Cautivos
Nunca se ha hablado tanto como ahora, y nunca se ha tenido tan poca conciencia de hablar tanto
Yo creo que nunca se ha hablado tanto como ahora y que nunca se ha tenido tan poca conciencia de hablar tanto. Es como una enfermedad. A veces, en un tren o en la sala de espera de un aeropuerto, oigo a alguien charlar por tel¨¦fono y me pregunto si su interlocutor se habr¨¢ dormido, o habr¨¢ dejado su m¨®vil y se habr¨¢ puesto a sus cosas. Lo que es seguro es que no habr¨¢ sido capaz de meter baza, de soltar una parrafada, a lo sumo estar¨¢ intercalando de tarde en tarde un ¡°Ya¡± o un ¡°Aj¨¢¡±, no habr¨¢ encontrado resquicio para m¨¢s. Ya que estoy obligado a escuchar la riada, intento enterarme al menos de lo que cuenta el verborreico, de comprender el problema que plantea o seguir su narraci¨®n. Casi nunca hay manera. La catarata es desordenada, digresiva hasta el infinito, ni siquiera se produce eso que a todos nos ocurre a veces, pararnos un instante y preguntarnos: ¡°?Por qu¨¦ estoy hablando de esto? ?Qu¨¦ me ha llevado hasta aqu¨ª? ?Cu¨¢ndo y por qu¨¦ me desvi¨¦ de lo que quer¨ªa decir? De hecho, ?qu¨¦ quer¨ªa decir, por qu¨¦ llam¨¦?¡± No, a menudo lo que o¨ªmos es un torrente sin ton ni son y sin fin, concluye s¨®lo cuando el hablador llega a destino o ve que su vuelo va a despegar, y en alguna ocasi¨®n cuando la otra persona, cautiva, anuncia que tiene que colgar, que no puede retrasar m¨¢s sus quehaceres. No es raro, sin embargo, que entonces el charlat¨¢n intente retenerla un poco m¨¢s: ¡°Bueno, pues adi¨®s. Ah, una ¨²ltima cosita¡±, que se convierte en un mont¨®n de minutos m¨¢s.
No es muy distinta la situaci¨®n sin tel¨¦fono por medio, por ejemplo en las tiendas, en las que los dependientes ¨Cgremio digno de compasi¨®n¨C suelen ser capturados por los clientes sin prisa, esos que preguntan ochocientas cosas o explican por qu¨¦ quieren comprar lo que quiz¨¢ acaben comprando, es un regalo para su sobrino, a quien el a?o anterior obsequi¨® algo que no le gust¨®, y es que los j¨®venes son dif¨ªciles de satisfacer, y de ah¨ª resulta f¨¢cil hilvanar todo un discurso sobre la incomunicaci¨®n entre las generaciones, o bien precisar que la hermana, la sobrina, s¨ª es en cambio contentadiza, resulta asombrosa la tendencia de mucha gente a radiar sus divagaciones mentales y a relatar su cotidianidad a quien se le ponga delante, venga o no a cuento y sin que medie una sola pregunta que desencadene el borbot¨®n. Si la voz de la m¨¢quina parlante es adem¨¢s desagradable o estridente (muchas hay as¨ª; nos fijamos poco en las voces, pero pueden ser instrumentos de tortura), no entiendo c¨®mo no se dan m¨¢s suicidios entre los dependientes, o c¨®mo no cometen asesinatos impremeditados. No me explico c¨®mo las tiendas no est¨¢n sembradas de cad¨¢veres.
Resulta asombrosa la tendencia de mucha gente a radiar sus divagaciones mentales
Yo me he sentido cautivo cuando me ha tocado dar una charla. Y no cautivo de m¨ª mismo, aunque uno sea proclive a enrollarse por temor al vac¨ªo y a decepcionar a los oyentes; sino de quien me presentaba en el lugar de turno. Me he acostumbrado a temer como a la peste dos frases iniciales frecuentes en los anfitriones: una es ¡°Voy a ser muy breve¡±, porque, extra?amente, quien anuncia eso siempre miente; la otra es ¡°El autor que hoy nos visita no necesita presentaci¨®n¡±, porque acto seguido empieza una retah¨ªla de cuanto he hecho en la vida, e incluso el presentador llega a ¡°pisarme¡± an¨¦cdotas o reflexiones que ha le¨ªdo en otra parte pero que el p¨²blico de ese d¨ªa no ten¨ªa por qu¨¦ conocer. He estado tentado de comenzar mi intervenci¨®n ¨Ccuando por fin se me ha cedido la palabra¨C diciendo: ¡°La verdad es que despu¨¦s de tan cabal exposici¨®n no me queda nada que a?adir¡±. Recuerdo una oportunidad, en una ciudad, en la que contaba con el tiempo justo para la charla y luego deb¨ªa correr a coger un tren. El presentador hablaba y hablaba y yo miraba el reloj y ve¨ªa c¨®mo se consum¨ªa el plazo sin poder decir ni mu. Se supon¨ªa que la gente hab¨ªa acudido para o¨ªr mis sandeces, no las del presentador. Pero a ¨¦ste le daba igual, o no se daba cuenta, no ten¨ªa conciencia de que pasaba el tiempo, de que yo me habr¨ªa de ir sin remedio sin apenas pronunciar palabra ni por supuesto firmar un solo ejemplar. Lo mismo me sucedi¨® otra vez en un instituto. Mi charla ocupaba una hora de clase, luego dispon¨ªa de s¨®lo esa hora y a los chicos los aguardaba otra clase inmediatamente despu¨¦s. No obstante, el profesor que decidi¨® presentarme (al cual sus alumnos ya o¨ªan a diario) habl¨® durante unos cuarenta minutos, y como no ten¨ªa visos de ir a parar, hubo un momento en que me atrev¨ª a sugerir: ¡°Esto casi que lo voy a contar yo mismo, que me lo s¨¦ mejor¡±, y as¨ª dispuse de un cuarto de hora, m¨¢s que nada para que los estudiantes no se sintieran totalmente estafados y estupefactos. Me pregunt¨¦ para qu¨¦ diablos se me hab¨ªa invitado a escuchar una conferencia sobre un sujeto para m¨ª tan sobado.
La cosa es general, no crean, y sucede en los ¨¢mbitos m¨¢s elevados. En los plenos de la Real Academia Espa?ola, a los que asisten unos treinta individuos no precisamente ignorantes, todo el mundo se lleva las manos a la cabeza (m¨¢s bien mentalmente, pero a veces resulta imposible que no se nos escape el gesto) cuando dos miembros toman la palabra, porque es seguro que nos impartir¨¢n una entera lecci¨®n a los dem¨¢s, de no menos de veinte minutos y remont¨¢ndose a la prehistoria. No hace falta que les diga que tambi¨¦n los acad¨¦micos estamos tan cautivos entonces como el m¨¢s paciente tendero, ese gremio tan sufrido y tan digno en verdad de compasi¨®n. T¨¦nganle piedad.
elpaissemanal@elpais.es
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