comer o vender. Los que no, quedaron presos en la estad¨ªstica del m¨¢ximo riesgo.
Durante el Gobierno comunista de Menguistu Halie Mariam, todos estaban obligados a entregar parte de su producci¨®n a las cooperativas, una tasa que pod¨ªa alcanzar el 50%. Las autoridades depositaban el grano en silos repartidos por los distritos y lo libraban cuando hab¨ªa carest¨ªa. La puesta en circulaci¨®n de miles de toneladas hund¨ªa los precios e imped¨ªa la especulaci¨®n. De aquella dictadura, en la que miles de personas fueron asesinadas, s¨®lo quedan una mala memoria y unos almacenes abandonados. No lejos de ellos crecieron otros, m¨¢s modernos, como los que se alinean en la localidad de Arsi Megmeli. Son propiedad de los due?os del mercado. En ellos se apilan miles de toneladas en espera del gran golpe.
Etiop¨ªa exporta electricidad a Sud¨¢n, pero raciona el suministro a sus ciudadanos. Existe una gran necesidad de divisas con las que pagar una deuda exterior que ha crecido con las guerras: Ogad¨¦n, Eritrea y ahora Somalia. Hay cortes de luz tres y cuatro d¨ªas a la semana que afectan a empresas, escuelas, hospitales y particulares. Por los 240 kil¨®metros de la poblada carretera entre Addis Abeba y Shashamene, capital de los rastafaris, se desplazan camiones, coches, carros, animales y turistas que se asoman a este bell¨ªsimo pa¨ªs de 84 millones de habitantes. En Holeta sorprende el paisaje almeriense: un mar de telas blancas, gigantescos invernaderos, donde se cultivan flores para la exportaci¨®n, un negocio que el a?o pasado produjo 100 millones de d¨®lares, cinco veces m¨¢s que en 2005. Para estas empresas, participadas por capitales indios, brit¨¢nicos, holandeses y alemanes, no hay escasez de electricidad ni de agua. Su negocio es prioridad nacional.
Los economistas discuten sobre las causas de la subida del precio del trigo, arroz y ma¨ªz, que ha provocado que 37 pa¨ªses se declaren en alerta alimentaria y adopten medidas por temor a las algaradas. Miles de personas salieron a las calles en Egipto, M¨¦?xico, Burkina Faso y Hait¨ª. En Puerto Pr¨ªncipe, los manifestantes gritaban: "?Tenemos hambre!". Algunos expertos culpan a la fiebre de los biocombustibles (etanol fabricado a partir de ma¨ªz; se calcula que Senegal destinar¨¢ un 15% de sus cultivos a este fin). Otros, al petr¨®leo, que encarece el transporte. Unos terceros a?aden m¨¢s razones: sequ¨ªa en Australia y la incorporaci¨®n de millones de personas en China, India y Brasil a una mejor dieta (tres comidas y consumo de carne; m¨¢s ganado, m¨¢s pastos). "El desequilibro entre la oferta y la demanda es un problema transitorio. Sucede c¨ªclicamente", explica un experto que pide el anonimato. "Muchos de los agricultores occidentales volver¨¢n a cultivar arroz porque es rentable. Mientras que se reajusta el mercado, el problema son pa¨ªses como Etiop¨ªa, para¨ªsos para la especulaci¨®n".
La Organizaci¨®n de Naciones Unidas para la Alimentaci¨®n y la Agricultura (FAO) estima que es necesario duplicar la producci¨®n mundial de alimentos antes de 2050. S¨®lo en 2007 el n¨²mero de pobres en el mundo aument¨® en 50 millones, y alcanza los 856. Para Mois¨¦s Na?m, director de la revista Foreign Policy, se trata, adem¨¢s de una tragedia, de un problema de seguridad que podr¨ªa transformarse en un motor de radicalismo pol¨ªtico. Para invertir la situaci¨®n har¨¢ falta algo m¨¢s que reuniones del Grupo de los Ocho. La ONU considera imprescindible la inversi¨®n de 30.000 millones de d¨®lares al a?o durante una d¨¦cada. Algo m¨¢s de la mitad de esos 300.000 millones de d¨®lares es lo que Estados Unidos tiene presupuestado en 2008 para las guerras de Irak y Afganist¨¢n.
En Etiop¨ªa, el hambre es parte de su piel, su imagen internacional tras las hambrunas de los ochenta y los conciertos organizados por Bob Geldof. Tambi¨¦n es una buena v¨ªa para la entrada de divisas. Para introducir en el pa¨ªs una m¨¢quina que controla la salubridad del agua, que en la UE cuesta 2.400 euros, las organizaciones humanitarias abonan impuestos por valor de 1.800. "Cuando se acaba la misi¨®n, las autoridades exigen que dejemos todo. Nos obligaron a entregar hasta los todoterrenos, incluso los accidentados. S¨®lo salvamos los port¨¢tiles", dice una fuente extranjera que tampoco desea publicar su nombre. "Lo que da m¨¢s rabia es que no utilizan el material, se lo reparten o lo amontonan en un almac¨¦n".
En Sembete, en el centro de la secci¨®n espa?ola de M¨¦dicos Sin Fronteras (MSF), es jornada de ba?o. Decenas de ni?os que llegaron enfermos y con s¨ªntomas serios de desnutrici¨®n (un indicador de la hambruna) se alinean desnudos juntos a sus familiares. Los m¨¦dicos y enfermeros muestran a los adultos los secretos de la buena higiene, manguera, esponja y jab¨®n en mano. Algunos ni?os lloran, tienen miedo, pero pasado el trago parecen felices con sus ropas limpias. La escasez de agua salubre es una de las causas que explican la pobreza estructural de Oromia. Apenas hay pozos porque uno de 400 metros de profundidad puede costar 100.000 euros, y pantanos como el de Koka, construido por los italianos como compensaci¨®n por los destrozos causados en la ocupaci¨®n fascista, tienen m¨¢s barro que l¨ªquido porque a ning¨²n Gobierno et¨ªope le lleg¨® la cultura del mantenimiento.
Abiyu Yasim tiene 28 a?os y acompa?a en el ba?o a Maru, su hijo de cuatro a?os ingresado en el centro de MSF. En Basa-Basa, a una hora de distancia en coche de Sembete, espera su mujer junto a Tigest, de cuatro meses. Es una aldea paup¨¦rrima y aislada en la que sus habitantes sobreviven con menos de un d¨®lar al d¨ªa. "El a?o pasado com¨ªamos ma¨ªz y patatas que tra¨ªamos de las naciones del sur [regi¨®n sure?a de Etiop¨ªa], pero este a?o no llega nada. El a?o pasado regalaban los ajos en el mercado de Rogi, pero este a?o no hay nada que regalar". Como en los casos de las familias Kurkure y Meka, los Yasin tambi¨¦n han reducido su alimentaci¨®n a una comida de hojas de col. ?Y cuando se acaben? "Entonces s¨®lo nos quedar¨¢ rezar", responde Helore, de 60 a?os, padre de Abiyu y jefe de la aldea.
Los habitantes de Basa-Basa se sientan en un apretado semic¨ªrculo para escuchar a los blancos. Algunas madres dan un pecho exhausto a unos ni?os grandes. "Maman hasta los tres a?os. Despu¨¦s comen lo mismo que todos. Si s¨®lo hay hojas de col, s¨®lo comen hojas de col", explica una de ellas. La vida es dura en Basa-Basa. Las mujeres caminan cuatro horas de ida y otras cuatro de vuelta para conseguir un agua que podr¨ªa masticarse. "El Gobierno reparti¨® ayuda al principio", responde Kedir Gudiso cuando se les pregunta por el Estado. "Cincuenta kilos de grano y cuatro litros de aceite por cada 10 hombres que se acabaron en 15 d¨ªas. Desde junio no hemos vuelto a probar el ma¨ªz". El hospital m¨¢s cercano est¨¢ en Regalen. Entre m¨¦dicos y transportes (autobuses y carretas tiradas por burros que sirven de ambulancia), la consulta sale por 1.000 birr (66 euros). "Si alguien necesita acudir al m¨¦dico, todos ayudan a reunir el dinero", explica Abiyu.
La madre de Kufa, un beb¨¦ que muri¨® hace unas semanas, ha vuelto al centro de Sembete. Los m¨¦dicos de MSF les enviaron al hospital m¨¢s cercano, como mandan los protocolos impuestos por el Gobierno et¨ªope, que limitan la acci¨®n de la emergencia a la medicina primaria y a atender a los ni?os desnutridos. La madre cumpli¨® con las normas, pero su hija muri¨® en la espera porque en los hospitales hay un broker que necesita su tiempo para mediar entre el donante y el receptor, ajustar el precio de la sangre y el de su comisi¨®n. La madre ha regresado con otra hija, Dedi, que padece malaria. Si no recibe sangre, morir¨¢. Esta vez se niega a regresar al hospital donde mueren los ni?os. S¨®lo quiere que los espa?oles salven a la ni?a.
Este bello pa¨ªs africano, que se enorgullece de no haber sido colonia de nadie (s¨®lo fue invadido por la Italia de Mussolini), est¨¢ inmerso desde diciembre de 2006 en una guerra por delegaci¨®n en Somalia. Desaloj¨® de Mogadiscio a la Uni¨®n de Tribunales Isl¨¢micos a petici¨®n de Estados Unidos, que los consideraba radicales, y por inter¨¦s propio (Etiop¨ªa y Somalia se disputan la soberan¨ªa del Ogad¨¦n, al parecer rico en gas natural). Esa guerra que no va bien, se ha iraquizado con ataques constantes de los islamistas, ha obligado a reintroducir un impuesto del 10%, que existi¨® en los a?os de la guerra con Eritrea, que se suma a los dem¨¢s existentes.
Otras de las razones de la subida de los precios locales del ma¨ªz y el teff, un cereal con el que se prepara el injera, un pan muy fino que es el alimento nacional, fue el incremento del 5% de los salarios p¨²blicos para compensar a los funcionarios y militares de las ingratitudes de la guerra de Somalia. El resultado fue la hiperinflaci¨®n. Etiop¨ªa viaja en un t¨²nel en el que la luz, en vez de acercarse, se aleja.
El doctor Luisma Tello, del centro de Sembete, ha decidido no enviar al hospital a Dedi. Van a realizar la transfusi¨®n que necesita. Un primer obst¨¢culo: la ni?a es 0 negativo y s¨®lo puede recibir del mismo grupo sangu¨ªneo. Los sanitarios recorren nerviosos las instalaciones rastreando donantes. Unos proponen ir en busca del padre, que vive a dos horas; otros organizan un concurso con premio para convencer a otros familiares y a los trabajadores locales para que se dejen analizar. Christopher Raymon, Pilar Bauza y Montserrat Pupill trabajan contrarreloj en el laboratorio, pues saben que el coordinador Abdelkader est¨¢ punto de tomar una decisi¨®n. "Hay que establecer l¨ªmites. No podemos salvar a todo el mundo. No se debe perder la perspectiva de cu¨¢l es nuestra misi¨®n", dice este franc¨¦s de origen argelino amante del f¨²tbol de Zidane.
Cuando todo parece estar en contra y estudian la posibilidad de claudicar, surge el donante milagroso. Tras cuatro horas de transfusi¨®n y un periodo de espera, la ni?a empieza a recuperarse. "S¨®lo le hemos dado otra oportunidad. En un lugar as¨ª puede morirse ma?ana de cualquier otra enfermedad", dice el doctor Emiliano Lucero. Pese a que el caso de Dedi es s¨®lo una gota en el oc¨¦ano, una rara euforia, una sensaci¨®n de triunfo sobre la muerte se instala en el campamento conmoviendo a todos, incluido Abdelkader, que se ha quitado un peso de encima: tener que poner cara y nombre a esos l¨ªmites.
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