Discusi¨®n bizantina
La guerra del crucifijo es controversia que viene y va, con los mismos argumentos, como si no pasaran los a?os. Se parece a las enconadas disputas entre los prelados e intelectuales bizantinos durante la Edad Media sobre si usar santos o representaciones antropom¨®rficas como objetos de culto. Erasmo, a riesgo de ser preso de la Inquisici¨®n, dedic¨® al asunto una parte de su diatriba contra los teologuchos que discut¨ªan sin cesar sobre si era pecado menos grave matar a un millar de hombres que coser en domingo el zapato de un pobre. Otros tuvieron peor suerte: la quema de Giordano Bruno por sostener que hay otros mundos adem¨¢s de ¨¦ste; la aniquilaci¨®n de Galileo por insistir en que la tierra gira alrededor del sol; la hoguera para los primeros que usaron anestesia para que la mujer pariera sin dolor e, incluso, la condena del inventor del pararrayos porque, si dios quiere fulminarte en medio de una tormenta, ?qui¨¦n es el hombre para impedirlo con artilugios tales?
Cabrera no debe juzgar sensaciones, sino hacer cumplir la Constituci¨®n de 1978
Andaluc¨ªa, feudo del PSOE, es donde hay m¨¢s crucifijos en los edificios p¨²blicos
La primera guerra del crucifijo se desat¨® en 1977, cuando a¨²n persist¨ªa en Espa?a la coalici¨®n de la sala de guardia y la sacrist¨ªa. Franco, caudillo y cruzado nacionalcat¨®lico, hab¨ªa muerto dos a?os antes y el presidente de las nuevas Cortes retir¨® el crucifijo de su despacho oficial. A¨²n resuenan las execraciones contra Antonio Hern¨¢ndez Gil, honorable jurista y confeso cat¨®lico.
Y 31 a?os m¨¢s tarde, estamos en lo mismo. Parecer¨ªa que por las cuestiones que afectan a la relaci¨®n entre un Estado laico y las creencias de sus ciudadanos no pasasen los a?os. Las grandes tradiciones religiosas nacieron y se organizaron, no para convivir, sino para combatirse -para ser cada una de ellas la religi¨®n verdadera-. Superado ese pasado, al menos de palabra, hoy buscan enemigos en el Estado y en la sociedad.
Los eclesi¨¢sticos apelan al dicho cristiano de "dar al C¨¦sar lo que es del C¨¦sar, y a Dios lo que es de Dios". Interpretan con taca?er¨ªa esa consigna. Espa?a es ejemplo del desencuentro que viven la sociedad y la Iglesia romana. La ciudadan¨ªa avanza, pero su vieja religi¨®n no se adapta, o lo hace a rega?adientes. Crece la libertad de conciencia, se multiplican en armon¨ªa las creencias, se consolida la separaci¨®n del Estato y las iglesias. Pero los obispos cat¨®licos dicen no -siempre no- a cada norma o costumbre que moleste a sus doctrinas, como si los espa?oles tuvieran que asumirlas ad aeternum.
Conviene subrayar ejemplos para imaginar lo extravagante que parecer¨¢ a pr¨®ximas generaciones esta disputa por la presencia de crucifijos en escuelas, juzgados, o en la toma de posesi¨®n del presidente del Gobierno. Los obispos predicaron que la idea de que "la autoridad emana ¨²nicamente del pueblo acarrea un diluvio de males"; tacharon de "inmoral concubinato" la legalizaci¨®n de matrimonio civil; se opusieron con virulencia a la creaci¨®n de colegios mixtos -"la coeducaci¨®n de sexos es antitradicional y anticristiana"-; y proclamaron que era motivo hasta para llamar a una guerra civil la libertad de culto, la supresi¨®n de "honores militares al Sant¨ªsimo Sacramento", la secularizaci¨®n de cementerios o la separaci¨®n del Estado y las iglesias. Todav¨ªa en 1973, la Conferencia Episcopal argument¨® en "razones hist¨®ricas" la intervenci¨®n de su iglesia "en lo temporal". Es la a?oranza de los tiempos en que la naci¨®n espa?ola consideraba "timbre de honor el acatamiento a la ley de Dios seg¨²n la doctrina de la Iglesia cat¨®lica y romana, ¨²nica verdadera" (Ley de Principios Fundamentales del Movimiento, del 27 de mayo de 1958).
Se habla estos d¨ªas de "cristofobia" y de "anticlericalismo rancio". La realidad es que el Gobierno socialista increment¨® hace un a?o el 34% la asignaci¨®n del Estado para sueldos de obispos y sacerdotes. Nadie discute el prestigio de Cristo, mucho mayor que el de su iglesia; ni sobre los dineros p¨²blicos que perciben los eclesi¨¢sticos. Se trata s¨®lo -nada m¨¢s, nada menos- de cumplir y hacer cumplir la Constituci¨®n, que proclama bien alto la aconfesionalidad del Estado.
La ministra Mercedes Cabrera dijo la semana pasada que hay que retirar [de los colegios p¨²blicos] "cualquier s¨ªmbolo que pueda agredir o crear sensaci¨®n de agresi¨®n". Es una declaraci¨®n muy desafortunada. Al Gobierno no le compete juzgar sobre sensaciones, sino hacer que se respeten los derechos y las libertades constitucionales. Por cierto, las comunidades donde perduran m¨¢s crucifijos en los edificios p¨²blicos son las gobernadas por los socialistas, como Andaluc¨ªa. Es paradoja extravagante y da que pensar.
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