La India, el pa¨ªs de las verandas
De la espiritualidad de Benar¨¦s al poder de Nueva Delhi o la alegr¨ªa de vivir de Calcuta, la India se reajusta para habitar con su pasado y culminar sus ambiciones de futuro. Un recorrido para entender este pa¨ªs fascinante.
Uno puede viajar por la alegr¨ªa de ver mundo, pero con los a?os me he dado cuenta de que hay una alegr¨ªa superior que consiste simplemente en estar lejos. Es un amor de lo remoto que se nos concede pocas veces, quiz¨¢ para no diluir su sabor: est¨¢ en ese soplo en el coraz¨®n que de pronto sentimos al sobrevolar el S¨¢hara o los Andes, en el momento de prodigio en que vemos caer la tarde en las Granadinas o llegamos a una isla sin nombre en el hemisferio sur. Esta madrugada tambi¨¦n ser¨¢ parte de mi archivo personal de lejan¨ªas: estoy en un tren nocturno, en el norte de la India, en un coche-cama sin luz ni cobertura, rodeado de extra?os, y sin la menor noci¨®n de cu¨¢ndo hemos de llegar a Benar¨¦s. Tumbado en la litera, veo pasar las estaciones, pero no solo me es imposible saber d¨®nde estoy: me es indiferente. He ah¨ª la felicidad de andar perdido. Y un placer de otro tiempo: el de quedarse dormido ¡ªbien mecido¡ª con el traqueteo del tren.
No se llega a una ciudad santa sin hacer algo de penitencia, y por eso en nuestro coche-cama somos seis y no dos: es uno de esos momentos en los que a algunos les preocupar¨ªa la covid y a otros nos preocupa m¨¢s el olor corporal. Ten¨ªamos billete para estar solos, pero las tradiciones deben respetarse, y un viaje a la India no es un viaje a la India si no hay un poco de porrompompero intestinal y alg¨²n encontronazo burocr¨¢tico. No era cosa de discutir con el revisor: peor a¨²n que ser un energ¨²meno es ser un energ¨²meno blanco, y en la India nunca le abandona a uno esa leve incomodidad de ser distinto. Basta que un camarero te ponga una cerveza para preguntarte si no estar¨¢s siendo colonialista. Y basta preguntarte si no est¨¢s siendo colonialista para despu¨¦s preguntarte si no estar¨¢s cayendo en la condescendencia del progre liberal occidental.
Al llegar a nuestro cub¨ªculo nos esperaba, en silencio at¨®nito, una familia india: dos gemelas y un se?or que parec¨ªa ¡ªcomo ocurre con algunas ara?as del g¨¦nero Nephila¡ª cinco veces m¨¢s peque?o que su mujer. Lo sent¨ª por ellos: pod¨ªa haber sido un virtuoso de la canci¨®n, pero lo soy ¨²nicamente, ay, del ronquido. Noticias malas iba a haber para todos, sin embargo: tras pasar d¨ªas relami¨¦ndonos ante la perspectiva del curri ferroviario nos enteramos, con 12 o 16 horas de camino por delante, de que est¨¢bamos en un tren sin cocina. Ni siquiera bar.
En el silencio del coche-cama, de haber podido hablar, las miradas indias y las nuestras hubiesen dicho lo mismo: ¡°Sabemos tan poco de vosotros como vosotros de nosotros¡±. Pero donde no llega la cultura, llega una piedad que nos hermana: a las nueve de la noche, el hombre abre su tartera, saca sus verduras y su chapati y ¡ªShiva se lo pague¡ª los comparte con nosotros.
Durante a?os me he re¨ªdo del alelado occidental que viaja a Benar¨¦s y confunde el misticismo y los canutos para terminar por confesarme una verdad: ?no he venido a la India demasiado viejo? ?No hay que viajar aqu¨ª de joven, cuando uno a¨²n puede aspirar a entender el pa¨ªs, quiz¨¢ a cambio de darle el todo que nos pide?
Naipaul, de casta brahm¨¢n, se pasma de la falta de limpieza, de ¡°la pomposa mediocridad¡± de, por ejemplo, algunos edificios. El color local parece, s¨ª, pensado para espantar extra?os: el urbanismo aleatorio, las bo?igas, las basuras, las callejas, ese cableado el¨¦ctrico que debe de necesitar, en efecto, de la providencia de cien dioses para no salir ardiendo. Nuestro hotel, frente al Ganges, se llama Paradise on the Steps: a nosotros han debido de dejarnos la parte de las steps, no la del paradise, y a falta de minibar, los cuartos vienen equipados con monos en el balc¨®n y salamanquesas en las paredes. Pero quiz¨¢ Benar¨¦s sea el sitio del mundo donde uno menos querr¨ªa ver una publicidad de cerveza: todo lujo que no se destine al rito ¡ªlas sedas, los pigmentos, los inciensos, los metales¡ª parece fuera de lugar en una ciudad a la que se viene a pensar en la vida y en la muerte. Porque quien aqu¨ª muera, ser¨¢ iluminado.
Tal vez esa atenci¨®n a la ultratumba explique el desd¨¦n hacia cosas del mundo contingente, pero el ojo se va haciendo a la belleza azarosa del descuido, a la inteligencia secreta que rige la vida de la calle, desde el primer t¨¦ ¡ªchai¡ª de la ma?ana a la tregua del crep¨²sculo. Benar¨¦s, sin embargo, se reserva la hora m¨¢s temprana para darse: un alba lenta y solemne como el paso de las barcazas, un amanecer sin prisa hasta que el sol va deslindando ante nuestros ojos el color del Ganges y el color de sus palacios.
Nueva Delhi. De lo mejor que se puede decir de Nueva Delhi es que no tiene problemas de tr¨¢fico. Por supuesto, tambi¨¦n tiene su vieja mezquita, su no menos viejo fuerte mogol, sus templos elegantes y sus templos populosos, as¨ª como buen comercio para que el turista crea haber encontrado alguna ganga. A la vez, es f¨¢cil ser injustos con Nueva Delhi como ciudad reciente, con sus amplias avenidas, ideales para la circulaci¨®n y el tedio y ¡ªeso s¨ª¡ª con su arquitectura no alineada, como un corbusier bautizado por el monz¨®n. Sin duda, quien ame el urbanismo ut¨®pico-org¨¢nico de la mitad del XX estar¨¢ feliz, pero debemos convenir que esta es una afici¨®n muy minoritaria.
Capital tard¨ªa, la ciudad parece estar siempre dando un pu?etazo en la mesa para asentar su propia importancia. Ayer fueron grandes cuarteles para el Ej¨¦rcito, vastos proyectos colectivistas, una est¨¦tica laica para un pa¨ªs que quer¨ªa pasar de paria a autoridad en el concierto de las naciones poscoloniales. Es la huella de Nehru, a quien siempre habr¨¢ que referirse, en ¨²ltima instancia, cada vez que nos preguntemos c¨®mo la India ¡ªcon sus cientos de taifas, sus razas, lenguas, religiones¡ª ha podido mantenerse unida y c¨®mo ha podido mantenerse democr¨¢tica. Hoy, Nueva Delhi afirma el papel de la India como capitana de las econom¨ªas emergentes, como telar y ordenador del mundo: fiel a una cultura que valora m¨¢s el pudor corporal que el dinerario, la capital se glor¨ªa de los viejos templos que adornan sus campos de golf, de los hoteles en los que pasar mil y una noches y de los ejecutivos que alardean del n¨²mero de cocineros en su casa. Sorprenda o no, esta nueva prosperidad se ve acompa?ada de un tambi¨¦n nuevo nacionalismo religioso hind¨², con mucho de desquite, cr¨ªtico con un Nehru que ¡ªen su opini¨®n¡ª habr¨ªa querido blanquear el legado cultural del pa¨ªs y someterlo a los modelos occidentales.
Un placer ¨²nicamente indio consiste en desayunar una tortilla masala mientras leemos las p¨¢ginas de contactos de The Hindu o The Delhi Times. En la India, muchos emparejamientos son por acuerdo, y el proceso de ligue tiene el romanticismo de la negociaci¨®n de un concordato. Uno puede buscar por casta: ¡°Pareja de igual estatus. Chica delgada, guapa, de piel clara, sin malos rollos, ?brahm¨¢n, educada en convento. Preferible pareja de casta alta¡±. Otros anuncios, seg¨²n se desciende en la escala, buscan ya menos la casta que lo importante: ¡°Familia con posibles¡± o ¡°chico trabajador¡±. El que m¨¢s me ha gustado: ¡°De preferencia, funcionario¡±.
Calcuta. Uno puede querer hacer negocios en Nueva Delhi y buscar el sentido de la vida en Benar¨¦s: si lo que quiere es divertirse, ser¨¢ mejor que vaya a Calcuta. Tiene la ventaja a?adida de que ser¨¢ el ¨²nico for¨¢neo. En los salones y fumaderos de Calcuta se incubar¨ªa el primer af¨¢n de independencia: descabezada por los ingleses, es llamativo que hoy esta ciudad viva en paz con su pasado colonial mientras el gobierno de Nueva Delhi no deja acercarse a las obras magnas de la arquitectura del imperio. Perdida toda ambici¨®n de capitalidad administrativa, econ¨®mica o comercial, Calcuta, pienso, ser¨ªa el lugar ideal para ir a enterrar una herencia entregado a las actividades de filosofar, holgar, vivir: si todav¨ªa es capital de algo, es capital de periodistas, editores e intelectuales.
Con esta soldadesca extra?a poco que hasta los restaurantes m¨¢s antiguos ¡ªTrincas, Mocambo¡¡ª hayan permanecido abiertos como un regreso a los cincuenta, o que Calcuta haya desarrollado su propio recetario chinesco. Aqu¨ª hay una libertad que se declina, para sorpresa de occidentales, en el acto de comer vacuno o cerdo, a ser posible en preparaciones que no hayan perdido una gota de la nata que ten¨ªan en tiempos menos inapetentes. Pero hay otra apertura que tiene que ver con la aceptaci¨®n de la mezcla que hizo Calcuta, y por eso hay barrio de armenios e iglesias portuguesas, jesuitas y masones y protestantes de no pocas denominaciones. En un momento de recrudecimiento nacionalista, sorprende tanto m¨¢s la conformidad con que se abrazan los pecios del imperio: la librer¨ªa Oxford a¨²n tiene el sello de garant¨ªa del ¨²ltimo virrey, Mountbatten, y el Victoria Memorial nos lleva al brillo del m¨¢s rutilante, lord Curzon. Y todav¨ªa, mientras uno admira las palmeras desmayadas de los cuadros de Daniell, cifra de la fascinaci¨®n occidental por la India, piensa que esa conversaci¨®n de continente a continente no ha sido in¨²til. Que ha subsistido una belleza de orilla a orilla, quiz¨¢ no en catedrales a la espa?ola, sino en oficinas de correos a la inglesa. Pero cuando uno empieza con la tentaci¨®n de la nostalgia, lo mejor que puede hacer es parar un Hindustan Ambassador ¡ªel maravilloso taxi de Calcuta¡ª y pedir que nos lleve a cualquier parte.
En la India hay lugares todav¨ªa en que vestir de blanco parece lo propio: sentados en la veranda de cualquier club esperamos ¡ªno se sabe en qu¨¦ orden¡ª las misericordias de un gin-tonic y el crep¨²sculo. Ante nosotros, una pradera que podr¨ªa servir para el cr¨ªquet o para el polo o, sencillamente, para calmar los ojos tras un d¨ªa de calor. Estamos en el Tollygunge de Calcuta, en el Gymkhana de Nueva Delhi, en el Bangalore Club o en el Madr¨¢s, y hay una hermosa cuadratura de la historia en que estos clubes nos hablen ya tanto de la vieja Inglaterra como de la vieja India. Ser¨¢ que, pese a todo, hay una fascinaci¨®n cruzada que no claudica, y si existe un Oriental Club en Londres, no deja de tener su l¨®gica conversacional que haya un Bengal Club en la India. Y si en el East India de Saint James¡¯s sirven curri, es una correspondencia del todo normal que en el Tolly sirvan cordero con salsa de menta.
El ritual es siempre el mismo: vamos a saludar al secretario del club, por lo general un coronel o un marino retirado. La oficina tambi¨¦n suele ser id¨¦ntica, con ventiladores y estampas de maraj¨¢s, pero con el excel sustituido por docenas de cuadernos de contable. Tras recibir su bendici¨®n y, quiz¨¢, el regalo de una corbata, el secretario nos deja sueltos en el bar. Y es all¨ª, entre cabezas de tigre y trofeos de plata de hace un siglo, que tambi¨¦n nosotros sucumbimos a la particular locura de la India y brindamos, como en la novela de Kipling, por convertirnos alg¨²n d¨ªa en reyes de nuestro Kafirist¨¢n particular.
¡°El este es el este, y el oeste es el oeste¡±, escribe Kipling tambi¨¦n, ¡°y nunca se encontrar¨¢n¡±. Pero est¨¢ claro que ellos nos conocen mejor a nosotros que nosotros a ellos: en el ¨²ltimo hotel, antes de tomar el avi¨®n a casa, leo el siguiente aviso: ¡°Por favor, no se suba a la ba?era tras beber alcohol¡±.
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