Humboldt y el ¡®volkgeist¡¯ caraque?o
Dice mucho del talante despreocupado de los caraque?os el hecho de que a nadie en m¨¢s de 200 a?os, desde la fundaci¨®n de la ciudad, se le hubiese ocurrido jam¨¢s subir hasta la cima del ?vila
Caracas, donde nac¨ª (longitud O66¡ã 52¡¯, latitud N10¡ã 29¡¯), se halla en un valle costero, al pie de una de las mayores elevaciones de una cordillera que, por largo trecho, se ci?e a nuestra costa Caribe: el monte ?vila, uno de cuyos picos m¨¢s empinados (a 2.144 metros sobre el nivel del mar) se llama ¡ªadivinen¡ª Humboldt.
Vista desde el mar, y seg¨²n se aproxima uno al puerto de La Guaira, esa formaci¨®n de la cordillera semeja una silla de montar. A¨²n se atribuye equivocadamente al bar¨®n de Humboldt la paternidad de la leyenda ¡ªSilla de Caracas¡ª que en las cartas marinas se?alan la longitud oeste. Sea como haya sido, as¨ª es como a¨²n llamamos al conjunto de picachos ¡ªoriental, occidental y Naiguat¨¢¡ª que aloja en sus vertientes uno de los parajes tropicales m¨¢s hermosos imaginables.
Los venezolanos, en especial todos los que no est¨¢bamos all¨ª al paso del bar¨®n y su leal compa?ero, el desventurado Aim¨¦ Bonpland, tenemos a orgullo que su primer contacto con las regiones equinocciales del Nuevo Continente haya sido nuestra patria. Y que su estancia haya resultado tan provechosa. Don Ar¨ªstides Rojas, esp¨ªritu ilustrado y jovial que vivi¨® a fines del siglo XIX, recogi¨® el anecdotario que en Caracas aviv¨® para siempre la visita del naturalista. Ese librito, llamado Humboldtianas, fue uno de los primeros que, de ni?o, mis viejos me dieron a leer. Los dos ilustres viajeros llegaron a Caracas, procedentes de Cuman¨¢, donde pisaron por vez primera suelo americano, en diciembre de 1799 y se quedaron dos meses. Imagino lo que han debido ser para ellos esas fiestas pascuales y de A?o Nuevo.
Por lo que cuenta el bar¨®n, lo pasaron bomba: Bonpland se aficion¨® tanto a las hallacas que prob¨® en la casa de la aristocracia criolla donde se alojaron ¡ªhallacas mantuanas¡ª que, al final de su vida, a¨²n echaba de menos nuestro multis¨¢pido pastel navide?o. ¡°En Caracas existen ¡ªanota Humboldt¡ª, como donde quiera que se prepara un gran cambio en las ideas, dos categor¨ªas de hombres, pudi¨¦ramos decir, dos generaciones muy diversas¡±. Uno de los j¨®venes patriotas de ideas m¨¢s adelantadas fue Andr¨¦s Bello.
El mejor bi¨®grafo del nuestro supremo gram¨¢tico, don Iv¨¢n Jaksic, nos cuenta en su Bello, la pasi¨®n por el orden, que el chamo de 18 a?os ¡°acompa?¨® a Humboldt y Bonpland en su ascenso al monte ?vila, la impresionante monta?a que domina el valle de Caracas. Bello no tuvo la fortaleza f¨ªsica para llegar hasta la c¨²spide en esta ocasi¨®n, pero acompa?¨® a Humboldt en otras excursiones¡±.
Dice mucho del talante despreocupado de los caraque?os de entonces y de ahora el hecho, documentado por Humboldt, de que en m¨¢s de 200 a?os, desde la fundaci¨®n de la ciudad en 1567, a nadie en Caracas se le hubiese ocurrido jam¨¢s subir hasta la cima del ?vila. Una leyenda mantuana ¡ªvoz que en Venezuela vale lo que godo en Colombia¡ª quiere que, en la vigilia de Nochevieja, Humboldt pregunte a su anfitri¨®n si sabe, siquiera aproximadamente, qu¨¦ altitud tiene el ?vila.
Nadie en casa del conde de Tovar ¡ªni en ninguna otra casa¡ª sabe cu¨¢nto mide el pinche cerro; ?qu¨¦ cosas pregunta este alem¨¢n!; all¨ª no conocen a nadie que haya subido hasta all¨¢ arriba alguna vez. Fiel a s¨ª mismo, el bar¨®n dispone entonces a subir a lo m¨¢s alto y determinar personalmente la altitud exacta del cerro. Y no lo deja para un d¨ªa de estos: el 2 de enero de 1800, el bar¨®n de Humboldt calz¨® sus botas y all¨¢ hubo que ir, ¡°no lo vamos a dejar subir solo, c¨®mo cree¡±.
¡°Compon¨ªamos unas 18 personas que ¨ªbamos, unos tras otros, por el estrecho sendero¡±, cuenta el bar¨®n. Dos de ellas era gu¨ªas ¡ª ¡°detr¨¢s del baqueano aunque me pierda¡±, reza un dicho llanero¡ª, dos esclavos portaban el instrumental y las luncheras; el resto era gente a¨²n enratonada ¡ªllamamos ¡°rat¨®n¡± lo que otros llaman ¡°cruda¡± o ¡°resaca¡±¡ª por la libaci¨®n de A?o Nuevo. Habla el bar¨®n: ¡°Esta subida, m¨¢s fatigosa que arriesgada, desalent¨® a las personas que nos hab¨ªan acompa?ado desde la ciudad y que no estaban acostumbradas a escalar monta?as. Mucho tiempo perdimos aguard¨¢ndolas, y resolvimos continuar solos nuestra v¨ªa cuando las vimos a todas descender la monta?a en vez de escalarla¡±.
La memoria del noble berlin¨¦s es ben¨¦vola: se cuenta a¨²n en mi tierra que, cuando esperaba verlos darle alcance, el bar¨®n escuch¨® a los excursionistas improvisar una especie de picnic, una matin¨¦e musical. Descorcharon, comieron bollitos de hallaca, cerdo pascual al horno y dulce de lechosa, sonaron guitarras y risas de contento. Nada como un d¨ªa de campo de A?o Nuevo en las faldas del ?vila. En las faldas, claro; no es necesario subir hasta la cima. Solo entonces cobraron pleno sentido para el bar¨®n las cordiales palabras de uno de los igualados caraque?os desertores: ¡°Suba y mida su vaina con confianza, excelencia; nosotros lo esperamos en la bajadita¡±.
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