Palestina: las secuelas mentales de un conflicto sin fin
D¨¦cadas de enfrentamiento han socavado la salud mental de este pueblo. Este es el retrato de una crisis silenciosa en un pa¨ªs donde es demasiado dif¨ªcil amar y demasiado f¨¢cil odiar. El primer reportaje de una serie de tres realizados en colaboraci¨®n con M¨¦dicos Sin Fronteras en el 50? aniversario de la ONG
Cuando un ni?o huele la debilidad, le brota a veces un obsceno apetito de violencia. Esto es m¨¢s natural si el ni?o naci¨® en un campo de refugiados en el que tambi¨¦n nacieron sus padres, al que fueron desplazados de j¨®venes sus abuelos y que es un gueto reseco y desdichado en el que una de sus distracciones es tirarle piedras al salir de clase a los soldados, equipados con fusiles de asalto, que vigilan la entrada al campo.
El martes 23 de noviembre a mediod¨ªa, un d¨ªa soleado y fresco en Cisjordania, caminaba por el campo de refugiados de Al Arroub, tel¨¦fono en mano. Justo cuando abr¨ªa la mochila para guardarlo, unos ni?os se acercaron y dijeron what is your name y fuck you, como si fueran dos frases contiguas de bienvenida. Despu¨¦s otro dijo money, alguno me agarr¨® del brazo, alguno intent¨® meter la mano en mi mochila, alguno me dio la primera patada por detr¨¢s, otro la segunda, otro me peg¨® un tir¨®n de la chaqueta, todos se re¨ªan y chillaban excitados y ya no eran dos o tres o cuatro como hace medio minuto, sino a lo mejor una docena, no lo s¨¦, porque yo solo dec¨ªa stop, stop, stop y tiraba hacia delante, y alguno me dio la tercera patada mientras repet¨ªan money, fuck you, what is your name y gritaban cosas en su idioma. Angustiado, apur¨¦ el paso hasta alcanzar a Hassan, el ch¨®fer. Segu¨ª andando sin mirar atr¨¢s. ?l se gir¨® y los detuvo, aunque le cost¨®, seg¨²n me dijo despu¨¦s: ¡°Me repitieron todo lo que te estaban diciendo en ¨¢rabe, y mejor no te lo cuento¡±, se compadeci¨® Hassan, su cigarrillo rubio en la mano, su barba perfilada, gafas de aviador.
El campo de Al Arroub se cre¨® en 1949 para dar refugio a familias que huyeron o fueron expulsadas de sus tierras por la fundaci¨®n de Israel, un hecho hist¨®rico que afect¨® a m¨¢s de 700.000 personas y que los palestinos conocen como la Nakba ¡ªla Cat¨¢strofe¡ª. Tres cuartos de siglo despu¨¦s, ah¨ª sigue Al Arroub, sumando generaciones nacidas en una barriada cenicienta a cuya entrada est¨¢ un checkpoint israel¨ª con su torre de vigilancia; una barriada con servicios b¨¢sicos pobres, sobrepoblada, con empleos escasos y m¨¢s que precarios y frecuentes enfrentamientos con los militares. En mayo, en una manifestaci¨®n en el campo contra el bombardeo de Israel sobre Gaza, Obaida Jawabra, uno de esos chavales que crecen aqu¨ª mamando el conflicto, muri¨® por impacto de bala. Seg¨²n B¡¯Tselem, ONG israel¨ª centrada en la defensa de los derechos humanos en los territorios palestinos: ¡°Los soldados, de acuerdo con nuestra informaci¨®n, le dispararon despu¨¦s de que les lanzara c¨®cteles molotov¡±. El Ej¨¦rcito israel¨ª afirma que los hechos han sido investigados y ¡°se encuentran en revisi¨®n¡±. Jawabra hab¨ªa sido arrestado por primera vez a los 14 a?os. Cuando muri¨® ten¨ªa 17. Estudiaba para ser cocinero.
Este Al Arroub, en s¨ªntesis, es la clase de sitio en mayor o menor medida dejado de la mano de Dios donde lleva trabajando M¨¦dicos Sin Fronteras desde su nacimiento en Francia en el a?o 1971. La ONG cumpli¨® el 22 de diciembre pasado su 50? aniversario. Cuando comenzaron, eran unos 300 voluntarios. Hoy son m¨¢s de 45.000 profesionales (sanitarios, personal log¨ªstico, administrativos¡), con proyectos en m¨¢s de 70 pa¨ªses, siete millones de donantes individuales y una capacidad de captaci¨®n de fondos que lleg¨® en 2020 a 1.900 millones de euros. Han estado en los peores desastres que ha sido capaz de generar la humanidad en estas ¨²ltimas d¨¦cadas ¡ªen el ya dilatado estropicio afgano, desde tiempos de la invasi¨®n sovi¨¦tica; a principios de los noventa en las hambrunas en el Cuerno de ?frica; en 1994 en el genocidio de Ruanda y la posterior epidemia de c¨®lera en los campos de refugiados de Zaire; en la masacre de Srebrenica; en la guerra siria desde 2012; tantos otros¡ª y han estado all¨ª donde la naturaleza se ha desbocado b¨ªblicamente ¡ªtsunamis, ciclones, terremotos¡ª; pero tambi¨¦n han ido tomando conciencia de la necesidad de atender, al tiempo, otras formas de desamparo menos atroces, crisis humanitarias silentes y no tan perentorias, lo que nos conduce con ellos adonde los cr¨ªos te saludan con una sonrisa solar a la vez que te mandan al infierno; a esa Cisjordania oprimida, traumatizada, deprimida, machacada emocionalmente en la que M¨¦dicos Sin Fronteras considera urgente trabajar por la salud mental.
¡ªNo es de extra?ar lo de los ni?os.
¡ªEs lo que cabe esperar ¡ªresponde Luc¨ªa Uscategui, psic¨®loga de la ONG¡ª. En ellos encontramos muchos cuadros de depresi¨®n, lo que pasa es que en su caso no se manifiesta meti¨¦ndose debajo de una cobija con ganas de morirse como ocurre con un adulto, sino como hiperactividad, dificultad para seguir instrucciones, bajo rendimiento escolar, agresividad.
Entre la poblaci¨®n infantil que atienden abunda la ansiedad, se detectan problemas cognitivos serios y es recurrente la incontinencia urinaria, en ocasiones hasta los 13 o los 14 a?os. Como escribi¨® Eyad el Sarraj (1943-2013), psiquiatra pionero de la salud mental en Gaza: ¡°Los ni?os que lanzan piedras no son de piedra¡±.
O lo que es lo mismo: los ni?os que te dicen fuck you tambi¨¦n se hacen pis en la cama.
Uscategui explica que los muchachos viven ¡°presionados por todas partes¡±. ¡°Por un lado los soldados, por otro los colonos israel¨ªes, por otro sus propias familias, que aqu¨ª tienen una naturaleza muy jer¨¢rquica y vertical. Todo esto, en un espacio tan restringido como un campo de refugiados, los vuelve muy reactivos¡±, dice esta colombiana especializada en psicolog¨ªa infantil y supervisora del equipo de salud mental de la organizaci¨®n en Hebr¨®n, en cuya demarcaci¨®n se encuentra el campo. Son seis psic¨®logos, dos psiquiatras y tres consejeros, un auxilio estimable teniendo en cuenta que la ciudad de Hebr¨®n (230.000 habitantes) solo dispone de un centro de atenci¨®n con un psiquiatra y dos psic¨®logos. La directora de salud mental del Ministerio de Sanidad palestino, Samah Jabr, explica: ¡°Nuestros recursos son limitados y la demanda es enorme. Vivimos en un contexto de opresi¨®n cr¨®nica y se calcula que m¨¢s de un 20% de nuestra poblaci¨®n sufre psicopatolog¨ªas¡±. En Espa?a, por ejemplo, esta cifra rondar¨ªa la mitad, seg¨²n datos del Ministerio de Sanidad.
En Al Arroub, la ONG realiza sus actividades en un centro comunitario. Hacen terapia de grupo con ni?os. En el vest¨ªbulo se pueden ver sus dibujos y una chocante labor de manualidades que llevaron a cabo: una maqueta del propio campo de refugiados en el que malviven. Tambi¨¦n hacen terapia de grupo con las madres de los ni?os. Presenciamos una sesi¨®n dirigida por Jalal Hamdan, un joven terapeuta de mirada grave, expresi¨®n templada y cuyo ¨¢rabe suena acogedor como la voz del almu¨¦dano cuando llama a orar de madrugada.
Asisten 10 mujeres. Empiezan el encuentro aplaudiendo porque una ha tenido un hijo. Luego van diciendo una a una cu¨¢ntos tienen para actualizar el c¨®mputo total. Son 76, si hemos contado bien. Durante la sesi¨®n, Hamdan les mencionar¨¢ la conveniencia de la planificaci¨®n familiar. Una de ellas bromear¨¢ diciendo que eso no es f¨¢cil: ¡°Parece que competimos por ver cu¨¢l de nosotras tiene m¨¢s hijos¡±.
Pero el tema central es otro. Durante una hora les habla de la posibilidad de convertir el hogar en un espacio de ¡°protecci¨®n y seguridad¡± para sus ni?os. ¡°En un contexto como este hay muchos factores de presi¨®n que se nos van de las manos. Nos enfocamos en el factor familiar porque es el ¨²nico que podemos controlar¡±, razona. ¡°Lo m¨¢s valioso es que aprendamos a hablar con nuestros hijos y a escucharlos. La comunicaci¨®n familiar es la mejor manera de prevenir que los miedos que tengan se les queden dentro mucho tiempo y deriven en problemas psicol¨®gicos¡±. Tambi¨¦n les recuerda lo nocivo que es para los ni?os ver a sus padres pele¨¢ndose y les sugiere que sean comprensivas con sus maridos cuando la familia est¨¢ tiesa de dinero, lo habitual en Al Arroub. Hamdan precisar¨¢ luego que este es el mayor motivo de frustraci¨®n entre los hombres (no ser qui¨¦n de proveer es no ser hombre) y una fuente de crisis dom¨¦sticas. Cuando toca este punto, una asistente interviene: ¡°Hace a?os, mi hija peque?a le pidi¨® a mi marido un s¨¦quel [moneda israel¨ª]. ?l le dijo que no ten¨ªa. Le jur¨® por Al¨¢ que no ten¨ªa ni un s¨¦quel, y era verdad, porque no cobraba hasta dentro de tres d¨ªas. Esto afect¨® mucho a mi marido. Se qued¨® muy triste. A¨²n hoy, mi hija, que ya es mayor y est¨¢ casada, se acuerda de aquella vez que su padre no pudo darle un s¨¦quel¡±. Hamdan: ¡°Por eso, en este caso debemos apoyarlos, no hacerlos sentir in¨²tiles, no atacarlos. Si la esposa ataca al esposo, habr¨¢ tensi¨®n, ?y qui¨¦n paga el precio de la violencia? Vosotras y tambi¨¦n vuestros hijos. Si ellos ven a sus padres pegar a sus madres, le pegar¨¢n a sus hermanas. Los imitar¨¢n, porque la violencia en una familia es infecciosa¡±.
En una sociedad conservadora y metida en una olla expr¨¦s como la palestina, el machismo es material explosivo. ¡°Cada vez atendemos m¨¢s casos por violencia dom¨¦stica, un 40% del total¡±, detalla Luc¨ªa Uscategui. ¡°Muchos hombres se desquitan con sus esposas de toda la ira y la frustraci¨®n que acumulan¡±.
Las siguientes causas de consulta con el equipo de salud mental de M¨¦dicos Sin Fronteras son los efectos psicol¨®gicos provocados por invasiones del hogar por parte del Ej¨¦rcito israel¨ª o de colonos (12%) y los derivados de presenciar actos de violencia (11%). Otras tienen que ver con demoliciones de viviendas, encarcelamientos, arrestos, muertes de familiares o allegados relacionadas con el conflicto¡ Esta combinaci¨®n de violencia pol¨ªtica y dom¨¦stica es una fuerza motriz de psicopatolog¨ªas sin perspectiva de cesar. Uscategui incide en este ¨²ltimo aspecto: ¡°Generalmente, un trauma es algo con un principio y un fin, pero aqu¨ª el trauma siempre est¨¢ presente, de manera que nunca tienes el tiempo necesario para detenerte y asimilarlo, nunca tienes el tiempo para sanar¡±. Seg¨²n su explicaci¨®n, en los Territorios Palestinos Ocupados (denominaci¨®n oficial de Naciones Unidas) se sufre una modalidad particularmente insidiosa del trastorno de estr¨¦s postraum¨¢tico: aquel que se repite en bucle y jam¨¢s alcanza a ser pos.
En Trauma y recuperaci¨®n (1997), la psiquiatra Judith Herman, de la Escuela M¨¦dica de Harvard, escribi¨®: ¡°El peor miedo de cualquier persona traumatizada es que vuelva a ocurrir el momento de horror, y este miedo se cumple en las v¨ªctimas de abuso cr¨®nico. No resulta sorprendente que la repetici¨®n del trauma amplifique todos los s¨ªntomas de hiperactivaci¨®n del s¨ªndrome de estr¨¦s postraum¨¢tico. Las personas cr¨®nicamente traumatizadas est¨¢n siempre hipervigilantes, ansiosas y agitadas¡±. En Hebr¨®n, ejemplifica Uscategui, para percibir esto basta con salir a caminar por la calle y ver a los hombres encadenar a lo largo del d¨ªa cigarrillos y vasitos de caf¨¦ ¨¢rabe muy cargado. Ciertamente, el palestino parece un pueblo tan moroso como erizado.
¡°Aqu¨ª la ansiedad es un asunto exacerbado¡±, afirma la psic¨®loga, ¡°se palpa la sensaci¨®n de que se est¨¢ demasiado alerta, de que no hay sosiego¡±. ¡°Y el otro gran problema es la depresi¨®n, la falta de sentido vital; a veces algunos, desesperados, nos dicen que lo mejor que podr¨ªan hacer es lanzarse contra un checkpoint para que le disparen los soldados¡±. Ya ha habido casos as¨ª, seg¨²n dice. Esta forma de suicidio cumplir¨ªa, adem¨¢s, la doble funci¨®n de quitarse la vida sin que recaiga sobre la familia el oprobio del pecado, al pasar por martirio.
M¨¦dicos Sin Fronteras tiene una sala de consulta fija para salud mental en Hebr¨®n y tambi¨¦n se desplaza en coche hasta comunidades aisladas. En la consulta entrevistamos una ma?ana a Raghda, una mujer de 48 a?os que fue atendida por la ONG tras serle diagnosticado un trastorno de estr¨¦s postraum¨¢tico. Solicita que solo aparezca su nombre de pila. Para las fotograf¨ªas, por seguridad, se cubre el rostro con el hiyab.
La primera vez que sinti¨® que se le ven¨ªa el mundo encima fue en 2013, cuando, reci¨¦n terminada su casa, recibi¨® una orden de demolici¨®n del Ej¨¦rcito israel¨ª por supuesta construcci¨®n ilegal. Aquella orden, recurrida, permanece en suspenso. Solo un a?o m¨¢s tarde el mundo se le vino encima otra vez, con m¨¢s peso. Uno de sus cinco hijos tuvo un rifirrafe con un colono adolescente y, seg¨²n su relato, el colono se chiv¨® a los soldados. Su hijo fue arrestado y estuvo dos semanas preso. Ten¨ªa 12 a?os. De acuerdo con la ONG palestina Addameer, de defensa legal, el Ej¨¦rcito arresta cada a?o a unos 700 menores palestinos, y seg¨²n una investigaci¨®n de Save the Children, realizada con 471 de ellos, un 81% afirma que fue golpeado y un 47% no recibi¨® asistencia legal. Raghda asegura que no pudieron ver a su hijo mientras estuvo encerrado. ¡°Imag¨ªnate lo que es tener a tu hijo en una prisi¨®n sin saber nada de lo que le est¨¢ pasando¡±, dice. Finalmente, recuerda, soltaron al muchacho tras pagar una fianza y con la advertencia de que no deb¨ªa acercarse a colonos ni a militares. Durante toda su adolescencia, Raghda vivi¨® procurando que su hijo, progresivamente m¨¢s enrabietado, no pusiera un pie en la calle, y esper¨¢ndose lo peor cada vez que lo hac¨ªa. Aquello los puso a todos neur¨®ticos. Un d¨ªa descubri¨® que su hijo peque?o ahorraba a sus espaldas para comprarse un cuchillo con el que vengar a su hermano mayor. El ni?o ten¨ªa seis a?os.
En 2019, Raghda pidi¨® auxilio. ¡°Toda madre en Palestina vive en condiciones dif¨ªciles, y nos hemos hecho fuertes, pero a veces llegas al l¨ªmite y necesitas que te ayuden. Nuestra salud mental es la base para que podamos seguir siendo fuertes para los que tenemos alrededor¡±, afirma. Termina la entrevista llorando, abrazada a la traductora. Unos minutos despu¨¦s se acerca y pide excusas por haberse emocionado. ¡°Lo siento¡±, dice. Ya no lleva la cara tapada y se aprecia un rostro m¨¢s gastado que el que corresponder¨ªa a su edad si Raghda no hubiera sido Ragh?da: una madre de familia numerosa en una zona del casco antiguo bajo control del Ej¨¦rcito y denominada simple, pat¨¦ticamente ¡ª?con toda su historia, toda su belleza¡ª con una letra y un n¨²mero, nada m¨¢s: H2.
En 1997, Israel y la OLP de Arafat firmaron el acuerdo de Hebr¨®n, que reparti¨® la ciudad en dos partes, H1, gobernada por la Autoridad Nacional Palestina, un 80% del municipio, y H2, controlada por Israel, un 20% pero con valor estrat¨¦gico porque engloba asentamientos de sus colonos y el coraz¨®n del centro hist¨®rico con la Tumba de los Patriarcas o mezquita de Ibrahim, erigida seg¨²n las religiones del libro sobre el sepulcro de Abraham. El templo se dividi¨® en una zona para el culto judaico y otra para el musulm¨¢n despu¨¦s de que en 1994 Baruch Goldstein, un colono originario del Bronx neoyorquino, matase con un fusil a 29 ¨¢rabes que oraban de madrugada. El recrudecimiento del control militar desde los noventa ha convertido el barrio en un lugar inh¨®spito para los palestinos, que siempre vivieron all¨ª. Un tercio de sus viviendas han quedado abandonadas; la calle de Al Suhada, su arteria comercial, est¨¢ desierta, flanqueada por edificios con puertas y ventanas clausuradas con chapas herrumbrosas. El zoco es un d¨¦dalo an¨¦mico en el que han techado con rejillas algunas callejuelas porque los colonos les tiran cosas: cosas como piedras o sillas de pl¨¢stico; cosas como heces. Seg¨²n datos de la ONG Breaking the Silence (Rompiendo el silencio), compuesta por exmilitares israel¨ªes contrarios a la ocupaci¨®n, en H2 hay 22 checkpoints y 64 barreras de otro tipo, as¨ª como calles y zonas a las que los palestinos tienen el acceso restringido o directamente prohibido ¡ª¨¢reas ¡°esterilizadas¡±, en la terminolog¨ªa antis¨¦ptica del Ej¨¦rcito¡ª.
¡°Este era uno de los mejores sitios para vivir en Hebr¨®n, y mira lo que es ahora. ?Eres capaz de imaginarte el centro de Madrid as¨ª un jueves a mediod¨ªa?¡±, pregunta Ori Givati, de Breaking the Silence, mientras nos da un recorrido por el lugar, observados por soldados con el fusil en sus manos y el dedo tan cerquita del gatillo que se les escapar¨ªa una bala con un estornudo.
En H2 viven unos 30.000 palestinos y alrededor de 800 colonos protegidos por m¨¢s de 1.000 militares. Givati afirma que el hostigamiento de los colonos a los ¨¢rabes es continuo y permitido por los soldados. ¡°A los colonos no se les aplica la ley y por eso sus acciones violentas son un hecho cotidiano¡±, sostiene el activista.
En Wadi al Hussein, una zona agr¨ªcola de H2, reside Randa Abu Sifan, de 47 a?os. Por una pista pedregosa se llega a su casa, aislada, rodeada de asentamientos. Bajo un cuadro con un vers¨ªculo del Cor¨¢n, con voz p¨¦trea y monocorde habla de las agresiones de los colonos radicales. De las piedras que les tiran a diario, de los insultos a Mahoma, de las amenazas de muerte, de los olivos y los almendros que les han quemado. Su hermana, que vive en la casa pegada a la suya, tiene c¨¢maras de vigilancia y muestra dos v¨ªdeos nocturnos recientes. En uno, un tipo se acerca y dispara con una pistola contra la fachada. En otro, un grupo de civiles con armas largas entra en el patio de la vivienda y se va tras forcejear con el cu?ado de Abu Sifan. Hace a?os, durante un pico de conflictividad, dos familiares fueron heridos de bala, dice. Toda esta violencia afect¨® mentalmente a sus dos hijas desde muy peque?as y recurrieron a M¨¦dicos Sin Fronteras, que sigue tratando a una de ellas, con 18 a?os, por recurrentes ataques de p¨¢nico. Randa Abu Sifan valora la ayuda psicol¨®gica de la ONG. Le resulta indiferente el estigma que a¨²n rodea aqu¨ª a la atenci¨®n psicol¨®gica: ¡°Me da igual lo que digan. Lo que me importa es que mis hijas est¨¦n bien¡±.
En Palestina, el tab¨² de la salud mental afecta m¨¢s a los hombres que a las mujeres. En 2021, M¨¦dicos Sin Fronteras atendi¨® a alrededor de 1.000 mujeres y 600 hombres. ¡°Ellos son m¨¢s distantes y tienden a pedir terapia de grupo, no individual¡±, dice Luc¨ªa Uscategui.
Por supuesto, hay excepciones.
Otro d¨ªa en la consulta de la ONG en Hebr¨®n, un hombre llamado Shadi cuenta que est¨¢ muy apenado porque Messi ya no est¨¢ en el Barcelona, aunque a Shadi, que pide que no aparezca su apellido, le han pasado cosas bastante peores que la marcha de Messi.
A sus 38 a?os ha estado cuatro veces preso (dos en c¨¢rceles palestinas, dos en israel¨ªes) y en la ¨²ltima condena, en un penal palestino, fue torturado, seg¨²n denuncia. Insiste en que quede constancia de que quien lo tortur¨®, a su juicio, ¡°solo se representaba a s¨ª mismo¡±, no a sus autoridades. Aquello lo hundi¨® en una depresi¨®n. ¡°No me sent¨ªa integrado en la sociedad, estaba siempre nervioso, no quer¨ªa seguir viviendo¡±, dice. En 2019 comenz¨® una terapia que dur¨® un a?o y medio. Shadi ha mejorado. Ha tenido su primer hijo, ha empezado a paladear ¡°el lado bueno de la vida¡± y ha ¡°expulsado a un rinc¨®n¡± los recuerdos tormentosos.
¡ª?Qu¨¦ era lo que m¨¢s sent¨ªa antes de ir a terapia: odio, desesperaci¨®n o frustraci¨®n?
¡ªOdio ¡ªresponde¡ª. En esta tierra es demasiado dif¨ªcil amar y demasiado f¨¢cil odiar.
Al llegar a casa de Haroon Abu Aram, en las ¨¢ridas colinas al sur de Hebr¨®n, su madre nos dice pasen y en la cama del cuarto hay una figura cubierta de pies a cabeza por una s¨¢bana blanca, como un cad¨¢ver bajo un sudario. ¡°Lo tapo as¨ª cuando quiere dormir¡±, dice Fa?resah, le retira la s¨¢bana y aparece ¨¦l despierto, con la mirada de cera y esa respiraci¨®n sorda, ahogada. El 1 de enero de 2021 un soldado le dispar¨® a quemarropa, la bala le atraves¨® el cuello, le da?¨® la m¨¦dula espinal, sobrevivi¨®, se qued¨® tetrapl¨¦jico. Junto a la cama hay una m¨¢quina de ox¨ªgeno y un aspirador de secreciones, y encima un aparato de aire acondicionado a 26 grados de temperatura. El ambiente de la habitaci¨®n es sofocante.
Lo que le sucedi¨® a este joven de 30 a?os fue grabado por alguien y subido a internet. El lugar se encuentra en Masafer Yatta, una zona des¨¦rtica, de tradici¨®n beduina, que forma parte del ?rea C, el 60% del territorio cisjordano que qued¨® bajo control exclusivo de Israel con los Acuerdos de Oslo (1993), y donde es constante la presi¨®n para desalojar a los palestinos que siguen viviendo en sus aldeas. El d¨ªa de A?o Nuevo, varios militares llegaron a donde unos vecinos estaban construyendo una casa y se enzarzaron en una discusi¨®n con ellos en la que se meti¨® Abu Aram. En el v¨ªdeo se ve c¨®mo los soldados pretenden quitarles un generador el¨¦ctrico. La mel¨¦ dura menos de dos minutos, lo que tarda en o¨ªrse la detonaci¨®n de un arma de fuego y luego el espanto agudo de una mujer que grita. Un palestino yace inm¨®vil, boca arriba en el suelo. Lleva los pies descalzos.
Seg¨²n la ONG israel¨ª Yesh Din, el supuesto responsable ha sido identificado y falta que la Fiscal¨ªa militar decida si lo lleva a juicio. El Ej¨¦rcito solo afirma que los hechos han sido investigados y ¡°se encuentran en revisi¨®n¡±. Faresah no espera que se haga justicia: ¡°Ellos son m¨¢s fuertes. Pueden matarnos, no pasa nada¡±.
Haroon Abu Aram creci¨® en el p¨¢ramo cuidando cabras ¡ªlo que m¨¢s le gustaba, cuenta¡ª, y hasta aquel primero de enero le iba razonablemente bien. Ten¨ªa trabajo de alba?il, fecha para su boda. Ahora est¨¢ incapacitado y su compromiso se ha disuelto. Su madre habla, ¨¦l escucha en silencio. Ella asevera que despu¨¦s de que le disparasen, los soldados impidieron que llegase una ambulancia. Abu Aram interviene con dificultad: ¡°Se quer¨ªan deshacer de m¨ª¡±. Al final, sus vecinos lo condujeron a un hospital. Estuvo internado primero en Hebr¨®n, luego en Tel Aviv. Una asociaci¨®n de un kibutz (una colonia agr¨ªcola israel¨ª) los ayud¨® con los gastos m¨¦dicos. Despu¨¦s de meses ingresado, en los que una vez intent¨®, retorciendo el cuello, que se le desconectase el respirador artificial, lo han tra¨ªdo a casa. Faresah percibe que le ha mejorado un poco el ¨¢nimo al estar con sus hermanos y sus amigos. ?l, de momento, no est¨¢ en terapia. Ella s¨ª. ¡°Tengo que mantenerme entera. Si yo me debilito, mi familia se debilita, y es mi deber cuidar de Haroon¡±, dice la madre, que pide ¡ª¡±inshallah¡±, si Dios quiere¡ª ¡°que pueda al menos volver a mover las manos¡±. Hoy, como cada tarde, volver¨¢n a poner la televisi¨®n del cuarto para ver la serie favorita de su hijo, Nimer Bin Adwan, la historia rom¨¢ntica de un beduino en el desierto de Jordania.
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