El c¨ªrculo de Moise
Relato del d¨ªa a d¨ªa de un ni?o sin escolarizar que trabaja en plantaciones de cacao de Costa de Marfil
No ha sido una buena cosecha, no llueve, el arroz no ha crecido y la mandioca se ha echado a perder. Es dif¨ªcil llegar a todas las raciones para la escuela de Bodouakro, en Costa de Marfil. Ni los panes ni los peces se reproducen en un plato. No. Pero algo de milagro tiene esto. Hoy comer¨¢n m¨¢s de 200 ni?os. Por el ventanuco del comedor encuentro los ojos de Moise, de 10 a?os. Nos conocimos esta ma?ana. Entonces no sonre¨ªa. O s¨ª, pero le puede la timidez y pega la barbilla al cuello. Lleva un machete tan largo como su brazo, que tiene varios cortes. Un machete que me transporta a la cocina de una casa del mal llamado primer mundo (?primeros en qu¨¦? otro d¨ªa debatimos) y a la escena de p¨¢nico cuando uno de nuestros ni?os agarra un cuchillo. Boom. De frente.?
Moise maneja el machete con tal destreza que sus cortes en m¨ª habr¨ªan supuesto rebanarme dos dedos, m¨ªnimo. Pero no sabe coger un l¨¢piz. Nunca lo ha hecho. Desde hace cinco a?os, la mitad de su vida, el machete es lo primero que agarra al despertar en el suelo de su choza de adobe, junto a su abuelo, Dibi Yao.? A su lado est¨¢ seguro. El padre de Moise no se quiso hacer cargo de ¨¦l cuando supo que ven¨ªa en camino. Su madre lo crio hasta que recibi¨® la primera llamada del progenitor: ¡°soy yo, y quiero llevarme a Moise. Lo har¨¦. Debes saberlo¡±.
Moise crec¨ªa y pronto ser¨ªa ¨²til para su padre. Solo eso: ¨²til. Un chico fuerte, mano de obra.? Dibi Yao jur¨® que nadie lo robar¨ªa. Y as¨ª lleg¨® Moise a casa de su abuelo. Ten¨ªa cinco a?os y desde entonces han intentado llev¨¢rselo varias veces. Dibi jur¨®. Y los juramentos que nacen de ese punto en el que confluyen coraz¨®n y est¨®mago son inmunes a hechizos, brujer¨ªas baratas y pu?os untados en testosterona.?
Ocho de la ma?ana. En silencio, abuelo y nieto caminan hacia la plantaci¨®n de cacao. Uno y mil d¨ªas iguales. Solo los tiempos de la cosecha marcan la diferencia: semanas limpiando el campo, semanas recogiendo el cacao, semanas traslad¨¢ndolo a los secaderos¡ Cacao que Moise nunca probar¨¢. El cacao soluble es para nuestras cocinas, las de la hiperprotecci¨®n ante un cuchillo desdentado.
No se puede estudiar con el est¨®mago vac¨ªo, y mucho menos si has de caminar hasta 14 kil¨®metros, como en algunos casos
Por el camino se ha cruzado con una nube de cuadros azules y blancos, los uniformes de las ni?as que van a la escuela. Las camisas de los ni?os tienen el mismo color que la tierra seca que Moise llevar¨¢ de vuelta a casa en las manos, en la cara y en los pies. ¡°Si estamos cansados regresamos a casa a las tres de la tarde. Si podemos, aguantamos hasta las cuatro o las seis¡±, me cuenta Dibi Yao sin apartar la mirada que rasga una sonrisa en la que cualquiera se quedar¨ªa a dormir. Dibi siempre sonr¨ªe. Y abraza con los ojos. Ahora entiendo por qu¨¦ Moise se siente tan seguro.
En los campos de cacao, de cacahuete, de ?ame¡, en minas ilegales, en la venta ambulante, en el transporte de bidones de agua¡ Hay m¨¢s de tres millones de Moise en Costa de Marfil y otros tantos Dibi Yao que ni siquiera meten la mano en los bolsillos buscando unos FCFAS (moneda local) con los que pagar la escuela de sus ni?os, porque no hay monedas ni bolsillos. Ni panes. Ni peces. Ni milagros.?
¡°Nunca he ido a la escuela, ni Moise. Y yo, como ¨¦l, apenas s¨¦ hablar franc¨¦s. No s¨¦ leer ni escribir¡±, dice Dibi en una de las pocas veces en las que aparta la mirada, en un intento de bajarle el sonido a una frase que aun siendo muda retumbar¨ªa, porque sabe que su nieto y ¨¦l son la misma imagen en el espejo del analfabetismo: ¡°me duele verme as¨ª, me hace mucho da?o¡±. Y como queriendo quitar una posible losa ca¨ªda sobre su interlocutora, levanta la cabeza y vuelve a sonre¨ªr. ¡°Claro que querr¨ªa que Moise fuera a la escuela, pero no puedo pagarla¡±. Conversa con su nieto en Baoul¨¦ y le arranca las palabras que yo no he conseguido. ¡°Dice que quiere ser profesor. Y yo que lo sea¡±.
No hay monedas ni bolsillos. Ni panes. Ni peces. Ni milagros.
El a?o pasado la ONG Global Humanitaria, gracias a las donaciones de particulares que forman parte del sistema de apadrinamiento, financi¨® las tasas de matriculaci¨®n de los 317 alumnos censados entonces en la escuela de Bodouakro. Algo m¨¢s de nueve euros por ni?o, una fortuna millonaria para las cuentas vac¨ªas de quienes solo ingresan la n¨®mina imaginaria firmada por un campo de cultivo que tampoco aprendi¨® a escribir. La escuela de Bodouakro fue construida por Global Humanitaria en 2011. Dos bloques en forma de ele, de tres aulas cada uno, para alumnos de primaria, de entre 6 y 12 a?os.
En medio una explanada por fin limpia de residuos, porque en el lateral del aula de CM1 levantamos una bater¨ªa de letrinas. La ele se convirti¨® en una u cuando construimos el comedor escolar. Un plato de comida al d¨ªa. No se puede estudiar con el est¨®mago vac¨ªo, y mucho menos si has de caminar hasta 14 kil¨®metros, como en algunos casos. Cada d¨ªa. Ida y vuelta. Y es as¨ª, mejorando el acceso a la educaci¨®n, incentivando las matriculaciones, reduciendo los niveles de malnutrici¨®n y poniendo en manos de los ni?os herramientas para el desarrollo, como se detiene el ciclo de trabajo infantil.
El de ahora y el germen del de ma?ana. Es as¨ª como se afila el machete que lleva en la empu?adura nuestro nombre como sociedad, el que raja el c¨ªrculo de pobreza que atrapa a Moise. Aquel mediod¨ªa, cuando me encontr¨¦ su mirada en el ventanuco, estaba supervisando el funcionamiento del comedor. Sonaba el traj¨ªn de platos y el m¨¢s gozoso de los jolgorios, el de las risas espoleadas por una raci¨®n de arroz. Moise no pisa el comedor ni la escuela que est¨¢n solo unos metros de su casa, pero observa las escenas como si fuera invisible. ¡°?Quieres pasar y comer, Moise?¡± Y aquella cara de 10 a?os me devolvi¨® la sonrisa del viejo Dibi.
Cristina Saavedra es directora de proyectos de Global Humanitaria en Costa de Marfil.
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