La espiral y el ant¨ªdoto
Transferir la culpa de la radicalizaci¨®n a los ciudadanos es una falacia

Los s¨ªntomas de radicalizaci¨®n de la pol¨ªtica en Espa?a no se limitan a la irrupci¨®n de un partido ultraderechista como Vox en las encuestas, que, de cumplirse sus pron¨®sticos, lo convertir¨ªan en ¨¢rbitro del poder auton¨®mico y municipal a partir de las elecciones de mayo. Aunque se diriman en ¨¢mbitos ideol¨®gicos diferentes, y en ocasiones contrapuestos, tambi¨¦n son fruto directo o indirecto del creciente desplazamiento a los extremos la renuncia de candidatos electorales del Partido Popular, tras el endurecimiento del discurso oficial en su ¨²ltima convenci¨®n, as¨ª como la deriva nihilista de un independentismo catal¨¢n cada vez m¨¢s fracturado, a consecuencia de su pasivo sometimiento a los intereses personal¨ªsimos de un pr¨®fugo con vocaci¨®n de caudillo.
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Transferir la responsabilidad de la creciente radicalizaci¨®n a los ciudadanos, ampar¨¢ndose en la falacia de que los l¨ªderes pol¨ªticos son d¨®ciles portavoces del sentimiento general de un electorado, cuando no de un pueblo, corre el riesgo de convertir en imparable una peligrosa espiral que la experiencia propia y ajena exigir¨ªa detener de inmediato. Aun en el improbable supuesto de que la radicalizaci¨®n fuera resultado de una reclamaci¨®n ciudadana, el deber de los partidos ser¨ªa enfrentarse resueltamente a ella para desactivarla, no invocarla con fines exculpatorios. Por otra parte, la idea de que es posible endurecer los discursos electorales para obtener cotas de poder desde las que, una vez alcanzadas, proceder a moderarlos, equivale, sencillamente, a jugar con fuego.
La urgente necesidad de que la pol¨ªtica espa?ola regrese a un territorio de centralidad no tiene que ver tanto con la actitud de los partidos, por m¨¢s que los estilos pendencieros hoy normalizados por la crispaci¨®n sean inaceptables desde el punto de vista democr¨¢tico, cuanto con la agenda sobre la que establecer los acuerdos y los desacuerdos. Nadie deber¨ªa llamarse a enga?o: la reducci¨®n del territorio de la centralidad que amenaza con descomponer la arquitectura institucional de 1978 no es consecuencia de las divergencias entre fuerzas pol¨ªticas acerca de los problemas a los que se enfrenta el pa¨ªs, sino de una interesada selecci¨®n de esos problemas a fin de subrayar las divergencias, haci¨¦ndolas irreductibles con fines electorales.
La semilla del extremismo ha sido plantada, sin duda, por el independentismo catal¨¢n y su utilizaci¨®n sectaria de unas instituciones que gobierna, pero que son de todos. El ¨²nico triunfo al que puede aspirar, y al que seguramente aspira en su fuero m¨¢s ¨ªntimo, no es alcanzar una independencia imposible, sino provocar un deterioro del sistema constitucional que permita presentar el programa de la secesi¨®n como su consecuencia irremediable, cuando, en realidad, ese programa habr¨¢ sido su causa. En manos de los partidos no independentistas est¨¢ desenmascarar esta estratagema, tomando conciencia de que el independentismo no puede poner en peligro la unidad de Espa?a, aunque lo pretenda, pero s¨ª el bienestar alcanzado bajo la Constituci¨®n de 1978.
Desterrar la agenda que est¨¢ aniquilando el territorio de la centralidad exige una condici¨®n que ser¨ªa su ¨²nico ant¨ªdoto: responder al independentismo desde el consenso, no desde un oportunismo que se vale de cualquier desaf¨ªo para debilitar al Gobierno de turno, sin reparar en los costes para el Estado. Es ese consenso el que permitir¨ªa que, por encima del est¨¦ril conflicto entre rancios mitos nacionales, aflorasen las necesidades de un pa¨ªs que solo deber¨ªa encontrar motivos para el orgullo, no en los pasados heroicos, sino en la solidaridad con los m¨¢s d¨¦biles y en la igualdad de oportunidades que garantice para todos.
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