Contra la indignaci¨®n
Nada es completamente personal, justamente porque es pol¨ªtico
Indignarse e indignar se ha convertido en el objetivo pol¨ªtico por excelencia de la actualidad. No por nada uno de los movimientos pol¨ªticos m¨¢s importantes de las ¨²ltimas d¨¦cadas se llam¨® ¡°los indignados¡±, derivados del manifiesto del venerado exdiplom¨¢tico franc¨¦s St¨¦phane Hessel: ?Indignaos! Otra clase de indignaci¨®n, pero basada en una misma impaciencia, es la que alimenta a la mayor parte de los votantes de Trump o Bolsonaro. Se sienten cohesionados por un descontento ante sus condiciones en un mundo globalizado.
Twitter, la herramienta con la que los l¨ªderes de esa indignaci¨®n se comunican con sus seguidores, se basa en la construcci¨®n y deconstrucci¨®n de comunidades virtuales unidas tambi¨¦n por la protesta que produce tal o cual declaraci¨®n, imagen o v¨ªdeo corto de la comunidad contraria. As¨ª, la base de la estrategia pol¨ªtica de cualquier signo se basa hoy en ofender de manera personal e ¨ªntima al oponente para que, al perder la compostura, ¨¦ste se descalifique ¨¦l mismo del juego.
¡°Todo es personal¡±, explic¨® el poeta Antonin Artaud a algunos de los psiquiatras que intentaban mantener a raya su paranoia. Esta frase, dicha por el m¨¢s l¨²cido de los dementes, se ha convertido de alguna forma hoy en un lugar com¨²n bajo la forma menos directa de que lo personal es pol¨ªtico, el lema que est¨¢ en el centro de las reivindicaciones del feminismo desde la Segunda Ola. Una idea que lleva naturalmente a su contrario: o sea que todo lo pol¨ªtico es personal. De ah¨ª que necesitemos para preocuparnos por guerras, hambrunas o crisis pol¨ªticas?sentirlas de modo personal, empatizar con quienes sufren, cantar unas canciones, ver un documental, interiorizar en nuestra privacidad ese mundo ajeno.
No importa ya el foro romano o el senado, sino la casa del senador o la senadora vigilados por las c¨¢maras
Este movimiento de lo p¨²blico a lo privado no es tan natural como para que no nos cueste pensar que hay algo en ¨¦l forzado y artificial. Porque ?no es lo pol¨ªtico exactamente lo contrario de lo personal? Por definici¨®n, ?no es la pol¨ªtica lo que ata?e a la ¡°polis¡±, a la ciudad, todo lo contrario justamente de lo personal? ?No exige precisamente la pol¨ªtica salir del yo para ir al nosotros o el t¨²? ?No pide la pol¨ªtica para ser posible suspender por un momento la indignaci¨®n, la rabia, la envidia o incluso la felicidad para convocar emociones m¨¢s tenues y generales, pero por eso m¨¢s f¨¢cilmente compatibles con tus aliados y oponentes?
El centro de la pol¨ªtica no es el ciudadano entendido como individuo con sus dudas e incertidumbres, sus recuerdos y sus miedos, sino ese mismo sujeto pol¨ªtico en su dimensi¨®n de habitante de una entidad superior, el espacio p¨²blico, o la polis: es decir, las calles y ¨¢goras. Uno abdica y cede parte de su poder para ocupar el espacio y compartirlo, donarlo, arrendarlo en ese pacto de no agresi¨®n que se llama justamente pol¨ªtica. As¨ª, la ciudad no tiene derecho a decidir a qui¨¦n tienes que amar u odiar, aunque se preocupa de qui¨¦n mata o con qui¨¦n te reproduces, porque el producto de tu amor o tu odio afecta al n¨²mero de habitantes de la polis y a su configuraci¨®n.
En una democracia liberal se trata de preservar el poder de la ciudad dejando a un lado los sentimientos personales. El sistema defiende tu derecho a indignarte, pero esto implica que debe vigilarse que ninguna indignaci¨®n gobierne sobre las otras, que todas puedan asumirse en igualdad de condiciones. Lo mismo con el amor, la envidia o el miedo, todos permitidos a cambio de circunscribir su radio de acci¨®n a los poemas, las canciones o las acciones art¨ªsticas.
El sistema defiende tu derecho a indignarte, pero esto implica que debe vigilarse que ninguna indignaci¨®n gobierne sobre las otras
Se trata de lograr alcanzar el d¨¦bil equilibrio del que hablaba Jane Austen entre la sensatez y el sentimiento. La regla no escrita m¨¢s universal a la hora de legislar en una democracia liberal es que quienes se ocupan de ello dejen sus sentimientos y sensaciones m¨¢s personales aparcados fuera de la sala en la que votan.
Un par de milenios de intentarlo ha dejado claro lo dif¨ªcil y artificial que resulta dividir, separar al legislador del se?or concreto que legisla e imponer al hombre el orden del partido. Pero esa misma es la funci¨®n de los partidos pol¨ªticos: imponer por encima de la personalidad del tribuno un orden impersonal. Siglos de ciencia jur¨ªdica y pol¨ªtica podr¨ªan ser descritos como un constante esfuerzo por separar el car¨¢cter de los hombres y sus peculiaridades personales del ejercicio de su funci¨®n p¨²blica en el que se les pide obrar desde otro yo, un yo diluido, un yo entre otros yoes.
Una de las quejas m¨¢s recurrentes que el p¨²blico expresa ante los pol¨ªticos es que cambian al ser elegidos, que se convierten en alguien diferente de ese vecino a quien cre¨ªas conocer, y que de pronto adquiere la personalidad y los h¨¢bitos del oficio. Se convierte en un ¡°maldito pol¨ªtico¡±, y se le critica, con raz¨®n, por colocarse una m¨¢scara para actuar en el escenario.
Pero el hecho mismo de que la pol¨ªtica sea eso, un teatro, es lo que permite que la sangre que fluye sobre las tablas no sea real. Como tampoco lo son el odio ni el amor infinito que se profesan, siendo ambos algo m¨¢s perentorio que absoluto: nada es completamente personal, justamente porque es pol¨ªtico. Contra esto se rebelan quienes marchan en la calles de Par¨ªs, de Madrid o de R¨ªo ayer, de derecha y de izquierda. La idea de que la democracia liberal desprende un tufo de insinceridad en este mundo perpetuamente retransmitido ¡°en vivo y en directo¡± resulta insoportable. As¨ª, la manera de sentarse en el metro, de servir la comida, de peinarse o despeinarse se han convertido en temas cada vez m¨¢s candentes dentro del debate pol¨ªtico. No importa ya el foro romano o el senado, sino la casa del senador o la senadora vigilados por las c¨¢maras. Las notas del colegio y la universidad, la casa, los amor¨ªos de los pol¨ªticos y la indignaci¨®n que provocan en quienes no participan de esta ¨¦lite es el centro ¨²nico de un debate que, m¨¢s que realmente personal, ha pasado a ser dom¨¦stico.
Cierto que nada es m¨¢s importante en la vida que el amor, o los hijos, la casa, nada nos constituye m¨¢s como personas, pero la pol¨ªtica era ¡ªcomo tambi¨¦n lo era la guerra¡ª para los griegos un permiso para escapar de esa domesticidad. Era la representaci¨®n de otro espacio, patriarcal, elitista si se quiere, pero en el cual uno pod¨ªa de alguna forma liberarse de la tiran¨ªa del cuerpo y la subjetividad. Un lugar en el que se pod¨ªa ser mucho mejor o peor de lo que se era en la casa, pero en el que se representaba un papel colectivo, una voz en un coro que hac¨ªa que este sonara mejor que esa voz en solitario. La pol¨ªtica ha sido durante siglos algo que, aunque invada nuestra vida, no nos sucede totalmente ni ¨²nicamente a nosotros.
Rafael Gumucio es escritor chileno, autor, entre otras obras, de ¡®El gal¨¢n imperfecto¡¯.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.