Las amantes
El parque nacional de Acadia ocupa buena parte de la peque?a isla del monte Desierto, situada frente a la costa de Maine, a solo una milla del continente. La isla fue descubierta -aunque la correcci¨®n pol¨ªtica pone comillas al adjetivo- por el explorador franc¨¦s Samuel de Champlain en 1604, por lo que muchos de sus top¨®nimos reflejan la lengua de los primeros colonos. Territorio disputado por brit¨¢nicos y franceses, durante casi dos siglos estuvo habitada ¨²nicamente por sus pobladores ind¨ªgenas, de la naci¨®n wanabaki, tropas militares y algunas colonias de pescadores y cazadores.
Hacia mediados del XIX algunas familias plut¨®cratas de Filadelfia y Nueva York, estimuladas por las pinturas de artistas tardorrom¨¢nticos, comenzaron a fijarse en aquel agreste territorio como lugar id¨®neo para sus residencias r¨²sticas de verano. As¨ª comenz¨® la larga historia de Mount Desert Island como uno de los destinos tur¨ªsticos favoritos de los estadounidenses. Ahora la isla recibe a centenares de miles de visitantes, principalmente en verano y oto?o (en invierno la temperatura puede llegar a 25? bajo cero), atra¨ªdos por sus dram¨¢ticos paisajes, sus umbr¨ªos bosques, y una fauna n¨®rdica protegida (y muy visible) que hace las delicias de los ni?os.
Marguerite Yourcenar y Grace Frick vencieron la desconfianza de sus puritanos vecinos, que recelaban de aquellas dos mujeres
En 1950, cuando Marguerite Yourcenar y su amante, la traductora Grace Frick, decidieron asentarse definitivamente en un modesto cottage al sur de la isla, buscaban sobre todo la clase de tranquilidad que solo proporcionan los lugares retirados. A su morada la llamaron Petite Plaisance (Peque?o Recreo) y todav¨ªa hace honor a su nombre. No es una vivienda lujosa, y ni siquiera da al mar porque sus inquilinas no pudieron adquirir nada mejor: por eso se encuentra en segunda l¨ªnea, tras la parcela que perteneci¨® a Mary Rockefeller.
Hoy la casa y su jard¨ªn, que se conservan tal quiso Madame -que es el nombre que todav¨ªa dan a la escritora los habitantes del pueblo de Northeast Harbor-, pueden visitarse durante los meses c¨¢lidos, aunque su responsable me confes¨® que acude poca gente, sobre todo franceses y canadienses. Se trata, claramente, de la residencia de dos escritoras: los libros se agolpan en todas las peque?as habitaciones, cuidadosamente ordenados por siglos. Ni el mobiliario ni los adornos son notables, solo reflejan los gustos e intereses personales de dos mujeres con poco dinero: reproducciones de Piranesi y de bustos antiguos (incluido el del emperador Adriano), souvenirs de multitud de viajes, un par de docenas de azulejos de Delf.
Marguerite y Grace terminaron venciendo la desconfianza de sus puritanos vecinos, que recelaban de aquellas dos mujeres cuyo voluntario desali?o indumentario no contribu¨ªa a disimular su sexualidad. Aqu¨ª vivieron, trabajaron, se amaron y -tambi¨¦n- se soportaron durante 29 a?os (Grace muri¨® en 1979). Y aqu¨ª sigui¨® viviendo y escribiendo Marguerite hasta que le lleg¨® su hora (1987): nunca quiso regresar definitivamente a Francia, a pesar de que, mucho antes de convertirse en la primera mujer miembro de la Acad¨¦mie Fran?aise (1980), era ya una escritora muy le¨ªda y un personaje p¨²blico. Y no solo a causa de sus libros: en 1968 escribi¨® a Brigitte Bardot una c¨¦lebre carta en la que denunciaba la masacre de focas reci¨¦n nacidas en Canad¨¢, consiguiendo implicar a la popular actriz en lo que llegar¨ªa a ser un importante movimiento de protesta ecologista.
Entrar en las casas de escritores fallecidos y admirados tiene siempre algo de decepcionante. La devoci¨®n de sus responsables tiende a convertirlas en santuarios en los que se enfatiza a posteriori objetos y detalles que no tuvieron relevancia en vida de los que la habitaron, como si con ello se quisiera gui?ar el ojo al visitante. En Petite Plaisance, sin embargo, reina una atm¨®sfera de autenticidad. Quiz¨¢ porque, m¨¢s que una "casa de escritor", uno se encuentra con el muy vivido hogar de dos amantes de larga duraci¨®n. Y lo cierto es que todo resulta tan de verdad que uno espera verlas aparecer por la puerta del jard¨ªn de un momento a otro.
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