¡®Silenzio, per favore¡¯
Todo se suspende ante la contemplaci¨®n de tanta belleza, de tanta sensibilidad
Silenzio, per favore. No foto. No picture. ?Shsss! El monje que guarda la bas¨ªlica de San Francisco en el pueblo italiano de As¨ªs entona estas amonestaciones como una letan¨ªa. Recorremos la nave central de la bas¨ªlica inferior, uno de los lugares de peregrinaci¨®n m¨¢s importantes de Europa desde la Edad Media hasta el presente. La llegada a la bas¨ªlica nos ha ocasionado cierto enfado y decepci¨®n. Las calles principales del pueblo est¨¢n llenas de hordas de turistas. Nosotros, con esa arrogancia del que no se ve a s¨ª mismo como turista (al fin y al cabo, estamos en un viaje de trabajo, nos hemos escapado a ver los frescos de Giotto, no llevamos sombreros rid¨ªculos ni mochila ni sandalias con calcetines), miramos con rabia y desprecio a nuestro alrededor, pensando que este lugar tan hermoso no se merece tanta fealdad. Pero hemos llegado hasta aqu¨ª, queremos ver los frescos, entramos refunfu?ando contra el mundo. Silenzio, per favore. Me conmueve ese monje que desesperadamente intenta que los visitantes guarden el recogimiento y el decoro que su santo merece. ?Habr¨¢ elegido ¨¦l ese papel de guardi¨¢n de la paz perdida o se lo habr¨¢n asignado? ?Podr¨¢ ampararse, como haremos nosotros pronto, en la belleza que le rodea? Y es que enseguida una imagen nos captura y nos sorprende. Es un fresco, pero no es de Giotto. Los suyos est¨¢n en la parte superior del gran templo. Estamos ante un descendimiento de la cruz en el que todo se ha vuelto humano. Cristo es un cuerpo deformado por el sufrimiento y por la muerte. Jos¨¦ de Arimatea arranca un clavo de su pie con unas grandes tenazas, un martillo descansa en el suelo cerca de un peque?o charco de sangre. Mar¨ªa sujeta con ternura la cabeza del hijo, Mar¨ªa Magdalena le besa la mano inerte, Juan y Nicodemo lo abrazan al descenderlo. Todos tocan el cuerpo de Jes¨²s, m¨¢s hombre que nunca, con un gesto de delicado cari?o. Sin estridencias, sin dramatismo. No queda rastro de divinidad en esa representaci¨®n cuya autor¨ªa todav¨ªa desconocemos. Parece manierista por el movimiento de los cuerpos, el alargamiento de la figura de Jes¨²s, la complicada composici¨®n. Nos miramos conmovidos y mi compa?ero descubre otro fresco impresionante. Es un ahorcado eviscerado: la cabeza colgando desencajada, los intestinos expuestos. Es una representaci¨®n del suicidio de Judas. A pesar de la violencia, la belleza del rostro me recuerda a la de los cuadros de Rosetti. Estamos tan absortos que se nos han olvidado los turistas, el monje y su letan¨ªa. Todo se suspende ante la contemplaci¨®n de tanta belleza, de tanta sensibilidad. Buscamos la autor¨ªa de los frescos y resulta que son de Pietro Lorenzetti, un autor que desarrolla su obra entre 1300 y 1348. Lo hubi¨¦ramos ubicado al menos dos siglos despu¨¦s.
Se nos acaba el tiempo y decidimos seguir a las hordas hasta la bas¨ªlica superior. Al fin y al cabo hemos ido hasta As¨ªs para ver a Giotto. Y s¨ª, es bonito ver en vivo los famosos frescos. Pero no nos conmueve. Nada de lo que vemos nos acerca como lo ha hecho Lorenzetti al drama del amor y de la muerte, la p¨¦rdida del ser querido, la culpa, el remordimiento atroz que lleva al suicidio. Los frescos de Giotto (si realmente son suyos) palidecen ante la humanidad de Lorenzetti. Ahora y entonces Lorenzetti es nosotros.
Qu¨¦ pena. Cu¨¢nta gente pasar¨¢ por delante de esos frescos sin ni siquiera dedicarle una mirada mientras escuchan al pobre franciscano repetir, ya sin demasiada fe, silenzio, per favore.
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