M¨¢s al este solo hay un nuevo d¨ªa
El punto m¨¢s oriental de Nueva Zelanda tiene un faro al final de la carretera que marca el lugar m¨¢s oriental de la Tierra

La gravilla resuena en los bajos del coche desconchando la pintura, arrancando part¨ªculas gris¨¢ceas que se confundir¨¢n con granos de arena al tocar el camino, cuando la enorme nube de polvo con la que se mide la velocidad termine pos¨¢ndose en ellas. A los pasajeros no les importan todas esas cabezas que se giran porque saben que nadie mira: que a ninguna de esas vacas le importar¨¢ que si ¨¦l afloja en su pulso con el volante todo se descarrilar¨¢ o que si ella afloja los abdominales saldr¨¢ disparada por la ventanilla. Es peligroso, se ha terminado la calma en esa carretera que bordea la costa, han recorrido medio mundo y ahora les entra la prisa por llegar al East Cape de Nueva Zelanda, el lugar m¨¢s oriental que jam¨¢s pisar¨¢n.
Desde este acantilado hasta Sudam¨¦rica, salvo alguna isla, todo es oc¨¦ano. Esta es una tierra de maor¨ªes despoblada en la que uno no se cruza con nadie en cientos de kil¨®metros, el tama?o de las playas es absurdamente demencial y la actividad humana se reduce al m¨ªnimo.

A la izquierda de la carretera, el mar choca contra rocas moldeadas con capricho durante siglos, cuadradas, porosas, afiladas. La fuerte brisa marina obliga a protegerse los o¨ªdos y, tal vez por eso, muchas de las variedades aladas que habitan la isla kiwi evitan esta zona. De vez en cuando se atisban Wharenuis, los lugares de reuni¨®n que conservan las familias maor¨ªes. Casas de un piso, de madera y blanquirojas, con figuras entre burlonas y cabreadas que sacan la lengua en la entrada, hermosamente talladas en forma de t¨®tem. Para entrar en ellas hay que ser invitado por los due?os, pero a estas horas de una ma?ana entre semana no es que se vea a nadie cerca.
Tampoco, salvo tres caballos sueltos, hay nadie en los alrededores de una de las iglesias m¨¢s id¨ªlicas del pa¨ªs. Y eso que la competencia es dura. La blanca Raukokore alza su cruz anglicana en una pedregosa orilla en medio de la nada, para todos menos para los cangrejos que all¨ª se afanan por encontrar comida. Mucho m¨¢s sobria que los tallados p¨®rticos maor¨ªes, es una muestra de esa diferencia en el modo de entender la vida que provoc¨® que esta zona se convirtiese en el foco de las guerras de Nueva Zelanda a finales del siglo XIX.
T¨®tems, pesca y rugby
Unos 18.000 brit¨¢nicos luchando contra cuatro veces menos maor¨ªes porque estos se resist¨ªan a seguir malvendiendo tierras para los colonos de la corona. Ahora se vive en calma, y no solo porque estas batallas dejasen de ser conocidas oficialmente como las guerras maor¨ªes, con la historia de los vencedores que ese nombre conlleva. En esta zona remota de Nueva Zelanda el maor¨ª no solo es una lengua cooficial sobre el papel, sino toda una tradici¨®n cuyos entresijos tambi¨¦n se ense?an en las escuelas.

Lo comprobamos en Opotiki, un encantador pueblecito que constituye la puerta de entrada al Cabo Este. En la puerta de la escuela primaria lucen unos delicados grabados de madera con las omnipresentes espirales maor¨ªes. Un t¨®tem corona la rotonda principal de este remanso de paz y aire puro dedicado con pasi¨®n a la pesca y al rugby.
Pero volviendo al camino de tierra, dejado atr¨¢s el pasado, cruzando puentes de un solo carril sobre turbulentos r¨¢pidos, subiendo colinas que te recompensan en la cumbre por ver extensiones de playa hasta el horizonte y frenando en seco ante las ovejas que buscan hierba en el camino ¨C¨²nico lugar de toda la pradera donde no crece¨C, se llega a ese acantilado desde el que se ve el faro. Un faro no especialmente bonito, que no sentir¨¢ sustancial orgullo por ser el primero que recibe los rayos de sol de cada nuevo d¨ªa en nuestro planeta gracias al reloj humano, y al que solo visita de vez en cuando el personal de mantenimiento y alguno de esos viajeros que creen en los s¨ªmbolos. Tan importantes unos como otros. La l¨ªnea de costa gira bruscamente hacia el sur para seguir dibujando el perfil de Nueva Zelanda y nosotros sentimos cierta euforia triste: m¨¢s al este, a pie, no podemos llegar.
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