Manual de uso para no perderse nada en Marsella: arte urbano, escenarios literarios y sitios para comer
Reconocida por su imponente salida al mar, ninguna guía de viajes hace justicia a la ciudad francesa. Una mu?eca rusa que entra?a tantas posibilidades como ambición tenga cada visitante
Se ha alzado incontables veces sobre sus cimientos. Allí ha dejado huella buena parte de la historia de Europa, aunque su arquitectura cada vez evidencia menos sus vestigios. En una de sus islas, Alejandro Dumas encarceló al protagonista de su novela más célebre, El conde de Montecristo. La bahía se ganó un lugar en el repertorio artístico de Paul Cézanne. El mundo volvió a mirarla al convertirse en Capital Europea de la Cultura hace una década. Y colma titulares cada vez que resuena el eco de la droga. Es difícil encorsetarla en unas pocas líneas. Marsella, capital de la Provenza, es una ciudad de ciudades, la más antigua y la más diversa de Francia. Una mu?eca rusa que entra?a tantas posibilidades como ambición tenga cada visitante.
No por habitual menos vibrante, la primera parada es el Vieux Port, el puerto viejo. Pese a haber sido invadido por los yates y embarcaciones deportivas, conserva trazos de puerto griego. Destaca, además, por la suntuosidad de sus edificios, coronados por la figura de la basílica de Notre-Dame de la Garde, en un pico monta?oso. De inexcusable visita es el Fort Saint-Jean, edificio que resguarda el puerto por mar, habiendo servido en el pasado de prisión y cuartel militar. Hoy también conecta con el Museo de las Civilizaciones de Europa y Mediterráneas (MuCEM). Desde el paseo de la fortificación se consigue una imponente vista del atardecer sobre el oleaje —por lo que es sitio habitual de recreo— y del Palais du Pharo, residencia imperial que Napoleón nunca llegó a estrenar. En el margen opuesto del puerto se encuentra el Hotel de Ville, edificio barroco que hospeda el Ayuntamiento, aunque más cerca queda la abadía de Saint Víctor, construcción medieval que preserva su estatus de lugar de culto del catolicismo. Junto a ella, el Fort de Sant-Nicolas, la otra gran defensa de la arteria marítima.
A 15 minutos a pie del puerto viejo se sitúa la zona de Les Catalans. Debe su nombre a los pescadores catalanes que se asentaron aquí a principios del siglo XVIII, aprovechando la epidemia de peste que mermó la población marinera. Por el paseo que bordea la playa, uno llega a Vallon des Auffes, un peque?o puerto pesquero a los pies de un conjunto de caba?as encajadas en un acantilado. Un muelle, custodiado por tres grandes arcos de piedra, que por su encanto quizás sea uno de los secretos peor guardados de Marsella. Sobre la entrada al puerto, en la Corniche Kennedy, se ubica el Monumento a los Muertos del Ejército de Oriente y Tierras Lejanas, monolito en honor a los caídos del frente oriental de la I Guerra Mundial.
Quien no resista la mística de los escenarios literarios puede dirigirse al castillo de la isla de If, edificado en el siglo XVI bajo las instrucciones del rey Francisco I como defensa ante una posible invasión. El fortín es conocido por ser la prisión de Edmond Dantés, El conde de Montecristo, así como de personalidades bien reales, como el capitán de barco Jean-Baptiste Chataud, acusado de introducir la peste en la Provenza. A la isla es posible acceder con alguna excursión desde el Puerto Viejo, siempre que el mar lo avale.
Si de embarcar se trata, una gran opción es hacer un crucero por Les Calanques, la cordillera de roca caliza que alberga fiordos y calas aún hoy poco transitadas. Por estas aguas también podemos deslizarnos hasta los peque?os pueblos de Les Goudes y L’Estaque. Este último ostenta el privilegio de tener la que se considera una de las mejores playas de Marsella y de haber acogido a pintores como Cézanne o Georges Braque.
De vuelta a la vida urbana, no sería Marsella si pasamos por alto Le Panier, el barrio histórico, suspendido sobre el puerto. Aunque no es inmune a la gentrificación de los lugares codiciados, aún conserva numerosos talleres artesanos por los que se situó en el mapa. El ritmo pausado que impone su intrincada ordenación de callejones invita a un paseo sin hoja de ruta, pero es aconsejable una visita a La Vieille Charité, construida para acoger a personas sin techo y declarada hospicio tras la Revolución Francesa. El conjunto también refugió a vecinos del puerto antes de los bombardeos alemanes de la II Guerra Mundial. Hoy, la antigua caridad, estilo del Segundo Imperio, es un centro cultural que atesora varios museos, como el de arqueología, y exposiciones en constante renovación.
Los partidarios del arte urbano se perderán en Cours Julien, un distrito en el que el grafiti es el gran protagonista, además de liderar la noche marsellesa con sus numerosos bares de copas, como Livingston, un local especializado en vinos oranges. Para cenar, mejor dirigirse al barrio vecino, el Quartier Noailles, conocido por albergar el zoco más importante de la ciudad e incontables paradas de comida magrebí, siendo una de las zonas más diversas debido a diferentes olas migratorias, especialmente tras la independencia de Argelia. Allí encontramos L’idéal, un encuentro de comida francesa e italiana, y Chez Soi, establecimiento que capitanea la liga de los restaurantes especializados en cuscús.
Para algo rápido hay que alejarse de la zona hasta Maison Geney, una confitería cerca del Puerto Viejo que entusiasmará a cualquier amante de la repostería, además de ofrecer una respetable variedad de cocas y brioches que tienen poco que envidiar a apuestas más sofisticadas. Asimismo, conviene dejarse caer por Four des Navettes, horno fundado en 1781 en el número 136 de la Rue Sainte que se ha ganado los galones por crear les navettes, una galleta con un reconocible toque de flor de azahar que se toma el 2 de febrero, Día de la Candelaria.
Quien prefiera desertar de las grandes multitudes, puede adentrarse en el barrio de Vauban, distrito característico por sus marcadas pendientes y edificios decimonónicos. Por estas calles se asciende hasta la basílica de Notre-Dame de la Garde, de corte romano-bizantino, monumento desde lo alto del cual se observa el carácter poliédrico de la capital de la Provenza. A fin de cuentas, Marsella, cuna del himno más sonado de la historia, es una ciudad que escapa a los manuales de uso.
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