La palabra revoluci¨®n
?ltimamente s¨®lo la usamos para hablar de alg¨²n nuevo aparato: la revoluci¨®n ser¨¢ digital o no ser¨¢

Palabras que se ocultan, palabras que perdemos. ?Y aquellas que se funden, que silenciosamente se deshacen? Hay palabras que suenan con una fuerza que pocas otras tienen, y de pronto el silencio. La palabra revoluci¨®n es un ejemplo duro.
La palabra revoluci¨®n empez¨® raro. Viene, como suelen, del lat¨ªn, pero revolutio pod¨ªa ser un movimiento constante, siempre repetido, como las revoluciones de un planeta alrededor del Sol, y todo lo contrario: un movimiento brusco, casi imprevisible, que cambiaba para siempre una situaci¨®n, una sociedad, tal o cual arte.
Revoluci¨®n es entonces, para empezar, caprichosita. Pero en los ¨²ltimos siglos su sentido de cambio radical se impuso por mucho al de la trayectoria previsible. Por lo menos desde fines del siglo XVIII, cuando la American Revolution liber¨® a esos comerciantes y terratenientes esclavistas de la tutela del rey de Inglaterra y la R¨¦volution Fran?aise liber¨®, por unos a?os, al pueblo franc¨¦s de la cabeza de su rey borb¨®n. Se hab¨ªa consolidado un modelo, casi un algoritmo: un sector de la sociedad, que ten¨ªa menos poder que el que cre¨ªa que deb¨ªa, se levantaba en gritos y/o en armas para tomar ese poder ¡ªy, al hacerlo, reformular las sociedades que formaban.
As¨ª fue que a principios del siglo XIX en ?am¨¦rica se sucedieron las revoluciones: Argentina, Chile, Colombia, M¨¦xico y varios m¨¢s tuvieron las suyas, que terminaron por producir eso que ahora llamamos Argentina, Chile, Colombia, M¨¦xico y varios m¨¢s. Y durante todo ese siglo las hubo aqu¨ª y all¨¢, que tumbaron reyes y expulsaron colonizadores, hasta que lleg¨® la revoluci¨®n por excelencia: la Revoluci¨®n de Octubre ¡ª?que, para confundir al enemigo, sucedi¨® en noviembre¡ª de 1917, Mosc¨², San Petersburgo y los soviets de Lenin y Trotsky que parec¨ªan armar, por fin, tras tanto intento, una sociedad que deb¨ªa ser igualitaria.
Entonces la palabra ¡ªla idea de¡ª revoluci¨®n se concentr¨® en ese sentido: la revoluci¨®n consist¨ªa en pelear para construir el socialismo, los revolucionarios eran los que estaban dispuestos a darlo todo para conseguirlo. Pero la lucha por las palabras no se detiene nunca. Un sector ¡ªpol¨ªtico, social, est¨¦tico¡ª consigue apropiarse de una y la usa como estandarte durante cierto tiempo: en esos d¨ªas revoluci¨®n evocaba izquierdistas o independentistas cimentando un poder diferente. Pero ya hab¨ªa quienes la disputaban: el cabo Hitler, por ejemplo, hablaba de su ¡°revoluci¨®n nacionalsocialista¡±. Y unos a?os despu¨¦s militares sudacas tambi¨¦n llamaron revoluciones a sus golpes: en Argentina, en 1955, el cuartelazo que derroc¨® a Per¨®n se titul¨® ¡°Revoluci¨®n Libertadora¡±, y 11 a?os m¨¢s tarde otro jefe de banda latina, el general Ongan¨ªa, dio otro golpe y le puso ¡°Revoluci¨®n Argentina¡±.
Pero en esos tiempos todav¨ªa, para todas las izquierdas y no tan izquierdas, la revoluci¨®n por excelencia era la cubana, esa epopeya en que unos j¨®venes intr¨¦pidos derrocaban a una dictadura podrida en nombre de tantas libertades ¡ªincumplidas. Y tambi¨¦n eso se acab¨®, junto con todo el resto. En los ochenta la lucha por las palabras se volvi¨® despiadada: una revoluci¨®n o contrarrevoluci¨®n, la neoliberal de Thatcher y Reagan, cambiar¨ªa tantas cosas y ganar¨ªa tambi¨¦n ciertas batallas l¨¦xicas. Primero se apoderaron de la palabra cambio: en esas d¨¦cadas ¡°cambio¡± signific¨® la ca¨ªda de los reg¨ªmenes sovi¨¦ticos, el triunfo de Occidente y su Mercado y su globalizaci¨®n. Cambio, que siempre hab¨ªa sido una palabra de los renovadores, se transform¨® en la manera de decir que muchas cosas ser¨ªan como antes. Nos la dejamos robar sin defendernos.
Con la palabra revoluci¨®n pas¨® algo peor: se vaci¨® de sentido, lo perdi¨®. ?ltimamente s¨®lo la usamos para hablar de alg¨²n nuevo aparato que nos arma rutinas diferentes: la revoluci¨®n ser¨¢ digital o no ser¨¢, grita la tecnocasta. Y los que alguna vez cre¨ªmos que ser¨ªa social, pol¨ªtica, econ¨®mica, cultural incluso, no sabemos contestarles porque no sabemos c¨®mo querr¨ªamos que fuera ese mundo por el cual valdr¨ªa la pena revolucionar ¨¦ste. Una vez m¨¢s, la falta de una idea clara de futuro nos impide desearlo y no hay ¡ªyo no conozco¡ª ninguna forma m¨¢s intensa de desear un futuro que intentar, para ponerlo en pr¨¢ctica, una revoluci¨®n.
Por eso ahora no hablamos de revoluci¨®n: porque no sabr¨ªamos qu¨¦ decimos. Hemos perdido una palabra que era mucho m¨¢s que una palabra. A veces creo que alcanza con decir hemos perdido; otras veces me r¨ªo y me espanto de la grandilocuencia f¨¢cil del vencido ¡ªy creo que vamos a inventar nuevas palabras o sentidos nuevos para las de siempre. La ilusi¨®n, esa voluntad de lo improbable, es el principio necesario de cualquier revoluci¨®n.
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