Memorias de la marginalidad
La escritora Claudia Durastanti consigue en ¡®La extranjera¡¯ no dejarse fagocitar por un par de personajes casi inveros¨ªmiles, su padre y su madre, dos individuos an¨¢rquicos con un punto en com¨²n: eran sordos y ninguno lleg¨® a hablar el lenguaje de signos
Al final, Claudia Durastanti (Brooklyn, Nueva York, 37 a?os) cedi¨® y escribi¨® el libro que llevaba toda la vida evitando escribir. Desde ni?a, cada vez que llegaba a un lugar nuevo y le hac¨ªan las preguntas de rigor ¡ªqui¨¦n eres, de d¨®nde vienes¡ª, sab¨ªa lo que ocurrir¨ªa a continuaci¨®n. En el momento en que empezaba a hablar de sus padres, se produc¨ªa una especie de hechizo. Todos callaban, quedaban cautivos y ped¨ªan m¨¢s. ¡°Entonces, yo desaparec¨ªa como narradora y me convert¨ªa en un mero canal. Siempre me preguntaba: ¡®?D¨®nde estoy yo en todo esto? ?D¨®nde est¨¢n mi voz y mi talento? ?Los lazos de sangre no son un talento!¡±.
De manera que, mientras trabajaba como periodista y traductora (tiene ahora entre manos una versi¨®n nada can¨®nica de El Gran Gatsby), public¨® tres novelas antes de los 35 a?os, rozando cada vez m¨¢s de cerca la historia, la que sab¨ªa que habr¨ªa que contar tarde o temprano. La de su madre, una mujer del sur de Italia que se qued¨® sorda a los cuatro a?os por una meningitis, y la de su padre, que ya naci¨® sordo. Pobres, migrantes ¡ªla familia de Durastanti lleva varias generaciones haciendo viajes de ida y vuelta entre Italia y Estados Unidos¡ª y discapacitados. ¡°Llevo toda la vida leyendo sobre outsiders, pero aun as¨ª mis padres me parecen poco plausibles. ?Cu¨¢ntas marginalidades pod¨ªan sumar? Parece que est¨¦n recogiendo puntos de la diversidad¡±, dice.
Todo eso est¨¢ en La extranjera (Anagrama), un relato memorial¨ªstico al que ella a veces llama ¡°novela¡±, que qued¨® finalista del Premio Strega en Italia y se public¨® en Espa?a en el peor momento, al principio de la pandemia y con las librer¨ªas cerradas. Aun as¨ª, encontr¨® un p¨²blico entusiasta que se lo iba prescribiendo: ¡°L¨¦ete esto, no se parece a nada¡±. Durastanti estuvo a mediados de junio en Barcelona para participar en el festival Kosmopolis y en encuentros con lectores.
Ni su padre ni su madre han llegado nunca a hablar el lenguaje de signos. Ella logr¨® emitir sonidos gracias a la tortura a la que fue sometida de ni?a por las monjas de un internado. Le colocaban un cuchillo en la lengua y la obligaban a gritar. ?l, que creci¨® en una familia campesina, daba golpes en la mesa para hacerse entender y le¨ªa los labios. Si la familia se intentaba comunicar con signos, los abofeteaba.
C¨®mo no iban a toparse esos dos, ha entendido despu¨¦s su hija. Se conocieron a los 20 a?os, en un momento en el que ¨¦l era guapo, atl¨¦tico e hipersexual, y ella medio vagabundeaba por Roma completamente sola, con el dinero que le enviaban sus padres desde Nueva York. Las versiones de c¨®mo se produjo el encuentro divergen seg¨²n qui¨¦n las cuente y son siempre novelescas. ¡°Mis padres han pasado toda la vida en una relaci¨®n ambigua con la ficci¨®n y la no ficci¨®n¡±, explica.
Durastanti naci¨® en Brooklyn y se define como una ¡°americana accidental¡±. Cuando ten¨ªa unos seis a?os, sus padres se divorciaron y la madre se llev¨® a ella y a su hermano a un pueblo remoto en la regi¨®n de Basilicata en el que no ten¨ªan ning¨²n v¨ªnculo.
¡°Me avergonzaba de ella. Me ven¨ªa a buscar al colegio y yo me apartaba. Ella siempre crey¨® que era porque yo era sorda, pero en realidad era algo peor para una comunidad peque?a. No parec¨ªa una mujer aut¨¦ntica. No respond¨ªa a la idea de una madre o de la feminidad aceptada. Iba rapada, vest¨ªa como un hombre, dec¨ªa muchos tacos. Si lo hubiera sido, al menos los ni?os podr¨ªan haber dicho: ¡®Oh, es la pobre mujer sorda¡±.
Aunque Durastanti trabajaba con ese material de primera, el mecanismo que termin¨® siguiendo en La extranjera fue el contrario al que el mercado editorial dicta que hay que hacer con las memorias, que es tomar lo peor de la propia vida y maximizar su potencial catacl¨ªsmico. Cuando cuenta, por ejemplo, la vez que su padre les retuvo a ella y a su hermano de ni?os en el balc¨®n de su casa, con todo el pueblo mirando, lo hace de la manera menos ¨¦pica posible. ¡°Yo ni siquiera lo recordaba hasta que, de adolescente, un chico de la aldea me dijo que esa escena era uno de los traumas de su infancia. Podr¨ªa analizar por qu¨¦ yo lo hab¨ªa olvidado desde un punto de vista psicoanal¨ªtico. La negaci¨®n, el olvido, etc¨¦tera. Pero eso no me interesa. Me gusta m¨¢s entenderlo como parte del funcionamiento de la ficci¨®n y la empat¨ªa. Cuando te armas tu educaci¨®n sentimental, muchas de tus revelaciones vienen de un libro que le¨ªste o una pel¨ªcula que viste¡±.
Tambi¨¦n cuando narra la vez que su padre la secuestr¨® durante unos d¨ªas y se la llev¨® de viaje por los Abruzos lo hace casi como si fuera un road trip entre un padre y una hija. Durante d¨ªas, cenan pizza y filete y langosta en restaurantes de manteles adamascados y suelo de espejo, porque ser pobres tambi¨¦n se les daba fatal a los Durastanti. Ella y su hermano ten¨ªan nikes y barbies, regalados por la familia, pero a veces cenaban agua y cereales porque no hab¨ªa nada en la nevera. ¡°Mis padres fueron instintivamente rebeldes desde ni?os sobre lo que significa ser pobre y ser discapacitado¡±.
El hermano mayor de la autora se rebel¨® ante esas circunstancias intentado ser agresivamente convencional. Cre¨ªa que, si eran buenos chicos, iban a misa y estudiaban mucho, el pueblo les perdonar¨ªa su diferencia. Hoy es arquitecto y vive en Roma, en el apartamento contiguo al que ha ocupado la autora los ¨²ltimos meses.
Ella se concentr¨® en el lenguaje. Quiso aprender el italiano m¨¢s perfecto. ¡°Cre¨ªa que eso me har¨ªa no solo buena ciudadana, tambi¨¦n mejor persona. Me convertir¨ªa en una esp¨ªa vestida de inc¨®gnito. Si lograba hablar un italiano impecable, eso ser¨ªa como hacerse invisible. Nadie podr¨ªa ver a mi familia¡±.
Tras estudiar en Roma, vivi¨® durante muchos a?os en Londres. Cree que en cada uno de los sitios por los que ha pasado ha dejado un holograma de s¨ª misma, viviendo otra versi¨®n de su biograf¨ªa. Hace a?o y medio se hab¨ªa mudado con su pareja de vuelta a Nueva York, pero la pandemia la arrastr¨® de nuevo a Roma, donde se encontr¨® con una ciudad ¡°tropical y estancada, casi con vibraciones de arenas movedizas¡±. Ha echado en falta la extranjeridad. ¡°Para mi escritura era ¨²til y m¨¢s interesante escribir en italiano sin estar inmersa en la lengua todo el tiempo. Y ahora que lo estoy, echo de menos ese elemento de desplazamiento. Siempre he escrito de lugares que he abandonado en una lengua que no uso a diario¡±.
Con sus padres tiene ahora una relaci¨®n basada en los cuidados. La edad los ha calmado, sobre todo a ¨¦l, y de alguna manera los ha igualado a los otros padres, los de sus amigos, con sus achaques y sus excentricidades de viejos. Esa es otra de las ideas que vertebran La extranjera: la discapacidad no es un estado, sino un destino, y casi todos, si llegamos a viejos, acabamos alcanz¨¢ndolo.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.