La inutilidad m¨¢s necesaria
Cu¨¢nto dolor produjo en casi todo el mundo la devastaci¨®n de la catedral de Notre Dame. Nos da?¨® algo esencial que nos permite vivir: la belleza
POR UNA DE ESAS CURIOSAS coincidencias, mientras ard¨ªa Notre Dame yo estaba leyendo un libro sobre otro incendio devorador de bienes culturales: La biblioteca en llamas de Susan Orlean, un interesante texto que cuenta c¨®mo un pir¨®mano prendi¨® fuego a la Biblioteca Central de Los ?ngeles (EE UU) en abril de 1986. Cuatrocientos mil libros se carbonizaron, y setecientos mil m¨¢s quedaron gravemente da?ados por el humo y el agua. Tambi¨¦n desaparecieron todos los manuscritos sin encuadernar del departamento de Ciencias y cinco millones y medio de patentes registradas desde 1799, con dibujos y descripciones. La hoguera arranc¨® un bocado del patrimonio com¨²n y se llev¨® para siempre un pedacito de lo que somos. Porque el arte y el conocimiento nos pertenecen a todos.
Hubiera podido ser mucho peor. Podr¨ªa haberse colapsado el edificio entero. Se temi¨® lo mismo en Notre Dame y, si no sucedi¨®, fue, en ambos casos, gracias a la heroicidad de los bomberos. En la biblioteca se metieron en los almacenes, verdaderas chimeneas de hormig¨®n, y consiguieron as¨ª detener la cat¨¢strofe, aunque cincuenta bomberos resultaron heridos por el fuego o el humo. En Notre Dame, por fortuna, s¨®lo hubo tres heridos leves. Pero diez hombres subieron a las torres, asumiendo un riesgo consentido, mientras el monstruo del fuego aullaba y siseaba. Ellos salvaron la fachada.
Pienso ahora en esas personas que, en Los ?ngeles y en Par¨ªs, aceptaron la aterradora posibilidad de achicharrarse vivos, y me fascina que hicieran tal proeza no para rescatar a sus hijos, a sus conciudadanos, a personas chillando de dolor y miedo, sino para proteger un pu?ado de libros viejos y unas cuantas piedras medievales. Durante la ocupaci¨®n de Par¨ªs por los nazis, las mejores piezas del Louvre fueron escondidas para evitar el expolio. Un conservador del museo se llev¨® La Gioconda a su casa, y all¨ª la mantuvo oculta con evidente riesgo de su vida. Mientras a su alrededor el mundo se colapsaba y mor¨ªan millones de personas, ese hombre dedic¨® su existencia a proteger una tabla vetusta manchada con pigmentos arcaicos. Y, sin embargo, le entendemos bien, y su compromiso nos emociona.
Emoci¨®n, esa es la palabra. Cu¨¢nto dolor produjo en casi todo el mundo la devastaci¨®n de Notre Dame. Como si nos hubieran da?ado algo nuestro. Algo esencial que nos permite vivir. Siempre me ha conmovido la necesidad que el ser humano tiene de la belleza. Hace ocho mil a?os, los trogloditas ya decoraban minuciosamente sus humildes cer¨¢micas; en el Polo Norte g¨¦lido, los inuit han vivido en las condiciones m¨¢s duras del planeta, sin ¨¢rboles, sin tierra utilizable, sin apenas comida, pero desarrollaron un arte fabuloso tallando los huesos de las focas. Y no hay nadie m¨¢s est¨²pido que un explorador ingl¨¦s del XIX ri¨¦ndose de los pueblos mal llamados primitivos porque adoraban las baratas cuentas de colores que les daba, sin advertir que ese amor por los preciosos vidrios era la prueba de su val¨ªa como humanos. Esa emoci¨®n est¨¦tica es lo mejor que somos. La belleza es la inutilidad m¨¢s necesaria que existe.
Y es una est¨¦tica que implica una ¨¦tica. ¡°A la libertad se llega por la belleza¡±, dec¨ªa el poeta rom¨¢ntico Friedrich Schiller, y me parece que le entiendo. Creo firmemente que la fealdad obscena de las zonas marginales favorece la violencia, mientras que lo hermoso nos rescata de nuestras propias miserias, permiti¨¦ndonos so?ar con ser mejores. Eso le ocurri¨® a Droctulft, el b¨¢rbaro longobardo que, en el siglo VI, descendi¨® sobre Italia junto a sus feroces compa?eros arras¨¢ndolo todo como un viento de fuego (he aqu¨ª otro tipo de incendio). Pero al llegar a R¨¢vena el joven guerrero qued¨® tan deslumbrado que, volvi¨¦ndose contra sus amigos, defendi¨® la ciudad hasta morir. Droctulft logr¨® ver que hab¨ªa una realidad mucho m¨¢s grande que su peque?o mundo de hierro, sangre y barro; muri¨® para salvar R¨¢vena, porque sab¨ªa que ese tesoro tambi¨¦n le pertenec¨ªa a ¨¦l y a sus camaradas. Cuanto mayor soy, mejor voy entendiendo (como Droctulft) que la belleza es la genuina esencia del ser humano. Ya lo dijo otro rom¨¢ntico, John Keats: ¡°La belleza es verdad y la verdad belleza / Nada m¨¢s / se sabe en esta tierra / y no m¨¢s hace falta¡±.?
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