Hasta el d¨ªa en que me vaya
La adolescencia y la primera juventud, edades que excepto entre los muy ricos, los muy guapos, los fervientemente apegados a una causa (con cimientos o sin ellos) o los moderadamente tontos suelen estar acompa?adas de la incertidumbre, el miedo, los complejos y la inseguridad, acostumbran a so?ar para evadirse o consolarse de una realidad que les asusta, de la que se sienten excluidos o precozmente perdedores. Buscan fetiches, modelos est¨¦ticos, algo (mejor que alguien concreto, tan inalcanzable) que amar.
El cine encarnaba ese impagable refugio para los que se sent¨ªan perdidos o precozmente derrotados. Otros compagin¨¢bamos ese amor con los libros (jam¨¢s los que te obligaban a leer), el sexo alquilado, el juego, la m¨²sica.
Trueba y yo fuimos al ¨²ltimo recital de Brassens en Par¨ªs; le llevamos una botella de vino y chorizo
La memoria inmediata puede ser fr¨¢gil, pero la sentimental es imborrable. O no, dependiendo de los estragos del Alzh¨¦imer y la senilidad. Y yo recuerdo que sufriendo una resaca permanente, un amigo fraternal con el que te entend¨ªas sin necesidad de las palabras despertaba mis existenciales brumas cuando ¨¦l volv¨ªa a media tarde de aquella aborrecible y desinformada facultad de Ciencias de la Informaci¨®n oblig¨¢ndome a escuchar a histriones maravillosos como Ferr¨¦ y Brel, pero ante todo me exig¨ªa que escuchara a un cantante nada espectacular, enga?osamente mon¨®tomo, acompa?ado de su guitarra y de un contrabajo, que se llamaba Georges Brassens. Si mi franc¨¦s de bachillerato no entend¨ªa plenamente lo que contaba este fulano, ¨¦l me lo traduc¨ªa con emoci¨®n contenida. Esa voz hablaba de las nubes grises que no pod¨ªan intuir el futuro de los que se picoteaban en los bancos p¨²blicos, de los desenfrenados gorilas cuyos instintos tienen que elegir entre follarse a una vieja o el juez que dictaba sentencias de muerte, de morir por las ideas aunque con muerte lenta, de la s¨²plica para ser enterrado en la playa de S¨¨te. Esa voz, ese tono, esa atm¨®sfera, esa forma de hablar de las sensaciones m¨¢s perdurables con tanta iron¨ªa, complejidad, sabidur¨ªa, provocaci¨®n, naturalidad, lirismo del bueno, transgresi¨®n. Ten¨ªamos la suerte de que uno de los grandes poetas del siglo veinte tuviera la generosidad de transmitirnos su mundo a trav¨¦s de su propia voz, de eso tan popular llamado canciones, que no fuera un maldito, que contando cosas tan subversivas pudiera enamorar al arist¨®crata y al plebeyo.
El amigo que me regal¨® ese descubrimiento, la sensaci¨®n de que pod¨ªas sentirte menos solo y de que el universo ten¨ªa un autor que hablaba de luz, sombras, alegr¨ªa, paradojas, melancol¨ªa, tristeza, explicaci¨®n, monstruos, contradicciones poesia, se llamaba Fernando Trueba. En el a?o 75 (o 76 o 77; habla memoria...) una amiga maravillosa llamada Dolores Devesa, que ten¨ªa una casa muy grande, dinero, humor, sabidur¨ªa, humanidad, nos invit¨® a Fernando y a m¨ª a ver el ¨²ltimo recital de Brassens en Par¨ªs, en la legendaria sala Bovino. Le llevamos al aparente ogro un chorizo y una botella de vino. Juro que recibi¨® a espa?oles tan raros y an¨®nimos (Fernando contin¨²a estr¨¢bico, mi acn¨¦ juvenil permanece) con una cordialidad que me hace llorar. Ten¨ªa su jersey abrochado hasta la ultima fila, la pipa de vez en cuando en la boca, la cordialidad ante gente muy joven que le amaba, venida de un pa¨ªs subdesarrollado. He imaginado, o a lo mejor es real, que espi¨¢bamos lo que pod¨ªa ocurrir en Bovino despues de despedirnos de Brassens. Juro por mi pr¨®stata que despu¨¦s vimos aparecer desde las sombras a una mujer guapa en un coche negro.
Vivo solo, enamorado, razonablemente feliz. Cuando entro en mi casa veo un mu?eco gigante de Humphrey Bogart que siempre asusta, aunque estemos familiarizados con ¨¦l mi novia, mi asistenta y yo. Pero tambi¨¦n est¨¢ un retrato inquietante de Miles Davis cuando cambi¨® por tercera vez la historia de la m¨²sica en In a silent way. Tambi¨¦n estan mis ni?os, o sea, los hijos de mis amigos, mis ahijados, los cr¨ªos que no he tenido y que me proporcionan felicidad duradera. Y est¨¢ el anciano John Ford, mirando con un parche en su ojo el ojo de la c¨¢mara. Y est¨¢ Brassens, deseando sus mejores deseos a un chaval de veinte a?os con el que no ten¨ªa nada que ganar. Gracias Brassens, hasta el d¨ªa en que me vaya.
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