Refugiada en una c¨¢mara frigor¨ªfica
Un grupo de solicitantes de asilo liberados en Madrid tras vivir varios meses hacinados en un restaurante relatan los abusos a los que les someti¨® su casera
Mariana vivi¨® 60 d¨ªas dentro de la c¨¢mara frigor¨ªfica apagada de un restaurante. Su casera, Julia A. C., le cobr¨® 150 euros al mes. Por adelantado. Acababa de llegar a Espa?a pidiendo asilo desde Colombia y necesitaba un sitio donde dormir. Lleg¨® una madrugada del pasado diciembre, se tumb¨® abrazada a sus maletas y llor¨® toda la noche. ¡°Do?a Julia sab¨ªa medir la desesperaci¨®n de cada uno de nosotros¡±, describe Mariana, una teleoperadora de 23 a?os.
Como Mariana, que pide que no se revele su verdadero nombre, viv¨ªan en ese local otras 20 personas, incluidos dos beb¨¦s. Julia, la casera, tambi¨¦n. La mayor¨ªa de los inquilinos eran solicitantes de asilo de Colombia y Venezuela y, aunque el Estado est¨¢ obligado a ofrecerles acogida si no tienen recursos, ninguno fue informado de ello. Pagaron hasta 400 euros al mes por dormir en colchones sacados de la basura que do?a Julia colocaba en la barra del bar, bajo la campana extractora de la cocina, en la despensa, en el pasillo o en el comedor, separados por mamparas de tela y cart¨®n. Mataban cucarachas por todas partes. As¨ª, en espacios de un metro por metro y medio, enfrentaron las primeras semanas de la pandemia. Siete inquilinos y dos agentes reconstruyen ahora c¨®mo el restaurante El Buen Gusto, en el madrile?o barrio de San Blas, acab¨® por convertirse en un caso policial.
Hay vecinos que tienen un buen recuerdo de las mejores ¨¦pocas de esa parcela, un asador con un agradable jard¨ªn. La explotaci¨®n del local cambi¨® varias veces de manos hasta caer, en 2017, en las de do?a Julia, pero esta boliviana de 59 a?os nunca lleg¨® a servir un men¨². Us¨¢ndolo como alojamiento ilegal, el hueco de la barra del bar le rend¨ªa 700 euros al mes; el del fondo del comedor, 250; la c¨¢mara frigor¨ªfica subi¨® a 220; otros 400 por el camastro de la familia del piso de arriba¡ Hab¨ªa, adem¨¢s, ingresos extra. Cobraba por el wifi 10 euros y por el empadronamiento ¡ªun tr¨¢mite gratuito¡ª, 50 euros. En total, calculan sus inquilinos, do?a Julia se embolsaba m¨¢s de 8.000 euros al mes. Gastos, apenas los necesarios: tras ducharse ella apagaba el calentador para el resto y por la noche les cortaba la luz. ¡°Soy m¨¢s lista que el hambre¡±, ¡°yo soy amiga del dinero¡±, ¡°si no te gusta te vas¡±, sol¨ªa repetirles como una cantinela. Las quejas se resolv¨ªan r¨¢pido: ¡°En cualquier momento llamo a la polic¨ªa para que te deporten¡±.
La polic¨ªa finalmente apareci¨®, pero para llevarse a do?a Julia detenida. Un vecino alert¨® del movimiento en pleno confinamiento y los agentes de la Polic¨ªa Nacional, tras comprobar la larga lista de personas que, inexplicablemente, la casera hab¨ªa conseguido empadronar en un local sin c¨¦dula de habitabilidad, tocaron a su puerta el pasado 21 de abril. Las condiciones impactaron a los polic¨ªas. ¡°La mujer les dec¨ªa que estaba contagiada de coronavirus y les amenazaba con escupirles en el plato¡±, relata un agente.
Do?a Julia quiz¨¢ no era ¡°m¨¢s lista que el hambre¡±, como les dec¨ªa a sus inquilinos, pero sus presas eran muy vulnerables: dos familias inmigrantes sin techo; Ernesto, un rider venezolano que ten¨ªa que enviar todo el dinero que ganaba a sus padres y no pod¨ªa permitirse alquilar un piso; ?lvaro, F¨¦lix y Luis, tres colombianos desplazados por la violencia, con sus ¨²ltimos ahorros... ¡°Estaban muy desubicados, sin trabajo, y se agarraron a esto. Era gente humilde en un pa¨ªs extra?o¡±, explican los investigadores. Mariana, desde la c¨¢mara frigor¨ªfica y despu¨¦s desde otro min¨²sculo habit¨¢culo, fue quiz¨¢ quien m¨¢s se enfrent¨® a do?a Julia, cansada de los abusos. ¡°Ella me odiaba. Me quit¨® la llave del ba?o, me desaparec¨ªa dinero y me romp¨ªa los vestidos. Me anunci¨® a los hombres de la casa como si fuese prostituta¡±, recuerda la joven colombiana. ¡°Dormir en la nevera era escalofriante. Yo ca¨ª en una depresi¨®n tremenda. Al principio ten¨ªa mis ahorros, pero se me fueron yendo en comida y nadie me alquilaba¡±.
Una convivencia entre amenazas y conjuros
La convivencia estaba sometida al control de la casera, que pasaba una parte del d¨ªa conjurando hechizos de brujer¨ªa contra sus hu¨¦spedes. Ni pod¨ªan encender la luz de noche, ni escuchar m¨²sica en el m¨®vil, ni siquiera juntarse entre ellos. ¡°Aqu¨ª no hab¨¦is venido a hacer amigos¡±, les dec¨ªa. La relaci¨®n se tens¨® en marzo, cuando varios de sus inquilinos, ya sin ahorros, se vieron en mitad de la pandemia con total restricci¨®n de movimientos. Do?a Julia se empe?¨® en echarlos ¡ª¡°yo no estoy aqu¨ª para ayudar a nadie¡±, cuentan que les dijo¡ª. Les cort¨® el wifi, impidi¨¦ndoles que se comunicaran con sus familias, y recurri¨® a un par de escuderos rumanos que presum¨ªan de su historial delictivo para amedrentarlos.
Do?a Julia, que seg¨²n la polic¨ªa tiene antecedentes por coacciones en un caso parecido, no cay¨® sola. Los agentes tambi¨¦n detuvieron al due?o del restaurante, que es secretario general de un Ayuntamiento madrile?o. ?l asegur¨® a los agentes que no sab¨ªa nada de lo que ocurr¨ªa en su local. Cobraba un alquiler de 1.000 euros en mano y nada m¨¢s. Pero don Gerardo, como le conoc¨ªan los inquilinos, apareci¨® en el restaurante al menos tres veces. Tocado con un sombrero blanco, se sentaba en un mugriento sof¨¢ de cuadros frente a la barra del bar donde dorm¨ªan dos colombianos tras una s¨¢bana. Do?a Julia le serv¨ªa caf¨¦ y charlaban de piernas cruzadas, mientras la vida de 21 personas discurr¨ªa alrededor. ¡°Mi participaci¨®n fue 0. Fue un incumplimiento por parte de la inquilina porque yo no sab¨ªa que alquilaba. Alguna vez vi a alguien, pero pens¨¦ que era gente que estaba all¨ª para hacer reparaciones. ?C¨®mo voy a meterme yo, con mi posici¨®n, en semejante asunto?¡±, cuestiona el propietario a EL PA?S. Ni los dos principales investigadores del caso ni los siete inquilinos entrevistados por este peri¨®dico le creen.
Mariana cuenta ahora su historia en un centro para solicitantes de asilo. Aparece desafiante en el marco de la puerta fumando un cigarrillo de vapor, pero tarda cinco minutos en derrumbarse. Huy¨® de Colombia dejando a su hijo de siete a?os a cargo de su abuela y acaban de llamarla para contarle que no est¨¢ bien cuidado. ¡°Mi hijo no est¨¢ seguro all¨¢. Anda en unas condiciones horribles. Mi abuela me ha traicionado. No soporto verlo as¨ª¡±, solloza. ¡°Necesito que pase este caos para traerlo, pero sufre neumon¨ªa y me da miedo arriesgarlo. Estoy desesperada¡±. Asegura que se march¨® para evitar que la asesinaran. Viv¨ªa al lado de un punto de venta de drogas y tuvo problemas con los traficantes. Un d¨ªa, al volver del trabajo la atacaron por la espalda. ¡°Me pegaron entre tres. Me arrancaron un trozo de piel de la cabeza con los dientes¡±, recuerda. Mariana denunci¨® la agresi¨®n y firm¨® su sentencia de muerte. ¡°Decretaron una orden de alejamiento, pero era solo un papel, all¨¢ nadie obedece eso. Me persegu¨ªan hasta en el colegio de mi hijo¡±.
La historia de do?a Julia no acaba con su detenci¨®n. La mujer volvi¨® al restaurante, quit¨® el precinto policial y arrambl¨® con las pertenencias que sus inquilinos no tuvieron tiempo de llevarse. Les quit¨® ropa, zapatos y todo lo que encontr¨® de valor, denuncian ellos. Volvi¨® a ser detenida. Maiker Jes¨²s Rodriguez, un ingeniero civil venezolano de 30 a?os, perdi¨® sus bolsas de viaje, pero solo reclama su tableta: ¡°Tuve una hija que muri¨® hace dos a?os y all¨ª estaban las ¨²nicas fotos que tengo de ella. Lloraba con ellas a mi muchacha. No quiero plata, quiero que esa mujer me devuelva mis ¨²nicos recuerdos¡±.
"Nos exigi¨® 2.100 euros por adelantado por un colch¨®n para dos"
F¨¦lix Candelo, en la foto, y ?lvaro Rodr¨ªguez, que prefiere no aparecer, son dos amigos colombianos que decidieron migrar a Espa?a a finales de diciembre. Llegaron al restaurante tras agotar su reserva de una semana en un hostal. Do?a Julia les ofreci¨® el hueco de la barra del bar, junto al grifo de cerveza. La casera les exigi¨® 350 a cada uno y tres meses por adelantado, un total de 2.100 euros por un colch¨®n en el que estos dos hombres grandes se apretaban cada noche. Les cobr¨® adem¨¢s 100 euros por empadronarlos. Los dos colombianos, que hu¨ªan de la violencia de sus ciudades, le entregaron todos sus ahorros y tuvieron que peregrinar por iglesias pidiendo comida. Al desatarse la pandemia ya no ten¨ªan dinero y do?a Julia amenaz¨® con echarles. ¡°Tuve que empe?ar mi collar de oro, lo ¨²ltimo que me quedaba, para pagarle el mes de marzo¡±, lamenta Candelo.
"Me deprim¨ª horrible en aquella nevera"
Yoli, de 39 a?os, tambi¨¦n vivi¨® en la c¨¢mara frigor¨ªfica. Pagaba 220 euros el mes. Licenciada en Educaci¨®n, march¨® de Venezuela buscando c¨®mo mantener a su hija de 11 a?os. Su sueldo, en el Ministerio de Educaci¨®n venezolano, no era suficiente para pagar ni una Coca-Cola, asegura. Dej¨® a su hija con la abuela y viaj¨® a Madrid para pedir asilo. En la comisar¨ªa conoci¨® a un compatriota que le habl¨® de un alojamiento, el de do?a Julia. ¡°Me pidi¨® 220 euros cuando llegu¨¦. Me meti¨® en aquella nevera un mes. Me deprim¨ª horrible, yo no pod¨ªa vivir ah¨ª¡±, recuerda Yoli llorando. ¡°Me dijo que si le daba 350 euros me cambiaba al otro lado de la cocina y me daba una llave y acept¨¦. Aun as¨ª, varias veces intentaron entrar en mi habitaci¨®n. La situaci¨®n con ella era terrible. Maltrataba a la gente¡±, asegura.
"Le entregu¨¦ mis herramientas de trabajo para quedarme"
Luis Evelyn, barbero de 30 a?os, era un hombre atemorizado cuando lleg¨® en enero al restaurante. Hab¨ªa huido de Colombia con miedo de ser asesinado, pidi¨® asilo y despu¨¦s de un mes acogido en casa de una conocida se vio sin techo. ¡°Tuve que salir con mis maletas en la mano, sin dinero. Te juro que ten¨ªa el temor de amanecer en la calle. Lloraba solo¡±, recuerda emocionado. Evelyn encontr¨® el anuncio de do?a Julia en una farola y acudi¨® al restaurante con sus ¨²ltimos 250 euros en el bolsillo. ¡°Me exigi¨® pagar dos meses por adelantado y yo no ten¨ªa todo el dinero", recuerda. "Yo me hab¨ªa tra¨ªdo mis herramientas de barbero para trabajar aqu¨ª, pero tuve que entreg¨¢rselas para poder quedarme¡±. Como Evelyn no ten¨ªa c¨®mo pagar por el empadronamiento, la casera se neg¨® a hacer el tr¨¢mite. "Las iglesias sin padr¨®n no me daban comida".
"Aquello era un gallinero, pero yo estaba en una situaci¨®n dif¨ªcil"
Maiker Jes¨²s Rodr¨ªguez tiene 30 a?os y se gradu¨® en ingenier¨ªa civil en Venezuela. Cuando lleg¨® a Espa?a en diciembre se aloj¨® en un hostal de 20 euros la noche, pero necesitaba algo m¨¢s barato y estable para recomenzar su vida. ¡°Conocimos a un muchacho colombiano que conoc¨ªa a una persona que estaba alquilando", recuerda. ¡°En un principio nos pidi¨® 400 euros por cama, pero conseguimos rebajarlo un poco. Le pagamos tres meses por adelantado. Al entrar la sorpresa fue tremenda. Aquello era un gallinero, pero yo estaba en una situaci¨®n dif¨ªcil y con las maletas en la puerta¡±.
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