La metaformosis de una cosmopolita en el medio rural
Seg¨²n ibas creciendo, la urbe te fagocitaba e iba anquilosando capacidades adquiridas en el pueblo que cre¨ªas innatas: andar por terrenos escarpados sin resbalar, la apacible convivencia con los insectos, el poder sanador del tedio¡
No s¨¦ qui¨¦n de nosotros ide¨® la teor¨ªa de g¨¦nero de los saltamontes seg¨²n el color del interior de las patas (rojo ellas, azul ellos). La consistencia cient¨ªfica de tal hip¨®tesis era nula. Pero eso no lo supimos hasta muchos a?os m¨¢s tarde. Llegar al pueblo en verano supon¨ªa un proceso de ruralizaci¨®n que inclu¨ªa la degeneraci¨®n gradual de la apariencia anodina del sujeto de ciudad, para deleite de los que habitaban all¨ª de forma perenne. El vestidito inmaculado y el lustre de los zapatos deja paso a...
No s¨¦ qui¨¦n de nosotros ide¨® la teor¨ªa de g¨¦nero de los saltamontes seg¨²n el color del interior de las patas (rojo ellas, azul ellos). La consistencia cient¨ªfica de tal hip¨®tesis era nula. Pero eso no lo supimos hasta muchos a?os m¨¢s tarde. Llegar al pueblo en verano supon¨ªa un proceso de ruralizaci¨®n que inclu¨ªa la degeneraci¨®n gradual de la apariencia anodina del sujeto de ciudad, para deleite de los que habitaban all¨ª de forma perenne. El vestidito inmaculado y el lustre de los zapatos deja paso a El peque?o salvaje de Truffaut en el estado m¨¢s puro. Un peque?o Mowgli de aldea que lo mismo sube a un ¨¢rbol que pela una avellana con los dientes. Era una metamorfosis imprescindible para la supervivencia.
La incapacidad de atravesar la peque?a calle empedrada que divide el concejo sin que cinco personas se hayan interesado por tu procedencia es parte de la experiencia. Tras descubrir que media aldea es pariente indirecto por parte de tu t¨ªo segundo acabas con los mofletes marcados por pellizcos de cari?o, una morcilla de arroz y un manojo de puerros en la mano como un trofeo a la consanguinidad.
Lo rural tuvo sus m¨¢s y sus menos, dependiendo de la edad. Durante la infancia ir al pueblo era, sin duda, el acontecimiento del a?o, pero en ese terreno fangoso denominado adolescencia fue una especie de castigo porque hab¨ªa que dejar el ritmo vertiginoso de cosas que pasaban en la pandilla de la playa y t¨² no ibas a poder ser parte. Adem¨¢s, seg¨²n ibas creciendo, la urbe te fagocitaba e iba anquilosando capacidades adquiridas que cre¨ªas innatas: andar por terrenos escarpados sin resbalar, la apacible convivencia con los insectos, el poder sanador del tedio¡
Mi prima Bego?ita descubri¨® su inter¨¦s por la entomolog¨ªa sumergiendo escarabajos en alcohol dentro de botes reciclados de mayonesa Musa. Hasta que se cans¨®.
Porque en el pueblo pod¨ªas pasar toda la eternidad desempe?ando una misma actividad, como atravesar esas cortinas de flecos met¨¢licos de ruidillo tan caracter¨ªstico para desquicio de tu madre. Semanas enteras como Jacques Costeau, observando el crecimiento de los renacuajos del pil¨®n. El pil¨®n, ese recipiente p¨¦treo, resbaladizo, cubierto de musgo, bichos y agua fr¨ªa m¨¢s propia de Noruega que de latitudes castellanas. Cuanto m¨¢s verd¨ªn y m¨¢s turbia estuviera mejor. Que te tirasen al pil¨®n marcaba tu aceptaci¨®n en el medio rural, como los rituales de iniciaci¨®n de la Universidad de Eton.
Cuando era peque?a me gustaba un ni?o de Barcelona que se llamaba Jorge y jugaba al f¨²tbol. No hab¨ªa nada que hacer; yo era un ser desgre?ado con un ba?ador de cuerda y una barriga tan prominente que imped¨ªa ver las cangrejeras en mis pies. Al a?o siguiente, vino un grupo de voluntarios a catalogar unos huesos que hab¨ªan aparecido en el suelo de la iglesia. Esos s¨ª eran mayores. Jorge qued¨® relegado a un segundo puesto porque esos, los ¡°mayores de verdad¡±, nos hablaban y hac¨ªan caso, adem¨¢s de jugar al escondite dentro del lavadero abandonado, un lugar de salubridad altamente cuestionable. Y por la noche cant¨¢bamos. Pero solo mandaron a los voluntarios aquel verano. El verano siguiente me tuvo que gustar Jorge otra vez.
En el rural las camas castellanas de nogal presiden los dormitorios: estructuras macizas e inamovibles con el bomb¨ªn de la luz anexionado a un cable para no tener que levantarse a apagarla. El invento del siglo. Las cocinas eran aquellos lugares de los cuentos que tanto alababa el personaje de Paulina de Ana Mar¨ªa Matute o el Pascual Duarte de Cela. La cocina es el centro neur¨¢lgico de la casa y donde ocurre todo lo verdaderamente importante. La lumbre, un banco con cojines de ganchillo y el eterno aparador de formica en colores chillones completaban el mobiliario rural m¨¢s chic del momento.
Perder el pueblo es renegar de la capacidad de asombro, el pueblo es Walden, pero en Riofr¨ªo. Lo rural es poder perderse en la insignificancia, en el poder de las peque?as cosas, la incomodidad (necesaria) de pasar mucho tiempo con uno mismo. Escuchar el silencio, observar a los otros¡ Como a mi abuela Pilar, que deambulaba de aqu¨ª para all¨¢ con el halo de luz que emanaba de su cabello blanco recogido en un mo?o que, a veces, deshac¨ªa para que pein¨¢ramos la melena con un peinecillo de carey. Sentada en una silla de mimbre y a la entrada de la casa, que nos dejara acicalarla era una misi¨®n casi m¨¢gica, como quien peina la n¨ªvea crin de un unicornio blanco. Ella hablaba poco con la boca y mucho con los ojos. Cuando desgran¨¢bamos habas en c¨ªrculo sonre¨ªa al comprobar nuestra escasa habilidad.
- Abuela ?nos ba?as luego en el barre?o?
- Cuando llenes de habas el bolsillo grande del delantal¡
Ahora soy mayor, mucho m¨¢s que los voluntarios de la iglesia aquel verano, pero me acabo de ba?ar en el pil¨®n.
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