El silencio de Muro
S
E LLEGA a los lugares por tierra, mar o aire, pero se llega m¨¢s y mejor a trav¨¦s de la gente que vive en ellos y est¨¢ dispuesta a aclararte las cosas. ¡°?C¨®mo debe decirse? ?Muro de Alcoy o Muro ?d¡¯Alcoi?¡±, pregunt¨¦ a ?lex Llopis, que me hab¨ªa recogido en el aeropuerto para llevarme al pueblo. ¡°Lo mejor es decir Muro, sencillamente. La gente lo prefiere as¨ª, sin a?adidos¡±.
Ten¨ªa m¨¢s preguntas de ese estilo en la cabeza, porque no sab¨ªa c¨®mo llamar a la provincia, si Alacant o ?Alicante, y porque dudaba, al referirme a la lengua, entre valenciano o catal¨¢n; pero hac¨ªa sol, el cielo estaba raso, la luz se met¨ªa en todas partes, y lo que m¨¢s me apetec¨ªa era hablar de cuestiones meteorol¨®gicas. ¡°Estoy ahora mismo leyendo un libro de ?Tetsuro Watsuji¡±, dije a ?lex cuando ya llev¨¢bamos varios kil¨®metros por la autopista. ¡°Afirma que en el Mediterr¨¢neo, unos trescientos d¨ªas al a?o son de buen tiempo, y que si un griego de la ¨¦poca antigua hubiese sido empujado por el mar a las costas de Inglaterra, la melancol¨ªa de aquel clima le habr¨ªa hecho sentirse en el Hades. A m¨ª ahora me pasa al rev¨¦s. Vengo del Pa¨ªs Vasco y de un mes de lluvias, y me siento cada vez m¨¢s contento¡±. Era, indirectamente, un elogio del lugar, y ?lex lo acept¨® a medias. ¡°Aqu¨ª el problema es el agua¡±, dijo. Mir¨¦ por la ventanilla. La tierra era de color marr¨®n rojizo. ¡°Seg¨²n nos vayamos acercando a Muro, el paisaje se ir¨¢ volviendo m¨¢s verde¡±, coment¨® ?lex.
Paramos a comer y nos juntamos con Sergi Silvestre, un historiador que ahora se ocupa de la Concejal¨ªa de Cultura del Ayuntamiento de Muro, gobernado por Comprom¨ªs. Le pregunt¨¦ por el significado del nombre del restaurante, Maigm¨®. ¡°Es el nombre de la sierra colindante a la autov¨ªa¡±, dijo. Vi que en muchas mesas com¨ªan paella, pero yo ped¨ª gazpacho, porque es una sopa que tiene mucha luz, mucho cielo raso, mucho sol. ¡°El poeta Antonio Gamoneda escribi¨® un elogio a las lentejas¡±, dije. ¡°Pero no s¨¦ yo si se le hubiera ocurrido aqu¨ª. A m¨ª, desde luego, no. Lo ¨²nico que me viene a la cabeza es este verso: ¡®La paella es amarilla, y el gazpacho, naranja¡±. Tem¨ª que Sergi y ?lex se aburrieran de mi euforia meteorol¨®gico-gastron¨®mico-po¨¦tica y les pregunt¨¦ sobre el pasado de la zona. ¡°Ha estado poblada desde hace miles de a?os¡±, me respondi¨® ?lex, ¡°pero la influencia m¨¢s palpable quiz¨¢ sea la de los ¨¢rabes. Se nota en las fiestas. Como ya sabr¨¢s, las m¨¢s importantes son las de moros y cristianos¡±. Lo sab¨ªa y no lo sab¨ªa. En general, sabemos muy poco de los lugares que est¨¢n a m¨¢s de quinientos kil¨®metros de nuestra casa. ¡°El h¨¦roe rom¨¢ntico de la zona tambi¨¦n fue ¨¢rabe. Se llamaba Al Azraq y vivi¨® en el siglo XIII. Se sublev¨® varias veces contra Jaime I. Fue un rebelde¡±. No ten¨ªa ni idea, y as¨ª lo reconoc¨ª.
De nuevo en la autov¨ªa, Sergi me se?al¨® un pe?asco. Lo coronaba una fortaleza. ¡°Es el castell de Cocentaina. Hac¨ªa labor de vigilancia¡±. Le pregunt¨¦ por el nombre de la sierra en la que estaba enclavado. ¡°Se llama Mariola¡±. Luego me fue indicando las otras sierras. A la derecha, Aitana. Enfrente, Benicadell. ¡°Tambi¨¦n se la denomina Penya Cadell. En el Cantar del m¨ªo Cid aparece como Cadiella¡±.
Llegamos a Muro y me llev¨¦ una peque?a sorpresa, porque en mi mente, por una cadena de asociaciones ¨Csol, cielo azul, paella amarilla, gazpacho naranja¨C, se hab¨ªa formado la imagen de un pueblo blanco, de paredes encaladas. Y no, el color dominante era el marr¨®n claro, el ocre. ?No hab¨ªa llegado all¨ª la orden real de Carlos III por la que se obligaba a usar la cal por cuestiones de profilaxis? No debi¨® de llegar, y la localidad no hab¨ªa adquirido la blancura de los de Andaluc¨ªa o de los caser¨ªos vascos. Con todo, la particularidad urban¨ªstica del pueblo no era el color, sino los atzucacs, las callejas estrechas y sin salida. Me lo explic¨® Carmina Prats, la bibliotecaria: ¡°Es una herencia morisca. Las constru¨ªan as¨ª para que los cristianos no pudieran entrar en ellas en grupo y a caballo¡±. ¡°?Hasta cu¨¢ndo estuvieron aqu¨ª los moriscos?¡±, pregunt¨¦. ¡°Los expulsaron a principios del siglo XVII. En el reino de Valencia fueron 120.000, la tercera parte de la poblaci¨®n¡±.
Carmina y Sergi me llevaron a Turballos, una pedan¨ªa situada a un par de kil¨®metros del pueblo. En los muros de las casas, en las calles, en la peque?a plaza, la materia b¨¢sica era la piedra. No una piedra blancuzca, caliza ¨Csiempre un poco triste¨C, sino rosada o del color de la arena, amable. Corr¨ªa la brisa. El silencio era completo. Los ¨¢rboles parec¨ªan tranquilos. En un recodo apareci¨® una peque?a iglesia. En el interior, todo estaba en orden. ¡°En Turballos, el mundo parece m¨¢s estable¡±, pens¨¦ en el camino de vuelta. Pero no dije nada, porque Sergi estaba explic¨¢ndome las dificultades que hab¨ªa habido a la hora de recomponer el sistema tradicional de regad¨ªo. La estabilidad es siempre una ilusi¨®n.
¡°XXI Festa del Llibre. Pluja de Lletres¡±, anunciaba el programa, pero del 3 al 12 de junio de 2016 hubo m¨¢s cosas en Muro, no solo una lluvia de letras. Hubo paraules pintades, obras art¨ªsticas expuestas en los balcones; se proyect¨® una pel¨ªcula sobre Ovidi Montllor, muy recordado a¨²n; se present¨® el libro de Mila y Ana Valls La cuina de la Serra de Mariola; el tr¨ªo de Joan Soler dio un concierto; el grupo de teatro Escudella Somnis represent¨® Adulteris. Hubo tambi¨¦n conferencias y, para redondearlo todo, una decena de intervenciones escolares: Passeig amb el Quixot, Hip-Hop Quixot, Buscant el Quixot¡
El silencio era completo. Los ¨¢rboles parec¨ªan tranquilos. En un recodo apareci¨® una peque?a iglesia.
Carmina me llev¨® al aeropuerto, pero no por la autov¨ªa, sino por las carreteras de la monta?a. Cielo azul, como la v¨ªspera, pero ahora, en lugar de la paella amarilla y del gazpacho color naranja, ¨¢rboles: olivos, cerezos y almendros. Pronto, en un pueblo llamado Alcal¨¢ de la Jovada, una fuente con la efigie de Al Azraq, el rebelde morisco que ¨Cahora lo sab¨ªa, lo hab¨ªa le¨ªdo en un libro que me regal¨® el poeta Joan Jord¨¤¨C ten¨ªa los ojos coberts de mar, azules. Seguimos viaje ¨Cm¨¢s cerezos, m¨¢s almendros, m¨¢s olivos¨C y llegamos a La Vall d¡¯Ebo, al restaurante Foc i Brasa. El ambiente era di¨¢fano, fresco. Sonaba una m¨²sica que hoy, en el estrecho mundo en que vivimos, resulta rara de o¨ªr: una canci¨®n italiana. No era Azzurro, de Adriano Celentano, pero bien podr¨ªa haberlo sido. Sobre el mostrador, un transistor blanco. Pregunt¨¦ al due?o sobre aquella emisora que parec¨ªa tan rebelde como Al Azraq y luchaba contra Los 40 Principales. ¡°Es Radio Pego¡±. ¡°?Pego?¡±. ¡°S¨ª, es un pueblo que est¨¢ aqu¨ª al lado¡±. Salimos a la terraza del bar, alta, con vistas, y yo tom¨¦ el primer trago de cerveza del d¨ªa y unas aceitunas. Sent¨ªa un gran bienestar.
Volvimos a ponernos en marcha, cap a l¡¯autovia, hacia el aeropuerto. Vimos que algo se mov¨ªa en la carretera. Era una serpiente. Carmina aminor¨® la marcha y esper¨® a que acabara de cruzar. ¡°Otra prueba m¨¢s de que estamos cerca del para¨ªso¡±, dije. Siempre que se nombra el para¨ªso hay exageraci¨®n, pero me pareci¨® que all¨ª, en el norte de Alicante, tampoco era tanta.
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