Surcando el Amazonas: una locura fluvial que cambia a todo viajero
Unos 6.000 kil¨®metros a bordo de cargueros de fortuna, con lo imprescindible, entre cucarachas, cocodrilos, anacondas, aguardientes y toda la belleza y toda la aventura del mundo. Desde Arequipa (Per¨²) hasta Bel¨¦m (Brasil), un viaje que cambia la vida a quien se atreve con ¨¦l.
En el Amazonas se entra siendo uno y se sale siendo otro. Bogar sus m¨¢s de 6.000 kil¨®metros navegables (Per¨²-Brasil) e incursionar en la selva en varias expediciones, siempre colgado sobre tu propia hamaca y despose¨ªdo de las coordenadas espacio-tiempo, te cambia para siempre. El viajero puede haber trazado su propio cuaderno de bit¨¢cora, pero como en la odisea del gran Ulises, el viaje te marca otros rumbos que escapan a tu control, la ?taca que dejas atr¨¢s se desdibuja por tu propia mutaci¨®n personal. Aqu¨ª sueltas muchos de tus asideros y de tus certezas, que por el peso de sus a?os y su falibilidad se hunden inexorablemente en el opaco lecho del r¨ªo y en la libertad de lo imprevisible.
La aventura arranca en la terraza de una picanter¨ªa de Arequipa, con un chupe de camarones sobre la mesa y un plomizo atardecer de septiembre que pixela la cima del Nevado Mismi. De sus quebradas cuelga el arroyo glacial Carhuasanta, que pocos han visto y algunos so?amos, cuyos primeros ojos de agua amamantan el nacimiento del r¨ªo m¨¢s largo y caudaloso del mundo. Este punto de la cordillera andina peruana dista 7.062 kil¨®metros de su desembocadura, en la brasile?a y atl¨¢ntica Bel¨¦m.
Llega el viajero a Per¨² desde la vecina Bolivia tangenteando el lago Titicaca para preparar el asalto al Amazonas desde la segunda ciudad del pa¨ªs, asentando su est¨®mago con esa maravillosa gastronom¨ªa que tanto rivaliza con la lime?a y de la que previsiblemente no se podr¨¢ disfrutar en los meses posteriores. De Arequipa hay que fijar rumbo a Pucallpa, una ciudad an¨¢rquica y ruidosa, gobernada por los motocarros que levantan de las calles el polvo rojizo que imponen los sedimentos del r¨ªo. Estamos en la ribera del Ucayali, el principal r¨ªo tributario del Amazonas, a unos 6.000 kil¨®metros de la desembocadura, y toca enrolarse en un carguero si se quiere hacer al completo la navegaci¨®n por el mayor r¨ªo del mundo.
No hay m¨¢s opci¨®n que bajar al puerto, preguntar por la salida del pr¨®ximo barco y esperar a que se cargue para partir. El contramaestre estima que el Henry 8 zarpar¨¢ en tres d¨ªas. El precio del pasaje individual es de 110 soles (unos 25 euros) por los cuatro d¨ªas de trayecto y el derecho a colocar la hamaca entre dos de los muchos pilares de hierro que sustentan las cubiertas, y a las tres comidas de rancho diarias. Toca brujulear por los mercados para hacerse con algunos de los pertrechos que recomienda el personal de a bordo. Se adivina que el d¨ªa a d¨ªa en el Henry va a ser espartano. Hay que comprar una buena hamaca para dormir y otra m¨¢s peque?a de apoyo para guardar en altura la mochila y otros enseres, agua embotellada, latas de conservas, galletas dulces y saladas, caf¨¦ soluble, aceite de oliva argentino, repelente de mosquitos, un t¨¢per, dos platos, cubiertos, papel higi¨¦nico, una soga para saltar a la comba y dos libros de segunda mano que gritaban desde el escaparate de una ferreter¨ªa, El hombre que amaba a los perros y Los perros rom¨¢nticos.
Me instalo en el centro de la cuarta cubierta para evitar empaparme con los aguaceros que entrar¨¢n por los costados durante la traves¨ªa. Decenas de familias peruanas con pocos recursos, muchos trabajadores y trabajadoras y un grupo de j¨®venes viajeros con poco m¨¢s que arena en los bolsillos pueblan las cubiertas con sus hamacas. Van a buscarse la vida a Iquitos, la capital de Loreto, mucho m¨¢s tur¨ªstico y comercial. Los primeros delfines rosados aparecen por estribor para interpretar su danza fluvial. Espero varias horas hasta que el barco pierde todo contacto visual con la civilizaci¨®n para subir a la ¨²ltima cubierta. Un verde rabioso y obsceno trenza a la perfecci¨®n el manto de una b¨®veda selv¨¢tica inabarcable, que en su afrenta divisoria dibuja un garabato fluido, un cauce terroso, ancho y poderoso, que serpentea hasta fundirse con el azul del techo y sus fr¨¢giles esponjas blancas. El balanceo del barco mece mi propio sue?o, que flota sobre una mole poco rom¨¢ntica de hierro, contenedores y hamacas.
La vida aqu¨ª transcurre lenta y vaporosa, el tiempo se hace m¨¢s referencial que cronol¨®gico, lo marcan las campanadas de las tres comidas, que yo decido repartir entre mis vecinos. En las m¨¢s de cuatro jornadas hasta arribar a Iquitos me aliment¨¦ de galletas y ensaladas con hortalizas que compraba en las peque?as lanchas que se abarloaban al carguero. Adelgac¨¦ mucho pero so?¨¦ m¨¢s, tambi¨¦n me adapt¨¦ a ba?arme dos veces al d¨ªa en duchas plagadas de cucarachas con el agua barrosa que las bombas del barco extra¨ªan del lecho del r¨ªo. Esas cucarachas tambi¨¦n sol¨ªan pasear por cubierta en sus ratos libres.
Llegamos a La Boca, el punto en forma de uve en el que confluyen el Ucayali con el Mara?¨®n para dar lugar al gran Amazonas, ese que a partir de aqu¨ª empieza a forjar su leyenda. El color chocolate con leche del primero y el chocolate negro del segundo tardaron varias millas en aceptar su mestizaje y diluirse el uno en el otro. La ciudad cauchera que inmortaliz¨® el loco necesario de Fitzcarraldo es ya pura Amazonia, aqu¨ª se come paiche (piraruc¨² en Brasil), s¨¢balo, omima, tucunar¨¦ y carne de cocodrilo, que se hace a las brasas y tiene una textura relativamente similar a la del contramuslo de pollo.
El siguiente tramo del viaje acaba en el punto de las tres fronteras, al que se llega en un barco r¨¢pido en 10 horas. En Santa Rosa, una destartalada aldea de calles enfangadas, se sella la salida de Per¨² para cruzar en pequepeque a Leticia. A menos de una milla de la ciudad colombiana se ubica Tabatinga, el punto en el que el Amazonas se entrega ya en exclusiva a Brasil. Tres esquinazos de tres pa¨ªses que conforman el trifinio m¨¢s selv¨¢tico y absurdo del mundo.
Una amiga colombiana me propone una incursi¨®n a la selva junto a sus dos hermanos para montar una chagra, un terreno para cultivar yuca, ma¨ªz o pl¨¢tano, que se deforesta por unos a?os y luego se devuelve a la jungla para que se regenere. Son pr¨¢cticas heredadas de los ind¨ªgenas, la sana filosof¨ªa de cultivo, autoabastecimiento y respeto a la selva. La expedici¨®n dura una semana, llevamos los v¨ªveres b¨¢sicos y las hamacas para montar el campamento. Nos alimentaremos de la caza, la pesca y la recolecci¨®n de frutas. Trabajamos duro por las ma?anas y despu¨¦s nos dedicamos a buscar nuestra comida y a abrir nuevos caminos. Un cerrillo, jabal¨ª de la jungla, cae abatido y nos da carne para toda la semana; tambi¨¦n una boruga, un roedor muy sabroso. Pescamos s¨¢balos, un pez novia y algunas pira?as, y nos ba?amos en el r¨ªo Calder¨®n, con mucho miedo en mi caso porque hab¨ªa cocodrilos.
Cansados y felices volvimos a Leticia. El siguiente asalto parte de Tabatinga a Manaos, casi 1.400 kil¨®metros de navegaci¨®n en El Brillante, un barco que por 200 reales (50 euros) te permite instalar la hamaca y disfrutar de ba?os, lavabos y duchas limpias en todas las cubiertas, buf¨¦ libre de razonable calidad, sala de lectura y un quiosco-bar con m¨²sica atronadora en el que aprend¨ª a bailar samba. Llevaba m¨¢s de un mes avanzando por la Amazonia y me hab¨ªa acostumbrado a flotar en la elasticidad de su tiempo, a la parsimonia de su cauce y a esos d¨ªas que la selva convierte en irreales por la porf¨ªa de su tupido techo con los haces de luz del sol, la luna y las estrellas.
Aqu¨ª el r¨ªo se ensancha sin ma?ana y se convierte en la autopista de la vida y el comercio. El trasiego de barcos de carga y pasajeros, de madereros y de miles de peque?as lanchas visto desde cubierta es impactante. La vida a bordo crea nuevas amistades que el bar de arriba se encarga de consolidar. Pudieron ser cinco o quiz¨¢ seis d¨ªas de navegaci¨®n, qui¨¦n sabe. Manaos, la capital de la Amazonia brasile?a, nos muestra la decadencia de su esplendor cauchero y el viajero se enrola en una agencia especializada para adentrarse en la selva del r¨ªo Paran¨¢ de Mamur¨ª. Varios d¨ªas de excursiones por la jungla con avistamiento de aves, monos, capibaras, serpientes y cocodrilos y el mambo reservado para el final. Y despu¨¦s, tres jornadas de pura supervivencia con el gu¨ªa Tucani¨², machete en mano para desbrozar y arp¨®n y redes de pesca para alimentarnos de la vida de estos r¨ªos de los que jam¨¢s nadie vio el fondo. Salidas en canoa por la noche para disfrutar de esas peque?as lamparitas circulares y est¨¢ticas, agrupadas de dos en dos, que las cr¨ªas de caim¨¢n sacan sobre la superficie para no vernos llegar. Avanzamos a por nuestra cena, a la caza del pez m¨¢s preciado, el macaco de agua, que en la noche sale a flote a comer insectos y que el arp¨®n con tridente de Tucani¨² somete sin dificultad. Su carne blanca y sabrosa al fuego acompa?ada del licor de no s¨¦ qu¨¦ hierbas son el homenaje y antesala del golpe de suerte postrero. Al d¨ªa siguiente, una anaconda de seis metros enrollada sobre s¨ª misma echando la siesta en un manglar, vista desde una fr¨¢gil canoa de madera de ceiba que hice tambalear con mis espasmos. Tard¨® varios d¨ªas en diluirse el nivel de serotonina de mi organismo, mientras un nuevo ferri avanzaba camino de Santar¨¦m y Alter do Chao, un para¨ªso de playas con aguas cristalinas del r¨ªo Tapaj¨®s al que aqu¨ª llaman Caribe brasile?o.
De nuevo cambia el perfil del viaje. El barco navega contra el oleaje que entra r¨ªo arriba desde el Atl¨¢ntico, la anchura del cauce aqu¨ª parece no tener l¨ªmites, todo se compra y se vende en las paradas del barco y muchos pasajeros cumplen con la tradici¨®n de lanzar por la borda regalos para los ni?os que con sus madres llegan en peque?as lanchas. Tras varios d¨ªas de playa y descanso toca enfrentar el final del periplo, la navegaci¨®n serpentea entre los miles de islas de un estuario que alcanza los 240 kil¨®metros de ancho hasta llegar a Bel¨¦m, desde donde un ¨²ltimo ferri recala en Tapaj¨®s, la isla fluvial m¨¢s grande del mundo, poblada por los b¨²falos de agua que perdi¨® alg¨²n barco asi¨¢tico hace siglos y en la que las bicicletas no tienen frenos.
Sentado en mi hamaca, que esta vez cuelga de dos ¨¢rboles de un jard¨ªn, trato de convencerme a m¨ª mismo de que estoy cansado. Me cuesta reconocerlo. Arranqu¨¦ un a?o antes a orillas del cabo de Hornos, en la Patagonia chilena, y a¨²n estoy digiriendo algo que no s¨¦ qu¨¦ es y me cosquillea las entra?as tras estos meses surcando la Amazonia. Releo Los perros rom¨¢nticos, ¡°el sue?o que viv¨ªa en el vac¨ªo de mi esp¨ªritu (¡) y a veces me volv¨ªa dentro de m¨ª y visitaba ese sue?o: estatua eternizada en pensamientos l¨ªquidos, un gusano blanco retorci¨¦ndose en el amor¡±.
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Baltasar Monta?o es periodista y viajero, autor del libro Sin billete de vuelta (C¨ªrculo de Tiza).
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