Una violencia ind¨®mita
Una lectura necesaria para comprender la cara oculta de la identidad europea, los s¨®tanos sangrientos, pestilentes
Es una historia larga y desdichada.
Se bautizaron a s¨ª mismos como los J¨®venes Turcos. Fundaron un movimiento pol¨ªtico llamado Comit¨¦ de Uni¨®n y Progreso. En las im¨¢genes que conmemoran el triunfo de su revoluci¨®n aparece un viejo y hermoso lema: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Esas palabras les impulsaron a luchar contra el sult¨¢n Abdul Hamid II, que hab¨ªa derogado la Constituci¨®n de 1876 para instaurar una autocracia, un r¨¦gimen personal y desp¨®tico. Tras derrocarlo, los J¨®venes Turcos asumieron el poder a mediados de 1908, restauraron la Constituci¨®n e implantaron lo que promet¨ªa ser un Gobierno constitucional liberal. Todo iba bien, o eso parec¨ªa.
Pero en 1915 aquellos revolucionarios decidieron que la libertad, la igualdad y la fraternidad no iban a aplicarse por igual a todos los habitantes de su territorio. En las regiones orientales del Imperio Otomano, en un Estado semiauton¨®mico que nunca hab¨ªa creado grandes conflictos, viv¨ªan unos dos millones de armenios cristianos, que sobraban en el dise?o de la nueva Turqu¨ªa moderna y, sobre todo, musulmana. Los J¨®venes Turcos se dispusieron a eliminar ese problema y lo lograron muy deprisa. En el que se considera el primer genocidio moderno de la historia, se aplicaron todos los recursos del c¨®digo del horror, asesinatos, deportaciones, violaciones, expropiaciones, esclavizaci¨®n de las v¨ªctimas, trabajo forzoso, marchas extenuantes concebidas para provocar la muerte de los prisioneros, campos de concentraci¨®n y lo que hizo falta. Las cifras, sujetas a las controversias habituales, son lo de menos, pero existe cierto consenso en que aquella campa?a logr¨® exterminar aproximadamente a un mill¨®n de personas, el 50% de la poblaci¨®n armenia del Imperio Otomano.
Y sin embargo, tal vez el detalle m¨¢s atroz, si contemplamos el genocidio armenio al cabo de un siglo con nuestros propios ojos, es la identidad de los c¨®mplices que cooperaron ferozmente con los turcos en la extinci¨®n del pueblo armenio, asesinando a sus hombres, violando a sus mujeres, explotando a sus hijos, robando sus tierras y propiedades. Los kurdos, que hoy encarnan el paradigma de la poblaci¨®n perseguida, hostigada, desplazada, fueron verdugos de los armenios antes de convertirse en v¨ªctimas de, entre otros, sus socios en el terror. El dolor que causaron en el pasado no compensa de ninguna manera el dolor que padecen en el presente, pero tampoco puede invocarse su sufrimiento actual para cancelar el sufrimiento que infligieron a otros. En el territorio del horror, la paz no existe. Nadie puede aspirar nunca a quedar en paz.
El ¨²ltimo libro de Juli¨¢n Casanova, Una violencia ind¨®mita. El siglo XX europeo, cuenta esta historia y muchas otras, todas terribles, etapas de una sangrienta espiral de violencia que sacudi¨® nuestro continente de este a oeste, sembrando por doquier semillas de un dolor que est¨¢ muy lejos de haber expirado. No es una lectura agradable, pero s¨ª necesaria, incluso imprescindible, para comprender la cara oculta de la identidad europea, los s¨®tanos sangrientos, pestilentes, sobre los que hemos edificado la brillante, pac¨ªfica y humanitaria fachada en la que nos reconocemos. El incendio del campamento de refugiados de Moira, en Lesbos, no es una excepci¨®n, ni una tragedia aislada. No lo son las pateras, los centros de internamiento para migrantes, los estallidos de rabia, de odio, que sacuden peri¨®dicamente los cimientos de apacibles ciudades europeas de provincias.
Lo que pas¨® en Espa?a en la tercera d¨¦cada del siglo XX tampoco fue una excepci¨®n. Todo lo que nos han contado, y lo que han contado de nosotros, acerca de nuestro car¨¢cter intr¨ªnsecamente violento, de oleadas de cr¨ªmenes sin comparaci¨®n en el mundo, de la ferocidad de organizaciones revolucionarias que aspiraban a destruir la civilizaci¨®n, no fue en realidad distinto de lo que estaba sucediendo en otras naciones europeas. Ni siquiera la violencia que ejercieron los golpistas de 1936, militares africanistas que se hab¨ªan cargado de prestigio y medallas en las raqu¨ªticas colonias espa?olas de Marruecos, se distingue del origen imperialista de la violencia que desemboc¨® en la construcci¨®n de otros Estados fascistas europeos. Ahora que hablamos tanto de memoria, conviene saberlo.
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