Una silla herm¨¦tica
El cine en blanco y negro se serv¨ªa mucho de las sombras como recurso narrativo. El de color, salvo excepciones, dej¨® de utilizarlas porque dispon¨ªa (o eso cre¨ªan sus directores) de procedimientos m¨¢s sutiles para hablar de la oscuridad de nuestras mentes. La p¨¦rdida de la sombra fue en cierto modo paralela a la del silencio debido a la aparici¨®n del cine sonoro en el que, aunque los actores callasen, se escuchaba el chirrido de una puerta, el silbido del viento, el chisporroteo de los troncos que ard¨ªan en la chimenea, o el de los cascos de un caballo que se acercaba al trote a la vivienda del protagonista. El caso era que no cesaran los est¨ªmulos auditivos y crom¨¢ticos. De ese modo, aunque conquistamos el tecnicolor, que nos hipnotizaba, perdimos el mutismo misterioso y la sombra inquietante. De ah¨ª que en la vida actual, y por pura nostalgia, nos atraigan las personas en blanco y negro, sobre todo si no son muy habladoras.
?Acaso hay personas en blanco y negro?, se preguntar¨¢n algunos. Abundan. Las veo cada d¨ªa en el metro, en el autob¨²s, en las mesas de los restaurantes. Me recuerdan a mis padres, que eran los dos tambi¨¦n en blanco y negro y pasaban d¨ªas enteros sin decirse nada, pese a actuar en la misma pel¨ªcula. El recuerdo de aquella ¨¦poca me ha llevado a fijarme en esa silla herm¨¦tica, de pl¨¢stico barato, s¨ªmbolo de una soledad como de domingo, que combina con la belleza crepuscular de la silueta negra que se dibuja sobre el ladrillo rojo. Una escena de cine mudo, en fin, de las que suceden en el fondo del alma. Un drama claramente on¨ªrico, pues parece m¨¢s so?ado que vivido.
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