Y el mundo se sent¨®
Pocos objetos han mejorado tantas vidas y han ejercido tanto de elemento democratizador como la silla monobloc, presente en todo el planeta.
Supongamos que ha llegado, pese a todo, el verano. Supongamos que entonces, a pesar de las distancias asociales y otras maneras del sacrosanto miedo, volveremos a verla en todos lados, a usarla con denuedo. Hemos derramado tantas veces nuestros culos sobre ella y nunca supimos ¡ªnunca quisimos averiguar¡ª su nombre; se llama monobloc. Quiz¨¢ ten¨ªamos raz¨®n al no querer saberlo. Aunque pocos objetos han mejorado tanto nuestras vidas.
No pensamos en las sillas: las damos por supuestas, por sobreentendidas. Pero, durante milenios, no fue f¨¢cil tener una. Una silla es, pese a las apariencias, un objeto de cierta complejidad, muy por encima del banquito; no cualquiera puede construirlo y por eso siempre tuvo su prestigio. De hecho, el s¨ªmbolo m¨¢s usado del poder todav¨ªa es una silla grande en un sal¨®n donde todos menos uno est¨¢n de pie ¡ªy lo llaman trono y al que se sienta lo llaman rey y a todo eso lo llaman patria o reino o algo as¨ª. Parece muy pasado, pero algunos lo creen presentable.
Del otro lado, una de las reivindicaciones m¨¢s intensas de los movimientos obreros de principios del siglo pasado fue el derecho a sentarse en su trabajo: gracias a esas peleas, la ¡°ley de la silla¡± se sancion¨® en muchos pa¨ªses, con sus variantes locales ¡ªen Espa?a, por ejemplo, se la promulg¨® en 1912 para que las mujeres ¡°no sufrieran atrofias en sus ¨®rganos reproductivos¡± por estar erguidas tanto tiempo. La igualdad de g¨¦nero, bien gracias.
Y, mientras tanto, tener sillas segu¨ªa siendo un privilegio: la monobloc vino a repararlo. La invent¨® un canadiense, el se?or Douglas Colborne Simpson. Corr¨ªa, claro, 1946: el mundo inauguraba una de sus ¨¦pocas m¨¢s optimistas, m¨¢s aterradas, y el pl¨¢stico era una bendici¨®n nuevita. D. C. Simpson imagin¨® aquella silla de l¨ªneas simpl¨¦rrimas, hecha de un solo bloque de pl¨¢stico blanco: la unidad m¨ªnima de asiento con respaldo. Aunque no fue capaz ¡ªo no quiso¡ª producirla; era un arquitecto fino que unos a?os despu¨¦s se cans¨® de vaya a saber qu¨¦, se fue a vivir a Honolul¨² y se muri¨® apurado, a sus 50. As¨ª que hubo que esperar hasta 1981 para que una f¨¢brica francesa, fundada por los hermanos Grosfillex d¨¦cadas antes cerca de Lyon, empezara a fabricarla en serio, en serie.
Su gran ventaja siempre fue su simpleza: se pod¨ªa hacer con una sola inyecci¨®n de pl¨¢stico. Era, por eso, muy barata, y se impuso y fue, por eso, despreciada por dise?adores y arquitectos y dem¨¢s snobs de tres al cuarto. Los c¨¢lculos son confusos, pero hay uno que dice que solo en Europa ya fabricaron m¨¢s de mil millones. Hay pocas cosas grandes que existan tanto.
Las sillas monobloc est¨¢n literalmente en todas partes. Suelen costar 10 o menos euros, proliferan, duran a?os y a?os: personas que no tienen casi muebles tienen un par de sillas blancas ¡ªrojas, negras. Yo las he visto en el patio de tierra de ranchos bolivianos, la plaza de pueblitos africanos, suburbios de Bombay, barrios sociales de Han¨®i, caf¨¦s en Kishinau y comedores en Chichicastenango; de tanto verlas, quiz¨¢, ya no las vemos.
Pero pocos objetos han contribuido como ella a democratizar ciertas costumbres, ciertas posibilidades; permiti¨® que millones y millones de pobres del mundo, tras levantarse y alzarse y todas esas cosas, se sentaran. All¨ª donde no era f¨¢cil conseguir ¡ªhacerse¡ª una silla, estas son c¨®modas, baratas, resistentes; te mejoran la vida.
Sin embargo es muy dif¨ªcil reconstruir su historia: nadie la ha contado con cuidado. A veces parece que nos cuentan con detalle lo que no importa nada, y viceversa. El se?or Simpson no tiene siquiera un art¨ªculo en Wikipedia ¡ªque ¨²ltimamente, como anta?o un cigarro, no se le niega a nadie. Todos conocemos a su falsa familia de Springfield, EE UU; nadie sabe nada sobre este visionario canadiense. Debe ser, tambi¨¦n, como la monobloc, un signo de los tiempos.
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