Maneras de doblar la servilleta
Cabe preguntarse si en todo hay moraleja o a veces hay una providencia que se lo pasa bien con nuestro absurdo
Unos definieron la vida como ¡°un valle de l¨¢grimas¡± y otros como ¡°una mala noche en una mala posada¡±, pero no por eso parece causar un entusiasmo generalizado la idea de morirse, y reflexionar sobre nuestra condici¨®n de ¡°seres para la muerte¡± es cosa que incomoda mucho a las visitas. Cuando, en el trance de su agon¨ªa, el fil¨®sofo Auguste Comte proclam¨® ¡°?qu¨¦ irreparable p¨¦rdida!¡±, alz¨® un monumento a la vanidad humana, desde luego, pero tambi¨¦n resumi¨® no pocos de los sentimientos comunes al pensar en esa primera noche en que ¡°la luna brillar¨¢ lo mismo / y ya no la ver¨¦ desde mi caja¡±.
Michel de Montaigne, encerrado en su torre, so?¨® con ¡°recopilar un archivo comentado sobre las muertes diversas de los hombres¡±. Rilke insist¨ªa en que cada uno iba madurando su propia muerte y nadie puede decir que el gran poeta no se aplicara en consecuencia: iba a morir tras el pinchazo de una rosa. Es notable c¨®mo a veces, en efecto, las muertes cuadran con las vidas. El cocinero Car¨ºme muri¨® mientras ense?aba a preparar unas quenelles, y un maestro de cava bordel¨¦s a¨²n pudo adivinar, con un estertor postrero, el ¡°Ch?teau¡ Lafite¡ 1970¡å que le hab¨ªan dado a modo de vi¨¢tico (y que, dicho sea en passant, m¨¢s que para confortar a un moribundo es un vino para resucitar a un muerto). Watteau, con su sensibilidad rococ¨®, todav¨ªa pudo espantarse del crucifijo mal pintado que le acercaron en su hora de agon¨ªa y San Juan de la Cruz pidi¨® que le ahorrasen las tiradas m¨¢s penitenciales de los salmos y le leyeran los vers¨ªculos desatados de amor de El cantar de los cantares. S¨ª, hay personalidades que son hasta el final lo que se espera de ellas, como si quisieran que su adi¨®s fuera un resumen de lo que han sido. No siempre para bien: cuando un soldado le orden¨® quitarse la ropa, Himmler le grit¨® irritado un ¡°?Usted no sabe qui¨¦n soy yo!¡±. Y, vanidoso hasta el final, Murat pidi¨® a sus ejecutores que no le dispararan, por favor, a la cabeza: antes muerto que despeinado. A veces las agon¨ªas no solo definen a los hombres, sino a las ¨¦pocas, y en la comparaci¨®n de las muertes de Austrias y Borbones puede leerse algo sobre la Historia de Espa?a. Felipe III se pregunta ¡°?De qu¨¦ me ha servido tanta gloria si no es para tener mayor tormento en la hora de mi muerte?¡±, mientras que Alfonso XIII, a la castiza, se limita a constatar: ¡°Estoy hecho polvo¡±.
Pocas muertes, con todo, a la altura de la de Ronald Knox, te¨®logo exc¨¦ntrico, poeta en lat¨ªn y traductor de la Biblia. Cuando le ofrecieron leerle fragmentos de su versi¨®n para aliviarle el tr¨¢nsito, ¨¦l rechaz¨® la propuesta cort¨¦smente: ¡°Oh, no, cielos. Pero es una idea muy graciosa¡±. Tan templado hasta el final, no se sabe si Knox refuerza la vieja idea que hace contiguas la santidad y la buena educaci¨®n. Pero s¨ª parecer¨ªa demostrar aquello por lo que Montaigne quiso compilar su archivo de ¡°muertes diversas¡±: para ilustrar que ense?ar a vivir y ense?ar a morir son una y la misma cosa. Y sin embargo¡
¡ Sin embargo, hay algo casi festivo en que la muerte tenga sus incoherencias y disparates e iron¨ªas. Y uno no le querr¨ªa quitar a Montaigne ni una brisa de raz¨®n, pero no siempre es f¨¢cil cohonestar las muertes con las lecciones ¨¦ticas. En vista de las ¨²ltimas palabras de un poeta en¨¦rgico y sublime como Paul Claudel ¡ª¡±doctor, ?cree que ha sido el salchich¨®n?¡±¡ª, cabe preguntarse si en todo hay moraleja o a veces hay una providencia que se lo pasa bien con nuestro absurdo. A un comecuras como Diderot su mujer le advirti¨® que no comiera un albaricoque: ¡°Pero, ?qu¨¦ da?o puede hacerme?¡±, pregunt¨® el philosophe. Tras comer el albaricoque, cay¨® muerto de un ataque al coraz¨®n. Pero tambi¨¦n un papa como Juan Pablo I se despidi¨® con un ¡°hasta ma?ana, si Dios quiere¡± para amanecer salami en su cuarto.
La muerte no es ajena a la iron¨ªa: el propio Montaigne, que muri¨® sin terminar su archivo, parece probarlo. No sabemos ni el d¨ªa ni la hora: no lo sab¨ªa, sin duda, aquel tipo ¡ªuna de las muertes m¨¢s pasmosas que recuerdo¡ª que, al salir del autob¨²s, vio c¨®mo su foulard quedaba atrapado entre las puertas. De modo que quiz¨¢, m¨¢s que filosof¨ªas, lo ¨²nico que podamos en verdad pedir para la muerte est¨¢ en aquellos versos que citaba Joan Perucho: ¡°No me deis amor, / que no sacia, / dadme alegr¨ªa / para morir¡±. Y despu¨¦s, doblar la servilleta mansamente.
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