Dos d¨¦cadas de antipat¨ªa
En la cabeza de muchos se aposent¨® la idea de que todo el mundo era culpable ¡°de algo¡± y merec¨ªa ser castigado
DEJEMOS A LOS gobernantes de hace cuatro domingos y volvamos, pues, al costumbrismo. Miremos un poco m¨¢s, con los ojos de ma?ana, las dos primeras d¨¦cadas del siglo XXI, aquel tiempo en el que la gente sol¨ªa estar muy satisfecha de s¨ª misma, se consideraba ¡°supersolidaria¡±, ¡°emp¨¢tica¡± a m¨¢s no poder, y se afanaba en buscar ¡°causas¡± (eso tan propio de las personas tristes), y, si no las hallaba, se las inventaba. Se decidi¨® que hab¨ªa que poner fin a toda injusticia, discriminaci¨®n e ¡°invisibilidad¡±, que al pasado hab¨ªa que castigarlo y la historia modificarla, es decir, falsearla. Lo que ocurri¨® y no nos gusta, o nos parece condenable, neguemos que ocurri¨® o cambi¨¦moslo, los hechos no importan y la verdad a¨²n menos. El resultado de todo esto fueron nuevas o viejas injusticias, discriminaciones e ¡°invisibilidades¡±, una absoluta falta de entendimiento de lo que hab¨ªa sido avanzado y beneficioso en cada ¨¦poca (seg¨²n aquellos soberbios, todo el pasado hab¨ªa sido un error repugnante), y, en consecuencia, un desmedido aumento de la intolerancia. Nadie estaba a salvo: a los individuos se los censuraba por utilizar pl¨¢stico, por viajar en avi¨®n, por ir en coche, por comer carne, por beber, por fumar, por follar y sobre todo por intentarlo, por ser madrile?o o parisino o extreme?o, por oponerse y por no oponerse a algo, por defenderlo y por no defenderlo. No hab¨ªa manera de acertar, uno siempre se la cargaba. Todo era criticable y casi nadie estaba nunca contento con nada.
A toda actitud se le ve¨ªan defectos espantosos y no hab¨ªa sujeto que no cometiera pecado: si uno se disfrazaba de mariachi se estaba burlando de los mexicanos; si de torero, de los espa?oles; si se pon¨ªa un kilt, de los escoceses. Si un actor blanco interpretaba un papel que no fuera de blanco, incurr¨ªa en indignante ¡°apropiaci¨®n cultural¡±. Nadie se quejaba, en cambio, de que legiones de asi¨¢ticos tocaran piezas de Haydn, Mozart o Beethoven, ni de que un negro hiciera de Duque de Gloucester en una obra de Shakespeare. Las prohibiciones sol¨ªan ser unidireccionales. El humor se perdi¨® totalmente: la mayor¨ªa se tomaba todo al pie de la letra y como ofensa, ya no se reconoc¨ªan las bromas y los hermanos Marx habr¨ªan resultado repulsivos. Las personas andaban cabreadas permanentemente. Muchas se levantaban planeando a qui¨¦n podr¨ªan destruir durante su jornada, como si ese fuera su ¨²nico aliciente. Se les entreg¨® una herramienta de la que se hicieron esclavas: las redes sociales. Se les hizo creer que con ellas ten¨ªan poder, que sus denuestos ya no se quedar¨ªan en la esfera de lo privado, sino que el mundo entero sabr¨ªa de sus malignidades. Ignoraban que la mayor¨ªa de las ¡°campa?as¡± estaban orquestadas y eran ficticias; que incontables ¡°usuarios¡± en realidad no exist¨ªan, eran bots de Rusia, China o de multinacionales, o bien un grupo de machacas encerrados en una granja o un garaje, que multiplicaban sus consignas y as¨ª enga?aban a los pardillos: ¡°las redes arden¡± y dem¨¢s sandeces, cuando lo ¨²nico que echaba humo eran los dedos de los machacas atrincherados. Fuera como fuese, esa herramienta dio a los individuos dos sensaciones: de potencia y de impunidad, ya que nadie utilizaba su nombre. El anonimato y la masa son infalibles pruebas para medir la cala?a de cada uno: si alguien sabe que no habr¨¢ represalias y que ni siquiera deber¨¢ encararse con quien est¨¢ calumniando o insultando, nada le impide ser cruel ¡ªsi su ¨ªndole es cruel¡ª. As¨ª que una porci¨®n de la poblaci¨®n se sinti¨® libre de soltar veneno a raudales contra sus semejantes. Con frecuencia los m¨¢s ponzo?osos eran quienes se consideraban m¨¢s rectos, benefactores y ¡°emp¨¢ticos¡±. Si un torero era herido, los animalistas se apresuraban a desearle la muerte con terrible agon¨ªa, y si se mor¨ªa un ni?o que hab¨ªa manifestado su afici¨®n a los ruedos, los emp¨¢ticos aplaud¨ªan. Si un polic¨ªa estaba grav¨ªsimo en el hospital, hab¨ªa independentistas muy rectos cruzando los dedos por que la palmara. Si alguien ganaba un premio o ten¨ªa ¨¦xito, ya pod¨ªa prepararse para una lluvia de improperios. Y si no ganaba nada y fracasaba, los mismos millares de amargados lo celebraban y le deseaban que jam¨¢s se recuperara. La sociedad (no toda, claro) desarroll¨® una vocaci¨®n de turba perseguidora, apenas distinta de la que inspiraba los linchamientos, ya saben: si el crimen es colectivo y se ampara en la multitud que lo comete, no hacen falta pruebas ni juicio, es un crimen ¡°del pueblo¡±, esto es, de nadie. Lo peor fue que en la cabeza de muchos se aposent¨® la idea de que todo el mundo era culpable ¡°de algo¡± (aunque fuera retroactivamente) y merec¨ªa ser castigado. Con la excepci¨®n, claro est¨¢, de cada turba perseguidora. Pero como no se recordaba nada de lo acontecido, o se lo hab¨ªa falseado, se ignoraba que las turbas furiosas necesitan alimentar su persecuci¨®n, y que los siguientes en la lista de perseguibles siempre son los perseguidores primeros. No por otro motivo (basta un solo ejemplo reciente) el perseguidor Gabriel Rufi¨¢n fue tachado de ¡°traidor¡± por sus propios correligionarios hace unas semanas. Pero descuiden, porque quienes se lo llamaron acabar¨¢n tambi¨¦n perseguidos.
Lo m¨¢s suave que puede decirse de aquellas d¨¦cadas iniciales del XXI es que fueron tan idiotas como ce?udas, y tan retr¨®gradas como antip¨¢ticas.?
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