Falta de piedad
Inma, la mujer de la foto, se muri¨® de un infarto en el centro de atenci¨®n telef¨®nica en el que trabajaba, quiz¨¢ despu¨¦s de haber hablado con usted o conmigo, quiz¨¢ despu¨¦s de que usted o yo la abronc¨¢ramos porque estamos hasta la coronilla de que nos llamen, pero tambi¨¦n de llamar sin que nos atiendan. Ocurren las dos cosas: que suena el tel¨¦fono todo el rato con ofertas que no nos interesan, y que nadie nos atiende al otro lado cuando se nos ha ido la luz y los congelados se derriten. Las energ¨ªas empleadas en rechazar lo no solicitado y en implorar lo urgente provocan estallidos de furia que pagan los teleoperadores y las teleoperadoras, pobres v¨ªctimas de un sistema en el que las llamadas que entran tropiezan con las que salen sin que nadie ponga un poco de orden en el caos. Ser¨ªa interesante conocer la ¨²ltima llamada que atendi¨® Inma (sin duda est¨¢ grabada) y los t¨¦rminos en los que se desarroll¨®, pero nadie nos ha informado a¨²n sobre el asunto. Me tranquilizar¨ªa saber que no fui yo su ¨²ltimo cliente a fin de aliviar mi sentimiento de culpa, pues siempre que cuelgo con cajas destempladas a un teleoperador o teleoperadora me maldigo por no haberle dado un trato m¨¢s humano. En fin.
Inma falleci¨® sin que la actividad fren¨¦tica del centro de llamadas se paralizara. El cad¨¢ver permaneci¨® dos horas y cuarenta minutos en el puesto. Hubo mucha pol¨¦mica sobre la falta de piedad propia del capitalismo feroz en el que se desenvuelven nuestras vidas. Finalmente, la empresa permiti¨® que se le levantara este altarcito. Ignoramos qui¨¦n ocupa ahora el cuchitril de la difunta.
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