La palabra igualdad
Nunca, desde 1789, la palabra igualdad fue tan poquito. Si no conseguimos recargarla terminar¨¢ por no significar casi nada
S¨ª, hay palabras as¨ª: que se divierten confundi¨¦ndonos. Que consiguen un lugar de privilegio y se pronuncian y se repiten con denuedo y, sin embargo, nadie sabe bien qu¨¦ dice cuando va y las dice; nadie, menos a¨²n, cuando las oye. En ese juego la palabra igualdad no tiene igual.
Seamos francos, es francesa: igualdad tambi¨¦n empez¨® all¨ª, 1789. Era el jam¨®n del s¨¢ndwich: entre libert¨¦ y fraternit¨¦ hab¨ªa algo que parec¨ªa indispensable, la famosa ¨¦galit¨¦. Entonces estaba claro lo que significaba: la igualdad de los burgueses parisienses de la Revoluci¨®n era la igualdad ante la ley, que ning¨²n hombre tuviera m¨¢s derechos que otro por su mero nacimiento, que desaparecieran los privilegios feudales medievales y todos los hombres fueran dizque iguales. Dec¨ªa hombres y deber¨ªa haber dicho hombres blancos: al principio ni se les ocurri¨® que los negros esclavos tuvieran esos derechos, ni que las mujeres los tuvieran. Pero era una idea fuerte y empez¨® a difundirse.
Medio siglo despu¨¦s la Revoluci¨®n Francesa parec¨ªa haber fracasado y hab¨ªa, en cambio, movimientos que ped¨ªan otra igualdad: aquellos socialistas pretend¨ªan que todos los hombres fueran iguales social, econ¨®micamente. Que no hubiera unos pocos potentados y millones de pobres, que cada cual pudiera disfrutar por igual de su vida, que cada quien aportara lo que pod¨ªa y recibiera lo que necesitaba.
La idea fue locamente seductora: durante buena parte del siglo XX, millones murieron con la esperanza de que sus muertes sirvieran para concretarla. Pero, ya hacia fines, fue evidente que sus concreciones eran sus fracasos, que esa supuesta igualdad era el disfraz para el poder concentrado de unos pocos, radicalmente desiguales.
Tras ese fracaso ¡ª¡±el fin de la historia¡±¡ª la igualdad perdi¨® toda defensa y las grandes fortunas se apoderaron de m¨¢s y m¨¢s y conocimos ¡ªconocemos¡ª una de las ¨¦pocas m¨¢s desiguales que se recuerden. Era tan exagerado que muchos empezaron a preocuparse: los grandes capitalistas dijeron que esa desigualdad no era buena para los negocios; los bienintencionados dijeron que era intolerable para la moral. De distintas maneras muy distintos sectores empezaron a condenar la desigualdad. El problema es que no saben cu¨¢l es su contrario.
Ser¨ªa obvio decir que lo contrario de la desigualdad es la igualdad: tras el fracaso de los sistemas ¡°igualitaristas¡±, casi nadie lo dice. Entonces, para el ala derecha, la igualdad ha recibido un apellido con ¨ªnfulas: ¡°De oportunidades¡±. Lo que reclaman y proclaman es la ¡°igualdad de oportunidades¡±, una entelequia inveros¨ªmil. Esa igualdad deber¨ªa consistir en que, al principio, todos tengan las mismas chances: que la l¨ªnea de salida sea una para todos. Para empezar, la met¨¢fora de la carrera es triste: supone que su partida es igual solo para legitimar las desigualdades que se puedan ir produciendo en ese recorrido. O sea: que el fin de esa igualdad es legitimar la desigualdad resultante. Y, por otro lado, esa supuesta igualdad de inicio es falsa: por m¨¢s que un joven acceda a escuelas p¨²blicas o becas o ayudas nunca podr¨¢ recuperar la ventaja de quien tenga unos pap¨¢s educados y ricos, libros y contactos, charlas y viajes y acomodos ¡ªlos productos de la desigualdad.
Para el ala ?izquierda?, en cambio, la igualdad se ha reducido mucho. As¨ª como ¡°memoria¡± se volvi¨® el recuerdo de las atrocidades cometidas por alguna dictadura, ¡°igualdad¡± es la necesidad de igualar el trato y las opciones entre mujeres y hombres. Es indispensable; es reductor. En Espa?a, sin ir m¨¢s lejos, hay un ¡°Ministerio de Igualdad¡± que se ocup¨® b¨¢sicamente de eso: no de la igualdad de los obreros con sus patrones, no la de los parados sentados en un banco con los due?os y due?as de los bancos; no, casi todo se ha vuelto una cuesti¨®n de g¨¦nero. Es l¨®gico que, siendo las mujeres la mitad de la poblaci¨®n, ocupen la mitad de los sillones parlamentarios. Ser¨ªa l¨®gico, entonces, tambi¨¦n, que siendo los inmigrantes el 10%, uno de cada diez fuera para ellos. Y lo mismo para los obreros, los ancianos, los ensillados y dem¨¢s comunidades nada aut¨®nomas. El Congreso estar¨ªa lleno de miembros y, para reducirlo y que cupieran, habr¨ªa que trabajar los cruces: una mujer gitana y coja de origen rumano que limpia casas tendr¨ªa todas las chances de ser diputada, como bien sabemos.
O quiz¨¢ no. Entre g¨¦neros y oportunidades, el resultado es que nunca, desde 1789, la palabra igualdad fue tan poquito. Si no conseguimos recargarla, volver a darle un valor fuerte, terminar¨¢ por no significar casi nada. Y el problema no ser¨¢ suyo sino nuestro.
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