Aprender a discrepar: la polarizaci¨®n del debate educativo
Los peores h¨¢bitos de la vida pol¨ªtica que reflejan los medios y las redes sociales se reproducen en el ¨¢mbito educativo
Adem¨¢s de Los Beatles y alguna cosa m¨¢s que ahora no viene al caso, Inglaterra ha hecho dos grandes contribuciones a la civilizaci¨®n: la primera es la noci¨®n de ¡°acordamos discrepar¡± cuando no se consigue un acuerdo (we agree to disagree), la segunda, el bell¨ªsimo aserto de Oscar Wilde, tal vez el m¨¢s ingl¨¦s de los escritores irlandeses, ¡°los modales han de ir antes que la moral¡± (manners before morals). Ambas contribuciones son manifestaciones pr¨¢cticas, tal vez incluso indicadores inequ¨ªvocos, del aprendizaje de la discrepancia. Las ventajas individuales y colectivas de haber realizado ese aprendizaje podr¨ªan estar a la misma altura que las correspondientes a otros aprendizajes muy b¨¢sicos, desde la lectura y la escritura hasta el control de esf¨ªnteres. Aprender a discrepar es imprescindible para la convivencia democr¨¢tica, el abordaje y transformaci¨®n de los conflictos, y para un sano debate p¨²blico ¨Dy privado¨D como mecanismo de creaci¨®n de consensos sobre los que construir y sostener el bienestar social.
Una de las consecuencias de la politizaci¨®n creciente del debate educativo es que cada vez se habla menos de pol¨ªtica(s) educativa(s) y m¨¢s de pol¨ªtica en la educaci¨®n. Y la mejor manera de comprobarlo es ver c¨®mo el debate p¨²blico se caracteriza precisamente por la incapacidad, por parte de muchos actores, de discrepar civilizada, educada y democr¨¢ticamente. Los peores h¨¢bitos de la vida pol¨ªtica que reflejan los medios y las redes sociales se reproducen en el ¨¢mbito educativo. Para empezar, la discrepancia no se ejerce desde la refutaci¨®n de las tesis ajenas sino con meras argumentaciones ad hominem, es decir, la descalificaci¨®n personal del discrepante. Adem¨¢s, la vuelta de tuerca a la polarizaci¨®n que nos han tra¨ªdo las redes sociales parece estar llevando a la desaparici¨®n de posturas moderadas en cualquier discusi¨®n, es decir, las de quienes tienen dudas, ven valor en las razones a favor y en contra y est¨¢n abiertos a dejarse convencer por datos y buenos an¨¢lisis.
No haber aprendido a discrepar agudiza el llamado sesgo de confirmaci¨®n, enfermedad moral de gravedad extrema, por la que uno est¨¢ constantemente de acuerdo consigo mismo y con los suyos, tomando posici¨®n en cualquier tema no en funci¨®n de la evidencia o de la potencia de los argumentos, sino de la posici¨®n que tome el rival-enemigo. Si ¨¦ste se posiciona a favor, yo lo har¨¦ en contra, y viceversa. E incluso votar¨¦ contra mis intereses siempre que perciba que ese voto haga todav¨ªa m¨¢s da?o a mis enemigos del que me hace a m¨ª. El sesgo de confirmaci¨®n deja a las personas sin herramientas para distinguir entre hechos y opiniones o, lo que es todav¨ªa m¨¢s peligroso, para distinguir entre hechos y sentimientos. ?Cu¨¢nto puede aguantar en buen estado una democracia si la mayor parte de sus ciudadanos no son capaces de hacer esas higi¨¦nicas distinciones?
Discrepar de una opini¨®n atacando y calumniando a la persona que la plantea es tan antidemocr¨¢tico como ¨¦ticamente reprobable, y tan incivilizado como poco inteligente. Cuando rebatimos una opini¨®n negando legitimidad a quien la sostiene dadas sus caracter¨ªsticas personales, sus antecedentes, experiencia o supuestos intereses, pensamos, m¨¢gicamente, que la cancelaci¨®n de la persona basta tambi¨¦n para cancelar su argumento. Pero la cosa es m¨¢s bien al rev¨¦s: si obviamos rebatir el argumento creyendo que es m¨¢s efectivo y eficiente destruir la credibilidad de la persona por razones espurias, en realidad estamos dejando vivo el argumento, asumiendo sin querer que pudiera ser bueno. Quien calla otorga, se dice en castellano, y justo eso ocurre aqu¨ª. Apuntar a la persona en lugar de a su opini¨®n implica dar por bueno que el di¨¢logo democr¨¢tico, el debate de ideas o la construcci¨®n de consensos son frusler¨ªas prescindibles y engorrosas. S¨®lo lo que es divisivo parece dar dividendos, valga el juego de palabras. Lo que cuenta es la confrontaci¨®n personal, doblar el pulso al rival y, a ser posible, hacerlo desaparecer, v¨ªa cancelaci¨®n p¨²blica o, llegado el punto, por qu¨¦ no, tambi¨¦n f¨ªsicamente.
La democracia se aprende, igual que se aprende la corrupci¨®n. Se aprende a dejarse convencer y a cambiar de opini¨®n, igual que se aprende la intransigencia y la noci¨®n de que rectificar es s¨ªntoma de debilidad. Todo esto se puede aprender en casa y en la calle, pero tambi¨¦n en la escuela y en las redes sociales. En el caso de estas ¨²ltimas, se produce un conflicto de inter¨¦s de manual: dif¨ªcilmente puede tomar decisiones en favor de la concordia, el consenso y la reducci¨®n de la polarizaci¨®n quien se ha encontrado con que el odio, la divisi¨®n y la polarizaci¨®n son sus fuentes de ingresos. En cuanto a la escuela, aunque no exista la asignatura de aprender a discrepar (ni en mi opini¨®n deber¨ªa existir, aclaro), parece cada vez m¨¢s urgente tomarse en serio ese aprendizaje o, si se prefiere, esa competencia. Es una cuesti¨®n de alfabetizaci¨®n democr¨¢tica que nuestro sistema educativo no puede eludir. En las universidades estadounidenses, los cursos introductorios en los primeros a?os de los grados suelen llevar el c¨®digo 101, que vendr¨ªa a ser la identificaci¨®n de los principiantes. En esta era de la polarizaci¨®n, a todo ciudadano le vendr¨ªa bien un Aprender a Discrepar 101.
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