Carta de amor a los aeropuertos
Son ya los ¨²nicos lugares donde se nos concede el mayor lujo de la contemporaneidad: no ser nada ni nadie
Hoy sabemos que los controladores ganan m¨¢s, pero ning¨²n ni?o quiso nunca ser controlador y casi todos alguna vez so?amos con ser pilotos. Era un oficio espl¨¦ndido. Llevaban un uniforme muy pint¨®n. Se pod¨ªan saltar todas las colas. Hablaban un lenguaje arcano: dec¨ªan bravo charlie como quien dice qu¨¦ tal vas. Ten¨ªan toda la legitimidad para tontear con las azafatas y hacer incursiones por las latitas de frutos secos del avi¨®n. Sobrevolaban Halifax a la misma hora en que otros nos baj¨¢bamos en Ant¨®n Mart¨ªn y, en definitiva, pasaban la vida en el mejor lugar posible: a miles de kil¨®metros de la gotera del ba?o. Aterrizar en casa a¨²n deb¨ªa de ser mejor: todo el mundo te festejaba porque tra¨ªas chocolates de fuera ¡ªque siempre est¨¢n m¨¢s ricos¡ª, y no se hab¨ªan acostumbrado a tu presencia cuando ya estabas despegando rumbo a La Coru?a o Estambul. El de piloto era ¡ªes¡ª adem¨¢s un trabajo con su componente filos¨®fico: dedicar tu tiempo a esquivar tormentas. Y grato: al terminar, te aplauden los ni?os. Eso no les pasa a los contables.
Este no es otro art¨ªculo contra Ryanair, ni siquiera contra Barajas. En todo caso, es llamativo c¨®mo la aviaci¨®n civil ha tenido encarnaciones tan diferentes en el plazo de una sola generaci¨®n. Primero, una vivencia de exclusividad: aquella existencia de altos vuelos de los pilotos. Despu¨¦s, una promesa de democratizaci¨®n. Su nueva cara puede verse en las caras de abotargamiento a primera hora de la ma?ana en cualquier aeropuerto del mundo: volar ya es una experiencia de proletarizaci¨®n o, al menos, el gesto visible de nuestra conversi¨®n en servidores de la productividad. En apenas unos a?os, lo que era lujoso ¡ªel viaje¡ª se ha vuelto obligado. Y lo que era corriente ¡ªqu¨¦ ten¨ªan los pobres, sino tiempo¡ª se ha vuelto inalcanzable. En este proceso, sin embargo, hay algo m¨¢s llamativo todav¨ªa. Hoy pasamos en los aeropuertos el tiempo que antes la gente pasaba en las iglesias, de modo que los aeropuertos se han transformado, como las ventas del Siglo de Oro o las estaciones de la posguerra, en lugares desde los que ver ¡ªy, pese a todo, sentir y amar¡ª la vida. Hace un siglo, el escritor cosmopolita Valery Larbaud dijo que hab¨ªa conocido toda la dulzura de vivir en la cabina de un Nord-Express: en nuestros d¨ªas, quiz¨¢ la descubriera tomando una copa de vino blanco y una mortadela casi transparente en Fiumicino.
Para ser alguien sin m¨¢s pasiones viajeras que no alejarse mucho del Retiro, he tenido alguna vivencia aeroportuaria un poco zombi: entrar en la sala de autoridades de Malabo, o¨ªr mi nombre a las cinco de la madrugada en la megafon¨ªa del aeropuerto de Tirana o pasar a Guyana sin que nadie estampille mi pasaporte en Georgetown. Hay un amor por esos aeropuertos de juguete en los que te recibe ¡ªGrenada, Santa Luc¨ªa¡ª un retrato del primer ministro, quiz¨¢ un recuerdo de la edad en que la gente ped¨ªa zumo de tomate durante el vuelo y pasaban carritos con peri¨®dicos calientes todav¨ªa. Lo mejor de los aeropuertos, sin embargo, es c¨®mo nos hacemos a ellos, c¨®mo humanizamos lo que a veces parece que debe de ser la distop¨ªa de otra vida. En Londres, a las seis de la ma?ana, hay bares donde solo se bebe cerveza y copas. En Roma, a la misma hora, las tiendas de lujo est¨¢n abiertas porque siempre hay un chino con la urgencia de gastarse 5.000 euros en unas sandalias. ?Qu¨¦ hacer? En Londres, comerte un humeante bacon bap. En Roma, beberte un caf¨¦ excelente. Y, en todas partes, curiosear el nombre de las naves ¡ªConcepci¨®n Arenal, Costa C¨¢lida, Macizo del Garraf¡ª con la ilusi¨®n de poner uno alg¨²n d¨ªa, o buscar una mirada para ese momento de amour fou que se nos habr¨¢ olvidado al llegar a la fila 29. El aeropuerto nos ense?a que siempre hay misericordias pese a todo. Incluso en el terreno m¨¢s hostil a la vida humana, que es el aeropuerto de Barajas.
Se ha dicho que los aeropuertos son ¡°no lugares¡±: al menos, son lugares para un desamparo de maleta abandonada, vuelta tras vuelta, en la cinta. Hay algo, sin embargo, que nos llama en esos pasillos vastos como estepas, y avanzamos por ellos attach¨¦ al hombro, cada vez m¨¢s reducidos, como en busca de la mano de una madre inmensa. Hasta que, al final, caemos en la cuenta de que, m¨¢s que ¡°no lugares¡±, son ya los ¨²nicos lugares donde se nos concede el mayor lujo de la contemporaneidad: no ser nada ni nadie y estar solos. Mientras so?amos, quiz¨¢, con llevar una vida que nos haga dignos de tener ¡°algo que declarar¡± en la aduana.
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