Cuando el coronavirus da menos miedo que el hambre
La pandemia ha cambiado la vida a mucha gente. Para los miles de personas que viven en los asentamientos almerienses, todo es solo un poco peor, porque bien nunca estuvo
Rachida se mueve arriba y abajo del camino polvoriento en bata y pantuflas, un outfit de estar por casa. Y es que est¨¢ en casa, aunque cueste llamar as¨ª a esta esquina polvorienta del mundo, el asentamiento almeriense de La Fuentecica. Es apenas un pasillo del campo de N¨ªjar, una de las huertas de Espa?a, con m¨¢s de 5.000 hect¨¢reas dedicadas a la producci¨®n de frutas y verduras. Para hacerse una idea, imaginen un Benidorm y medio de cultivo intensivo. No se ve, pero dentro de esas carpas como de experimentos a gran escala hay tomates, pimientos, berenjenas y sand¨ªas. Es como si todos los iconos del WhatsApp salieran de aqu¨ª, hasta alcanzar una producci¨®n hort¨ªcola de m¨¢s de 580.000 toneladas anuales. Pero hay hambre en medio de tanta comida.
Cuando el equipo de M¨¦dicos del Mundo llegamos a la Fuentecica, no parece haber nadie en el poblado, aparte de algunas mujeres como Rachida, que se acercan a hablar con Ghizlane, enfermera. Es marroqu¨ª, como ellas, y eso les da confianza. De repente, mientras instalamos la mesa de recogida de datos, la mampara protectora y el punto de reparto de alimentos, empiezan a aparecer los hombres, que se colocan en ordenada fila, con las bolsas reutilizables de Mercadona bajo el brazo. Enseguida contamos unas 30 personas, de las 60 que suelen vivir aqu¨ª. No se ven ni?os, pero haberlos, haylos. Los hombres hablan poco, apenas para contestar a las preguntas de Raquel, la m¨¦dica voluntaria. Ella explora los s¨ªntomas que pudieran ser compatibles con la covid-19: toma la temperatura, observa si hay tos o dificultad respiratoria, diarrea. Si alguien presenta alguno de esos s¨ªntomas, se le entrega una tarjeta con un punto rojo: est¨¢ bajo seguimiento.
La Fuentecica no es un asentamiento grande y acabamos antes de mediod¨ªa. Un bocadillo al lado de la carretera y la ruta sigue. Siguiente parada, El Nazareno. Aqu¨ª las nacionalidades se mezclan: mitad marroqu¨ªes, mitad senegaleses. Tambi¨¦n la religi¨®n se parte en dos: los magreb¨ªes, musulmanes, y la mayor parte de los senegaleses, cristianos, procedentes de la Casamance, la regi¨®n de mayor¨ªa cat¨®lica situada al sur del pa¨ªs. Casi todos, hombres. Apenas hay siete mujeres en el poblado, nos dicen, y ning¨²n beb¨¦. Atendemos a unas cien personas, que forman una inmensa cola en forma de camino de monta?a en plena llanura descampada, con menos espacio entre ellas del que nos gustar¨ªa. Tras dos horas de reparto, nos quedamos sin provisiones. Se lo comunicamos en ¨¢rabe y en franc¨¦s.
Es la primera vez que M¨¦dicos del Mundo, una ONG eminentemente sanitaria, ha incluido la distribuci¨®n de alimentos entre sus actividades. Casi 8.000 kilos de comida y productos de higiene repartidos en apenas dos semanas, incluidas mascarillas. No ha habido otra opci¨®n: no hay salud que valga sin tener el est¨®mago m¨ªnimamente lleno.
Falta comida y trabajo, pero les sobran dolores. Sobre todo, jaquecas y sobrecarga en la zona lumbar. Es lo que deja tras de s¨ª el trabajo a destajo en los invernaderos, con el lomo doblado en largas jornadas de calor extremo. Tambi¨¦n se nos acaba el ibuprofeno. Algunos tendr¨¢n que esperar a la ca¨ªda del sol para tomarlo. Es Ramad¨¢n y ni agua se bebe antes de las ocho de la tarde.
El coronavirus es la menor de sus preocupaciones. Aqu¨ª lo que ha faltado siempre es dinero, y en eso s¨ª que influye el maldito virus: ahora es m¨¢s dif¨ªcil conseguirlo. Por lo dem¨¢s, poco pueden hacer para evitar los contagios: ninguno de los asentamientos tiene agua corriente ¡ªno digamos ya potable¡ª y el hacinamiento es la forma habitual de convivencia.
Siempre es 1 de enero en el campo de N¨ªjar
En una hondonada rodeada de horizonte plastificado se levanta El Hoyo, con su descriptivo nombre. Dos colectivos mayoritarios lo habitan: hombres marroqu¨ªes y gatos pardos. Ambos se mimetizan con la arena y el polvo que lo cubre todo. La vista desde la cuesta de acceso al poblado es un resumen visual de esta parte de Almer¨ªa. Si hici¨¦ramos un an¨¢lisis de mercado, dir¨ªamos que la bicicleta es el veh¨ªculo oficial del poblado y las chanclas, el calzado mainstream.
Sentada en un rinc¨®n discreto, escucho las historias de quienes se acercan. Nunca hab¨ªa visto tal concentraci¨®n de Capricornios. En todos los asentamientos que visitamos registramos a decenas de nacidos un 1 de enero. Es el Exp¨®sito de los cumplea?os; la fecha que aparece en los documentos de quienes no saben a ciencia cierta cuando nacieron. El presente es este lugar doliente y la incertidumbre anida en el futuro y hasta en el pasado.
"Ninguno". "Los pocos d¨ªas que trabajo". "Se me acab¨® la ayuda". Esas son las tres respuestas m¨¢s habituales a la pregunta ¡°?Tienes alg¨²n ingreso?¡±, que les plantea Wladimir, enfermero, antrop¨®logo y responsable de M¨¦dicos del Mundo en Andaluc¨ªa. La mayor¨ªa son j¨®venes, de entre 19 y 35 a?os, aunque vemos a un par de se?ores de 60 y 70. El segundo lleva m¨¢s de dos d¨¦cadas viviendo aqu¨ª, siempre en estas condiciones en las que la humanidad pierde su nombre.
Wladimir tambi¨¦n les pregunta si suelen estar tristes o con ganas de llorar. ?Es que se puede no llorar? El Diazepam es la medicina m¨¢s demandada. Las familias a las que ya no ver¨¢n y la buena vida que no alcanzaron dejan otros problemas de salud m¨¢s dif¨ªciles de curar que el asma que tambi¨¦n sufren. Es dif¨ªcil conservar la salud mental en medio de la miseria del siglo XXI.
Ibrahim mira al suelo y habla flojito. Vive en una caravana. ¡°Qu¨¦ suerte¡±, piensa en voz alta Ver¨®nica, otra voluntaria de M¨¦dicos del Mundo. ¡°?Te alimentas bien?¡± Depende.
Son las cuatro de la tarde. Llevamos cinco horas en El Hoyo y el sol es implacable. Las gorras y las capuchas ayudan a los residentes a protegerse: no hay ni un solo ¨¢rbol con capacidad de ofrecer algo digno de llamarse sombra. Cuando el reparto y las pruebas m¨¦dicas terminan, nada se ha terminado en realidad. Entonces el sanitario del equipo de hoy se pierde por la mara?a de esta ciudad ordenada en su desorden. Entra en varias chabolas, mezclas de pal¨¦s de madera y tela asf¨¢ltica. Visita ¡°a domicilio¡± a una mujer que cree estar embarazada y a un chaval que se cay¨® de su bici y es una contusi¨®n viva.
La paradoja del coronavirus
Ahora que el sector primario prima m¨¢s que nunca, ahora que hay cientos de puestos de trabajo en el campo que no consiguen cubrirse, se da la paradoja del coronavirus. De los siete chicos malienses que viven en un caser¨®n semi derruido, solo uno trabaja. La mayor presencia de las fuerzas de seguridad y las limitaciones impuestas al transporte y a la movilidad han dejado los pl¨¢sticos sin obreros. Las furgonetas llenas de jornaleros que se ve¨ªan bien temprano camino de los invernaderos han desaparecido. Ahora los capataces o los patrones solo pueden recoger a un trabajador en cada coche. Si llevan a m¨¢s gente o hacen m¨¢s viajes de la cuenta, se arriesgan a una multa, as¨ª que la capacidad de recogida de la fruta y la verdura es baja. Hay producci¨®n para recolectar y personas ¡ªtodas migrantes¡ª que quieren hacerlo, pero un muro invisible ¡ªmezcla de virus, de barreras legales y de burocracia¡ª se lo impide. Cuando se recojan las ¨²ltimas sand¨ªas, muchas empresas peque?as no volver¨¢n a sembrar.
Celia Zafra es periodista y trabaja en M¨¦dicos del Mundo.
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