El m¨¦rito de Gald¨®s
La gran literatura ense?a much¨ªsimas cosas, siempre y cuando no se lo proponga; en cuanto se lo propone, deja de ser grande
A principios del pasado a?o, un ar?t¨ªculo sobre Gald¨®s publicado en esta misma columna desat¨® una pol¨¦mica que pareci¨® convertirme en el enemigo p¨²blico n¨²mero uno de don Benito. Es un t¨ªtulo inmerecido. Como sea, ahora, reci¨¦n acabado el A?o Gald¨®s, parece el momento ideal para reivindicar sus m¨¦ritos.
Dos me parecen los principales. En su respuesta a mi art¨ªculo, Mu?oz Molina me asociaba con quienes consideran a Gald¨®s ¡°un provinciano espa?ol aislado del mundo¡±. Jam¨¢s he pensado tal cosa, porque no es verdad. Gald¨®s fue un hombre viajado y muy le¨ªdo, que comprendi¨® en seguida un problema capital: Espa?a funda con el Quijote la novela moderna, pero luego ¡ªcomo escribi¨® J. F. Montesinos¡ª a los espa?oles la novela se nos escapa literalmente de las manos, y el g¨¦nero emigra a otros lugares de Europa donde entienden mucho antes y mucho mejor que nosotros la revoluci¨®n seminal de Cervantes. Las causas de esta cat¨¢strofe son complejas, pero guardan relaci¨®n con la decadencia general del pa¨ªs y su aversi¨®n secular a la Modernidad, esa creaci¨®n de Cervantes y Descartes. Lo cierto es que hacia 1870, cuando Gald¨®s publica su primera novela, Europa asiste a una eclosi¨®n deslumbrante del g¨¦nero, mientras que en Espa?a apenas hay novelas dignas de menci¨®n. Ese es el primer m¨¦rito de Gald¨®s: partiendo de la vanguardia europea del momento, el escritor se embarc¨® en un proyecto literario de una ambici¨®n y una amplitud in¨¦ditas con el fin de cimentar una tradici¨®n novelesca que brillaba por su ausencia en Espa?a; el ¨¦xito fue inapelable: la prueba es que todos o casi todos sus contempor¨¢neos contrajeron una deuda con ¨¦l; tambi¨¦n muchos de sus sucesores, incluso los m¨¢s cicateros: ni las Memorias de un hombre de acci¨®n, de Baroja, ni La guerra carlista, de Valle-Incl¨¢n, son concebibles sin los Episodios nacionales¡ Por otra parte, en nuestros d¨ªas suele llamarse experimentales a esos autores que siguen los patrones antirrealistas de los a?os veinte o los a?os setenta del siglo pasado, aunque el escritor se limite a aplicar una y otra vez la misma f¨®rmula, convertido en un infatigable imitador de s¨ª mismo; la verdad, sin embargo, es que un escritor experimental es quien nunca se resigna a una f¨®rmula, quien jam¨¢s repite lo que ya sabe hacer, quien se lanza a una b¨²squeda permanente y azarosa de nuevas formas con las cuales poder decir cosas nuevas. Eso es lo que, al menos en sus mejores a?os, hizo Gald¨®s, que transita desde las novelas dickensianas o balzacianas de los a?os setenta ¡ªlas llamadas novelas de tesis¡ª hasta las zolianas de los ochenta ¡ªlas naturalistas¡ª y las tolstoianas o dostoievskianas de los noventa ¡ªlas espiritualistas¡ª. Un escritor que no corre riesgos no es un escritor: es un escribano. Gald¨®s corri¨® much¨ªsimos (lean, por favor, La inc¨®gnita y Realidad, y p¨¢smense); en este sentido fue un escritor radical y un ejemplo para todos. Mira por d¨®nde: Gald¨®s vanguardista, Gald¨®s experimental. En eso consiste gran parte de su m¨¦rito.
?Y su dem¨¦rito? Intent¨¦ razonarlo en mi primer art¨ªculo: su irreprimible propensi¨®n pedag¨®gica ¡ª¡°la maldita buena intenci¨®n¡±, la llamar¨ªa Onetti¡ª, que a menudo le aboca a convertir su literatura en un instrumento expl¨ªcito al servicio de las nobles causas que defendi¨®. Esto no es una opini¨®n; es un hecho: m¨¢s de una vez se lo reproch¨® Clar¨ªn, amigo suyo y acaso su mejor cr¨ªtico. La gran literatura ense?a much¨ªsimas cosas, siempre y cuando no se lo proponga; en cuanto se lo propone ¡ªen cuanto pasa de lo impl¨ªcito a lo expl¨ªcito¡ª, deja de ser grande (y deja de ense?ar): ese fue el problema de Gald¨®s, y de ah¨ª el intervencionismo compulsivo de sus narradores (cuando consigue reprimirlo, como en Fortunata y Jacinta, escribe sus mejores novelas). M¨¢s que una cierta desidia estil¨ªstica, a fin de cuentas no tan alejada de la que Flaubert recriminaba con raz¨®n a Balzac y Ch¨¦jov a Dostoievski, es este prurito did¨¢ctico el que no ayuda a que el novelista espa?ol m¨¢s relevante del XIX se alce a la altura de sus mejores contempor¨¢neos; tampoco a situarlo en ese lugar exclusivo que, en nuestra lengua, ocupan Cervantes, Quevedo, G¨®ngora o Borges.
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