La canci¨®n del verano
Y una vez m¨¢s, los dedos se tropiezan en la misma tecla. Ella levanta la cabeza, mira a su marido, ¨¦l le devuelve la mirada, y los dos sonr¨ªen sin hacer ruido al escuchar, por en¨¦sima vez, la misma palabrota en la voz incierta, a ratos ronca, a ratos aguda, algunas veces un aut¨¦ntico pito, de su hija de 13 a?os.
-Vamos a ver Elisa, vamos a ver... grita ella sola, y desde el piso de arriba, los dos la escuchan como si pudieran verla, acalorada y sudorosa, furiosa con su torpeza, resoplando mientras intenta disciplinarse ante el teclado, advirti¨¦ndose a s¨ª misma con el dedo levantado. Ahora lo vas a hacer bien, ?me oyes? ?Ahora te va a salir bien!
Sus padres trabajan con la mitad de la cabeza puesta en la pantalla que tienen delante, y la otra, en unos imaginarios dedos cruzados, pendientes s¨®lo de los esfuerzos de la adolescente tumultuosa, hipersensible, absorta en su propia incomprensi¨®n, que colecciona novios por Internet y, sin embargo, no cultiva el favor de ninguno con la pasi¨®n, la entrega, la devoci¨®n sufriente, incondicional, que reserva para un amante siempre vivo, aunque muriera a mediados del siglo XVIII.
"Un d¨ªa cualquiera asisten al prodigio de la velocidad y la armon¨ªa. Los dedos se han vuelto d¨®ciles"
?Te acuerdas de cuando no te gustaba Bach? le pregunt¨® su madre hace poco, record¨¢ndola tal y como era hace dos a?os, cuando empez¨® a tocar echando pestes de aquel compositor tan solemne y polvoriento, anticuado, dec¨ªa, pesad¨ªsimo, que sonaba a misa, y a iglesia.
S¨ª, me acuerdo... y pone los ojos en blanco un instante antes de echarse a re¨ªr. ?Qu¨¦ gran error!
Y la casa entera vuelve a llenarse de m¨²sica, una ejecuci¨®n r¨¢pida, brillante, de los dos, los tres primeros pentagramas, los que se sabe de memoria, que se va haciendo m¨¢s lenta, m¨¢s indecisa, mientras camina hacia la tecla fat¨ªdica en la que se interrumpir¨¢ de nuevo. Y otra vez los dedos estrell¨¢ndose sobre el teclado, palabrotas, gritos, resoplidos.
Muy bien, pues vamos a hacer escalas, vamos a hacer escalas... y no existe concesi¨®n mayor, porque no le gustan, porque le aburren, porque siempre ha intentado salt¨¢rselas, pero est¨¢ dispuesta a sacrificarlas en el ara de los Peque?os preludios. De fa a fa... Y ahora de sol a sol...
As¨ª un d¨ªa, y otro, y otro m¨¢s. Mientras en el resto del mundo triunfan Bisbal o Shakira, el waka waka o Lady Gaga, en esa casa la canci¨®n del verano es Johann Sebastian Bach, por la ma?ana, por la tarde, por la noche, y a tope, porque aunque tiene un piano digital, se niega a ponerse los cascos. Y sus padres podr¨ªan protestar, como protestan sus hijos mayores, tendr¨ªan todo el derecho a imponer un poco de silencio, pero no lo hacen porque les conmueve esta lucha denodada, solitaria, de su hija contra s¨ª misma, nadando contra la corriente y a favor de la m¨²sica, el piano que ella escogi¨® por su propia voluntad en una familia donde nadie sabe tocar un instrumento, en una pandilla donde todos sus amigos que estudian m¨²sica tocan la guitarra el¨¦ctrica, el piano que le ense?¨® que las obras de Bach la hacen feliz, m¨¢s feliz que ning¨²n otro compositor, m¨¢s que ninguna otra cosa, infinitamente m¨¢s de lo que calculaba cuando empez¨® a tocar el piano.
-Y ya no escribo las notas en las partituras, ?sab¨¦is? Por eso voy m¨¢s despacio, pero no pienso volver a escribir en las partituras nunca m¨¢s, porque eso es rebajarme.
Son estas declaraciones solemnes, indicios de una madurez que a¨²n est¨¢ lej¨ªsimos de todos los restantes aspectos de su vida, las que conmueven a sus padres hasta el punto de que hayan aceptado vivir con los aciertos y los errores de su hija en la cabeza. Y entonces, un d¨ªa cualquiera, a cualquier hora, asisten al prodigio de la velocidad y la armon¨ªa, porque los dedos rebeldes se han vuelto d¨®ciles, la monta?a infranqueable se ha convertido en llanura, y el punto negro donde el preludio se atascaba para hundirse invariablemente ha desaparecido, aunque s¨®lo sea para ceder su lugar a otra nota del quinto pentagrama, en la que todo vuelve a empezar.
Te voy a decir una cosa la misma furia, los mismos sudores, los mismos resoplidos, y el dedo de las advertencias importantes tan tieso como antes, como siempre. T¨² esto lo vas a tocar, ?me oyes? ?Lo vas a tocar!
En cada escollo que supera, sus padres tienen que aprender a escuchar bien tocada una pieza que se hab¨ªan acostumbrado a escuchar mal, y al principio hasta les cuesta trabajo reconocerla. Y as¨ª va pasando el verano, escurri¨¦ndose entre las teclas, de error en error, de pausa en pausa, de juramento en juramento, mientras, uno por uno, van cayendo los pentagramas y los dedos se afirman, se apoderan de s¨ª mismos, ganan seguridad, confianza, destreza, hasta que Bach empieza a sonar a Bach, pero nunca por siempre, nunca del todo, porque tras cada pieza conquistada, ya est¨¢ gui?ando el ojo otra m¨¢s larga, m¨¢s complicada, m¨¢s dif¨ªcil, a la que la pianista se lanzar¨¢ de cabeza como a un oc¨¦ano encrespado y tormentoso para que todo vuelva a empezar de sol a sol.
Igual que una escala. O como la vida misma.?
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