El silbato
En este c¨ªrculo social que tantos habitamos de vidas precarias y falta de compromisos, ?ser¨¢n las redes los hijos que no tendremos, los cuidadores que no podremos pagar?
Hace ocho a?os compart¨ªa piso con dos amigos de energ¨ªa torrencial. De vez en cuando, se produc¨ªan en nuestra cocina fiestas improvisadas que inclu¨ªan bailes, gritos, charla desenfrenada y bingo, todo ello ba?ado por ese furor casi vand¨¢lico de los ¨²ltimos a?os de la veintena. Un d¨ªa, una voz indignada atron¨® por el patio interior: ¡°?Voy a llamar a la polic¨ªa!¡±. Era aquel un patio inmenso: las traseras de seis edificios de hasta diez pisos, con cuatro viviendas por planta, una colmena inabarcable de cientos de ventanitas an¨®nimas apag¨¢ndose y encendi¨¦ndose. V¨ªctor, sin dejar la copa, sin parar de bailar, profiri¨® una carcajada estruendosa, asom¨® la cabeza por la ventana y lanz¨® un grito triunfal: ¡°?Pero si no sabes d¨®nde estamos!¡±. Mi risa qued¨® cortada a la mitad por una extra?a sensaci¨®n de desamparo: el v¨¦rtigo de vivir en un sitio tan grande que uno puede sentir voces que no sabe de d¨®nde vienen, ni hacia d¨®nde apuntar exactamente el dedo acusador. Me aterroriz¨® la inmensidad del mundo en el que viv¨ªa, en una ciudad de adopci¨®n que a¨²n me quedaba grande. Eran aquellos a?os de actividad moderada en redes ¡ªmuchos a¨²n circul¨¢bamos por la vida con m¨®viles sin Internet y a¨²n no fotografi¨¢bamos todo lo que viv¨ªamos (si alguien nos hubiese dicho que, a?os despu¨¦s, har¨ªamos documentales fragmentarios diarios de nuestras vidas, habr¨ªamos dicho que vaya chorrada producir webseries sin cobrar)¡ª.
Ocho a?os despu¨¦s de aquello, es pleno verano y el aire acondicionado salvaje ha podido conmigo: estoy en cama, en ese punto lastimero de la enfermedad y la fiebre en el que pienso que es imposible salir a flote de tanto malestar. En la calle hay 40 grados. Y por alguna raz¨®n ¡ªy esto no deja de ser un dato m¨¢s o menos anecd¨®tico en esta historia¡ª, alguna peque?a explosi¨®n sin importancia ha provocado una especie de alud de solicitudes de amistad en mis redes: 42 en Instagram, 25 en Facebook; a las tres horas, ya son casi 200 y 100, respectivamente. Perdida en las brumas de la fiebre, me digo que se deber¨¢ a una foto encantadora de mi perra, al aireamiento de alg¨²n viejo art¨ªculo viral; alguien relativamente famoso me habr¨¢ mencionado por alguna raz¨®n en alg¨²n medio. Desactivo el sonido del m¨®vil, intento dormir. El dolor de cabeza de la fiebre me lo impide. Busco un paracetamol a tientas. No hay. Tampoco hay, este fin de semana, nadie que pueda tra¨¦rmelo. Todo el mundo ha huido del calor de la ciudad y mi pareja est¨¢ de viaje. La ¨²nica persona que permanece en la urbe es una de mis mejores amigas, a la que llevo sin ver un mes porque vive engullida por la promo de su ¨²ltimo libro. Pienso en escribirle, pero s¨¦ que no puedo pedirle demasiado, inmersa como est¨¢ en su alud particular de peticiones y mails. As¨ª las cosas, esta es mi situaci¨®n: he llegado al l¨ªmite de amigos en Facebook, tengo 275 peticiones en Instagram, pero nadie que me traiga un paracetamol. Mi perra me mira consternada y me ofrece una pata. Me agarro a esa pata, tangible y tibia. La aprieto fuerte, esperando que pase el malestar, y, en ese charco de pensamiento confuso en el que sumerge la fiebre, pienso.
Pienso en una conocida a la que solo veo por Instagram, pienso en sus viajes sola. Posa, muy bella, con la mirada de los seres tocados por una suerte de magia. La veo en acantilados, en rocas, en el bosque. Su sonrisa, su vestido hecho por ella misma al viento, su ¨²ltima pose regalada a miles de personas que no estar¨¢n all¨ª para salvarla si resbala en ese musgo. En medio de mis sudores febriles, ojeo las redes, veo que ha subido una nueva foto y siento alivio. He o¨ªdo a diversas madres, entre ellas a la m¨ªa, sentir este alivio al revisar mi Facebook, comprobando, b¨¢sicamente, que sigo viva durante esos viajes de trabajo que me llevan a lugares lejanos por los que pululo sola. De vez en cuando, emito una se?al: la foto de un cartel gracioso, mi sombra proyectada sobre los adoquines de colores de una plaza, una instant¨¢nea de un banana split, un mu?eco de la basura.
He llegado al l¨ªmite de amigos en Facebook y tengo 275 peticiones en Instagram, pero nadie que me traiga un paracetamol
Recuerdo que, hace algunos a?os, tuve algunos amigos que trabajaban en teleasistencia para personas mayores. Su jornada consist¨ªa en realizar el contacto de seguridad diario para comprobar que los usuarios, gente mayor que viv¨ªa sola, se encontraban bien. Les preguntaban qu¨¦ hab¨ªan comido, comentaban alg¨²n programa de la tele, a veces, de forma inevitable, a pesar de que, ateni¨¦ndose a su regulaci¨®n, el servicio no deb¨ªa ofrecer ese tipo de atenci¨®n, escuchaban breves fragmentos de sus vidas y sus penas. Al hilo de esto, recuerdo los ¨²ltimos a?os de vida de mi ¨²ltimo abuelo. ?l ten¨ªa, por suerte, una red de cuidado segura (hijos haciendo turnos de visita, cuidadoras contratadas) que le atend¨ªa mientras viv¨ªa sus ¨²ltimos d¨ªas observando el mundo desde el sof¨¢. En los ¨²ltimos tiempos, su voz se hab¨ªa debilitado tanto que ten¨ªa, adem¨¢s, un silbato permanentemente colgado del cuello para pedir ayuda, para pedir agua, para preguntar algo. Una tarde, estando mi t¨ªo en el otro lado de la casa, lo escuch¨® gritar y acudi¨®.
¡ªHijo, me encuentro muy mal, me duele, me duele mucho. Cada vez m¨¢s¡ª, dec¨ªa mi abuelo entre grandes gestos de dolor.
¡ª?D¨®nde te duele, pap¨¢? Casi no te oigo. ?Por qu¨¦ no me has llamado con el silbato?¡ª, pregunt¨® mi t¨ªo.
¡ªAy, hijo, no lo encuentro, pero me duele mucho aqu¨ª, en el centro de la espalda. No puedo casi ni respirar.
Mi t¨ªo se asom¨® entre el cuerpo de su padre y el sof¨¢, meti¨® la mano, tante¨® con cuidado. Sus dedos se encontraron con algo met¨¢lico: el silbato, que hab¨ªa resbalado respaldo abajo y llevaba horas clavado en la espalda de mi abuelo, caus¨¢ndole aquel dolor insoportable.
Y me pregunto si, dentro de muchos a?os, en este c¨ªrculo social que tantos habitamos ¡ªel de las vidas precarias que nos consumen el tiempo, el de la falta de compromisos reales, el de las apariencias¡ª las redes ser¨¢n los hijos que no tendremos, los cuidadores que jam¨¢s podremos pagar, la teleasistencia, o seguir¨¢n siendo, en cambio, el pavoneo, lo est¨¦tico, ese patio de vecinos an¨®nimos que oyen voces pero no saben d¨®nde est¨¢n los dem¨¢s. Cuando llegue la vejez, y la energ¨ªa social y festiva comiencen a fallar, ?ser¨¢n las redes una verdadera red de cuidados o, sencillamente, una herramienta de comunicaci¨®n que se vuelva contra nosotros, como un silbato que se clava en la espalda y causa un dolor que no somos capaces de comprender?
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