La inevitable b¨²squeda del pacto
No hay pol¨ªtica sin conflicto pero tampoco sin consenso. Se acab¨® el viejo sistema de partidos capaces de aunar suficientes votos para gobernar en solitario.
No hay pol¨ªtica sin conflicto, pero tampoco sin la posibilidad de decidir, de poder gobernar. Y sin embargo, lo que hoy prima no es la b¨²squeda de zonas de entendimiento para la acci¨®n pol¨ªtica sino la l¨®gica del muro: la construcci¨®n de trincheras regidas por la arcaica dial¨¦ctica amigo-enemigo. Es esta dimensi¨®n conflictual, antes que el acuerdo, lo que en la actualidad define la forma de hacer pol¨ªtica.
Porque lo cierto es que el conflicto es un hecho social ineludible. Es m¨¢s, pretender eliminarlo, negarlo, es lo que caracteriza a los reg¨ªmenes totalitarios, y por eso toda la tradici¨®n democr¨¢tica se ha esforzado en buscar un sistema que permitiera la vida en com¨²n reconociendo precisamente que la disparidad, la pugna y el desacuerdo no van a dejar de existir. En la democracia liberal, la necesidad de buscar un punto de equilibrio entre disenso y acci¨®n se ha resuelto tradicionalmente a trav¨¦s del principio de la mayor¨ªa, y para ello se recurri¨® a sistemas electorales que lo favorecieran, incluso mediante las pertinentes distorsiones de los sistemas proporcionales. As¨ª, la gobernabilidad se antepuso de modo m¨¢s o menos expl¨ªcito al consenso, un recurso cada vez m¨¢s escaso en sociedades crecientemente plurales. El modelo era, de hecho, bien ingenioso, aunque la democracia, como dice Todorov, y a diferencia de otros reg¨ªmenes, nunca ha pretendido ser infalible. La b¨²squeda del m¨¢s amplio consenso posible se reduc¨ªa a la aprobaci¨®n de los principios y las reglas b¨¢sicas del sistema, mientras que la pol¨ªtica ordinaria, la del d¨ªa a d¨ªa, pod¨ªa funcionar siguiendo la ley de la mayor¨ªa. Las minor¨ªas quedaban tambi¨¦n protegidas por dichas reglas: con cada enfrentamiento electoral, pod¨ªan aspirar a dejar de serlo.
Cuando hablamos hoy de crisis de la democracia liberal lo hacemos en buena medida porque dicho mecanismo inteligente ha dejado de funcionar con la eficacia con la que sol¨ªa. La emergencia del populismo ha acrecentado la dimensi¨®n conflictual en la arena pol¨ªtica, pretendi¨¦ndose sin descanso una suerte de paroxismo de la decisi¨®n mayoritaria, hasta el punto de olvidar la necesaria protecci¨®n de las minor¨ªas. Es, en parte, una reacci¨®n a la tecnocracia donde el conflicto se disolver¨ªa en nombre de la ¡°decisi¨®n necesaria¡±, cuya misma necesidad anular¨ªa la posibilidad de opciones alternativas. Paralelamente, la volatilidad electoral, expresi¨®n de lo que se ha venido en llamar una ¡°crisis de representaci¨®n¡±, ha provocado el fraccionamiento de los sistemas de partidos o, si quieren, de los sistemas de partidos de masas herederos de los consensos pos-Segunda Guerra Mundial.
Lo que hoy prima no es la b¨²squeda de zonas de entendimiento para la acci¨®n pol¨ªtica sino la construcci¨®n de trincheras
En los sistemas mayoritarios, como ocurre en Reino Unido, hoy la crisis se traslada al interior de los partidos, mientras que en pa¨ªses continentales, como Italia, Espa?a, Alemania o los pa¨ªses n¨®rdicos, asistimos a un escenario de segmentaci¨®n progresiva que asienta a su vez un fen¨®meno sorprendente: en lugar de extender los espacios pol¨ªticos disponibles, la fragmentaci¨®n, parad¨®jicamente, los reduce. ?La raz¨®n? La competici¨®n electoral deja de buscar el centro pol¨ªtico, imponi¨¦ndose en su lugar una lucha de bloques compitiendo por los extremos.
El derrumbe de certezas
?Qu¨¦ est¨¢ ocurriendo, entonces? Junto al discurso que insiste en la desaparici¨®n del viejo eje derecha-izquierda, aparecen nuevos ejes de conflicto, como el generacional, el espacial (campo-ciudad) o, incluso, el geopol¨ªtico, con nuevas y viejas potencias compitiendo por la hegemon¨ªa. Los espacios de cohabitaci¨®n y entendimiento se han disipado hasta tal punto que ni siquiera la aplicaci¨®n de un cord¨®n sanitario a la extrema derecha funciona ya como punto en com¨²n.
Empezamos a verlo con claridad en Francia, pero ya lo hemos comprobado en la Italia de Salvini o en la Austria de Kurz. Incluso en Finlandia, las recientes elecciones han dado como resultado un Parlamento fragmentado en el que ninguna fuerza pol¨ªtica supera el 20% de apoyo electoral, y donde la extrema derecha se ha quedado tan solo a 6.000 votos de la victoria. Esta tendencia, iniciada con el cambio de siglo y acelerada desde la crisis econ¨®mica, es ya el escenario electoral m¨¢s probable en los pa¨ªses europeos, incluido el nuestro.
Los mandatos que se obtienen de las urnas son cada vez m¨¢s complejos, m¨¢s dif¨ªciles de interpretar, y las familias pol¨ªticas de siempre ya no aglutinan el apoyo que consegu¨ªan en el pasado. El panorama es confuso porque los electores parecen estar diciendo muchas m¨¢s cosas al mismo tiempo, lo que en teor¨ªa deber¨ªa obligar a los partidos a negociar y buscar pactos entre s¨ª. Porque lo que es evidente es que las sociedades son cada vez m¨¢s heterog¨¦neas. Muchos de los conceptos con los que interpret¨¢bamos el mundo han dejado de funcionar, aunque sorprende el reverdecimiento de viejas categor¨ªas, como esa tozuda tendencia nuestra hacia reg¨ªmenes cesaristas en la variante populista del hombre-pueblo. Dado que el pueblo no se deja aprehender ya en la expresi¨®n mayoritaria de la sociedad como antes, se busca su equivalente funcional bajo el aura de un solo hombre: el l¨ªder fuerte como remedo de la integraci¨®n de la pluralidad bajo una misma cabeza.
La l¨®gica b¨¦lica de la que nutren el juego pol¨ªtico abjura de cualquier posibilidad de proyecto com¨²n
Incluso la idea misma de pueblo, el sujeto de la democracia, est¨¢ en disputa, aunque se trate hoy de un ¡°pueblo sin atributos¡±, marcado por las mutaciones del capitalismo y la globalizaci¨®n. La reacci¨®n ante dichos cambios y alteraciones se traduce en un repliegue real y metaf¨®rico, en esos muros, como el de Trump, que son las grandes met¨¢foras de nuestro tiempo: su naturaleza hiperb¨®lica no representa ya s¨ªmbolo de poder alguno, sino el triste apocamiento de lo que pretenden enaltecer.
El desarrollo del individualismo y las crecientes expectativas de los ciudadanos tambi¨¦n vuelven m¨¢s dif¨ªcil la representaci¨®n en segmentos mayoritarios que puedan dar cuenta de nuestras experiencias y vivencias sociales. La idea del pueblo como expresi¨®n mayoritaria, como el n¨²mero m¨¢s grande, dice Pierre Rosanvallon, ha dejado paso al pueblo como una pluralidad de minor¨ªas. No haber asumido ese cambio ya ha tenido consecuencias dram¨¢ticas: seguir entendiendo la voluntad general como "omnipotencia del hecho mayoritario" puede conducir a experiencias tan traum¨¢ticas como el Brexit.
Pretender captar al pueblo en su totalidad hoy, adem¨¢s de ser una simplificaci¨®n peligrosa, representa una ilusi¨®n aritm¨¦tica. Aunque tarde, Theresa May tuvo que reconocer que, para gestionar la salida de la UE y legitimar su acci¨®n de gobierno, deb¨ªa reunirse con la oposici¨®n, un ejemplo representativo de un fen¨®meno m¨¢s amplio: los Gobiernos han dejado de ser el centro de la vida democr¨¢tica y necesitan m¨¢s que nunca construir consensos. ?Estamos preparados para ello? Al otro lado del Canal, Emmanuel Macron ha decidido en los ¨²ltimos meses activar la dimensi¨®n deliberativa de la democracia para entender las frustraciones de los invisibles, un malestar difuso que se resiste a ser descrito con los t¨¦rminos convencionales de nuestros sofisticados an¨¢lisis pol¨ªticos. ?Con qu¨¦ indicadores de dignidad o desprecio deber¨ªamos medir los temores de los chalecos amarillos? Ellos son, a decir de algunos, una fracci¨®n m¨¢s tirando desde abajo hacia los extremos, pero Macron ha entendido que deben ser reconocidos si se quiere sacar adelante cualquier proyecto que tenga en su horizonte la construcci¨®n de un mundo com¨²n. El furioso descontento no puede ser ignorado.
El camino hacia una cultura del pacto
Estamos en una coyuntura donde parece obligado acentuar lo conflictual, pero nuestras sociedades plurales y fragmentadas est¨¢n transmitiendo tambi¨¦n otras se?ales: ya no es posible esconder realidades, acallar voces, ahogar debates latentes, silenciar pulsiones sociales o producir tramposamente consensos ficcionales para ocultar disensos. Tampoco ser¨ªa deseable interpretar los resultados electorales en clave de vencedores y vencidos, aunque los actores pol¨ªticos se empe?en en utilizar las campa?as para cristalizar (o inventarse) antagonismos. La l¨®gica b¨¦lica de la que nutren el juego pol¨ªtico abjura de cualquier posibilidad de proyecto com¨²n, pero si una facci¨®n social se queda sin representaci¨®n, ?acaso la b¨²squeda del pacto no se hace inevitable? Y sin embargo, cuanta m¨¢s fragmentaci¨®n existe, m¨¢s se fuerza el bloque, m¨¢s tiramos de los extremos. Terminada la contienda, lo que se impone es la exclusi¨®n del vencido, en lugar de su cuidado.
?C¨®mo trabajar una nueva cultura democr¨¢tica del pacto cuando este desaf¨ªo se presenta, adem¨¢s, al comp¨¢s del surgimiento de fuerzas ultras cuya estrategia consiste en minar los fundamentos de los sistemas democr¨¢ticos? ?Cu¨¢les de sus provocaciones merecen ser amplificadas y cu¨¢les habr¨ªa que ignorar? ?C¨®mo evitar que se premie la exageraci¨®n en lugar de los enfoques y aproximaciones constructivos?
Proteger la democracia requiere de pactos que superen la l¨®gica del calendario electoral
La aparici¨®n de la ultraderecha ha favorecido los escenarios de polarizaci¨®n, lo que explica la dificultad creciente para llegar a acuerdos en los sistemas democr¨¢ticos. El caso de Italia muestra que es posible llegar a pactos de gobierno y, al mismo tiempo, dinamitar consensos democr¨¢ticos: el pacto se instrumentaliza como l¨®gica para asaltar el poder, no como orientaci¨®n estrat¨¦gica del gobierno. Esta paradoja implica que los actores pol¨ªticos son los responsables de discernir qu¨¦ espacios comunes hay que preservar y sobre cu¨¢les, por el contrario, es importante y leg¨ªtimo mantener las diferencias. ?C¨®mo solucionar el dilema? La respuesta, por supuesto, est¨¢ en los cl¨¢sicos, en esa necesidad de garantizar, al decir de John Rawls, ¡°consensos superpuestos¡± que posibiliten arquitecturas institucionales que garanticen el juego democr¨¢tico. De hecho, son precisamente las normas constitucionales que gu¨ªan el funcionamiento de las democracias las que favorecen la convivencia, adem¨¢s de ser su condici¨®n de posibilidad. Pero el consenso, hoy, en un mundo plagado de retos globales y potencias emergentes que desaf¨ªan nuestro imaginario sobre la democracia, tambi¨¦n deber¨ªa extenderse a las pol¨ªticas a largo plazo, aquellas que van m¨¢s all¨¢ del mandato electoral y que afectan a cuestiones esenciales, como el cambio clim¨¢tico, la educaci¨®n o la seguridad.
Las democracias compiten actualmente con formas autoritarias de poder impermeables a los vaivenes de la opini¨®n p¨²blica, una fortaleza competitiva frente al natural cuestionamiento de las decisiones pol¨ªticas en una democracia liberal. Por eso, proteger la democracia y ser competitivos en t¨¦rminos estrat¨¦gicos requiere de pactos que superen la l¨®gica del calendario electoral. Lo que habitualmente llamamos pol¨ªtica de Estado, los consensos estrat¨¦gicos de un pa¨ªs en pol¨ªtica exterior, educaci¨®n o modelo productivo, por poner algunos ejemplos, no deben hurtarse al juicio y la elecci¨®n de los votantes, pero no puede depender ¨²nicamente de las fluctuaciones emocionales de la ciudadan¨ªa.
El problema central es hoy la gobernabilidad, y c¨®mo buscar nuevas v¨ªas de legitimaci¨®n democr¨¢tica. Si la hip¨®tesis aqu¨ª apuntada es cierta, e interpretar la voluntad general es mucho m¨¢s complejo, ?por qu¨¦ no multiplicar institucionalmente los registros en los que esta se manifiesta en lugar de reducirla a una sola expresi¨®n? Ya no puede haber pol¨ªtica sin suma, y pretender comprenderla exclusivamente desde el conflicto solo puede explicarse desde un peligroso cinismo. En eso, nuestro pa¨ªs ya va acompasado con el resto de Europa, pero seguimos teniendo una arquitectura institucional ineficaz, dise?ada para un sistema mayoritario.
Uno de los grandes retos a los que se enfrenta Espa?a es armonizar las instituciones con las tendencias, impulsos y exigencias sociales de nuestros d¨ªas, al menos si queremos evitar la par¨¢lisis permanente. Reformas tan necesarias como la del sistema de investidura del presidente, inyectar recursos humanos y materiales al Parlamento para convertirlo en el centro de la vida pol¨ªtica o reducir el n¨²mero de cargos p¨²blicos de libre designaci¨®n de los Gobiernos son ejemplos concretos de cosas que podr¨ªamos cambiar ya para adaptarnos cuanto antes a la realidad.
Otra cosa son los imperativos de escrupulosa exigencia democr¨¢tica que requiere la nueva situaci¨®n: d¨®nde poner las l¨ªneas rojas para el pacto entre partidos, o si estamos dispuestos a normalizar que las fuerzas de ultraderecha entren en Gobiernos de coalici¨®n o sean decisivas para su conformaci¨®n. Ah¨ª, todo depender¨¢ de la responsabilidad de nuestros pol¨ªticos y de la rendici¨®n de cuentas que les exijamos. Porque a pesar de todo, la palabra, al final, la tiene el pueblo.
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