¡®Riders¡¯: los fr¨¢giles amos de las calles
Se han convertido en reyes inesperados de las ciudades vac¨ªas. Circulan por ellas a velocidad de v¨¦rtigo. Algunos ven en el trabajo una v¨ªa de escape. Otros protestan por el riesgo al que se exponen durante las entregas de pedidos. As¨ª viven la pandemia los repartidores ciclistas.
La calle de Preciados, una de las v¨ªas comerciales m¨¢s transitadas de Madrid, est¨¢ desierta cuando Gustavo Gaviria, un colombiano de 29 a?os, la enfila con su bicicleta Moma, modelo plegable, el¨¦ctrico, ¡°modificado en un 95%¡±, con el que ha recorrido unos 30.000 kil¨®metros en dos a?os y medio. ?l va vestido de negro, con botas y pantal¨®n militares que le confieren el aire de pertenecer a una guerrilla urbana. Una mochila amarilla cuelga de su espalda. De momento est¨¢ vac¨ªa. Su turno empieza a las dos. Queda apenas media hora. Sigue hacia la Puerta del Sol. Y a mitad de calle, envuelta en el silencio, se escucha con nitidez el revent¨®n de su rueda trasera, seguido de una copiosa fuga de aire.
¡°Llevaba 4.000 kil¨®metros sin un pinchazo¡±, calcula Gaviria poco despu¨¦s mientras desarma el puzle de su bicicleta a los pies del cartel de T¨ªo Pepe, en Sol. El colombiano ense?a la goma reventada, con parches en cinco puntos. Se acerca una patrulla y le sugieren que la calle ¡°no es un taller¡±, pero al comprobar su empleo le dejan seguir. A lo largo del d¨ªa, la polic¨ªa le parar¨¢ cuatro veces. En ninguno de los controles tendr¨¢ problemas. ¡°La mochila se ha convertido estos d¨ªas en un salvoconducto¡±, dice.
Son bolsas c¨²bicas, de colores chillones, reconocibles a centenares de metros. Publicidad andante. Y a la vez una espaciosa bolsa t¨¦rmica. Amarilla: Glovo. Turquesa: Deliveroo. Verde: Uber Eats. El signo inconfundible de los repartidores, convertidos en los reyes inesperados de las ciudades vac¨ªas. Esforzados currantes de la econom¨ªa de plataformas. M¨¢ximos exponentes de la uberizaci¨®n del empleo y del mundo. Un atisbo, quiz¨¢, de la ¡°nueva normalidad¡± que nos viene. M¨¢s virtual y tecnol¨®gica, y puede que m¨¢s precaria. Dirigida por un algoritmo. Preparada para una vida en cuarentena, con una mayor¨ªa en sus casas y unos pocos en las calles. Flechas circulando de un lado a otro para llevar cualquier cosa a domicilio. Algunos en coche, muchos en moto, la mayor parte en bicicleta.
¡°Ahora la calle es tuya¡±, dice Gaviria. Curtido en las madrugadas de una urbe ¡°que no dorm¨ªa¡±, la ciudad le recuerda a un ¡°set de pel¨ªcula¡±, un lugar ¡°inh¨®spito¡±, ¡°sobrecogedor¡±, ¡°silencioso¡±. Es 20 de abril, a¨²n no han comenzado las medidas de desescalada. ¡°Cambias de marcha y se oye en todas partes. Es inquietante¡±. Tambi¨¦n, a?ade, es una ciudad con el aire m¨¢s limpio. Gaviria es m¨²sico. Lleg¨® a Espa?a en 2012 para estudiar y abrirse un ¡°campito en el mundo del arte¡±. Pianista, compositor y productor, sol¨ªa dedicar las tardes a lo suyo y las madrugadas a trabajar de ciclista para Glovo. La pandemia trastoc¨® sus aspiraciones: ¡°Lo m¨¢s prescindible ahora tal vez sea la cultura¡±. Decidi¨® aumentar las horas de bici y reducir las de arte: ahora solo practica, para no perder su nivel al piano. Vive con su novia, violonchelista y rider, en una buhardilla con vistas a las estrellas en la que cohabitan con sus instrumentos y dos bicicletas plegables. Ella dej¨® de pedalear para evitar el contagio. Gaviria lo ve de otro modo: ¡°Ir en bici es una v¨ªa de escape¡±. No le tiene ¡°miedo¡±, pero s¨ª ¡°respeto¡± al virus. Sus orejas est¨¢n rojas de llevar la mascarilla.
Tras 40 minutos, arma de nuevo el puzle e infla la rueda con una ¡°bomba a bater¨ªas¡± que guarda en la mochila. Con las manos negras, reflexiona: ¡°La gente recibe un pedido y no sabe lo que hay detr¨¢s¡±. Se sube de nuevo a su Moma, localiza una fuente para lavarse, se enfunda los guantes de medio dedo y dice: ¡°A empezar la jornada¡±.
Al poco, el m¨®vil le anuncia una primera orden a recoger en la sandwicher¨ªa Rodilla, de Sol. El local est¨¢ cerrado al p¨²blico, como todos. Solo funciona para pedidos. Se asoma un empleado con una bolsa y se la entrega a Gaviria. Este toma una foto del recibo. Introduce el paquete en la mochila. Y aunque la aplicaci¨®n le sugiere una ruta de 6,5 kil¨®metros hasta el destino, a orillas del Manzanares, el ciclista prefiere trazar la suya, ara?¨¢ndole unos c¨¦ntimos al algoritmo. El descenso por las calles del Rastro resulta placentero. Luce el sol, es primavera, las calles solitarias permiten ir por cualquier carril. Al poco, Gaviria alcanza su objetivo. Se adentra en un bloque residencial cuyas zonas comunes han sido precintadas. En el ascensor hay un cartel con las normas durante el confinamiento. Son casi las cuatro y la mujer que abre la puerta, cuando se le pregunta qu¨¦ tal lo lleva, responde: ¡°Bueno¡¡±. Tiene trillizas. De cuatro a?os. Acaba de terminar de darles de comer. Ha pedido para ella unos s¨¢ndwiches ya preparados. A Gaviria le suma 5,37 euros en la cuenta.
Tras el primer pedido, lo normal es dejarse llevar. Un rider sabe d¨®nde empieza, no d¨®nde acaba. Como es una ¡°hora valle¡±, Gaviria propone ir al barrio de Salamanca, donde a partir de las cuatro ¡°comienza la acci¨®n¡±. Estos d¨ªas de coronavirus, dice, la demanda est¨¢ ¡°vol¨¢til¡±. Los picos de comidas y cenas han dado paso a los de compras de supermercado, que suelen alcanzar su c¨¦nit ahora. Al cruzar Madrid en bici, se ven fragmentos de lo que hemos vivido todos: un ni?o que celebra su cumplea?os en una terraza y recibe felicitaciones a gritos de los transe¨²ntes; un coraz¨®n suspendido sobre la calle, colgado entre balcones; un cartel con el mensaje: ¡°Juntos lo conseguiremos¡±.
La sensaci¨®n es de domingo. Pero uno raro, porque no hay cr¨ªos, ni risas, nadie camina con nadie ni charla con nadie, y la mayor¨ªa de veh¨ªculos son de transporte de mercanc¨ªas o autobuses, aunque se percibe que la ciudad comienza a arrancar con el regreso de las actividades no esenciales. Tras la puerta de Alcal¨¢, del Retiro brota un intenso olor a naturaleza desbocada y salvaje. A la altura de O¡¯Donnell, a Gaviria le salta otro pedido. Ha de acudir a un comercio llamado Juicy Avenue, especializado en zumos, junto al metro de Goya. Su due?o confiesa que sobrevive gracias a que se ha permitido la entrega a domicilio. Ha prescindido temporalmente de sus empleados, pero al menos le da para pagar el alquiler. La entrega es muy cerca, en el coraz¨®n de este barrio de renta alta. La recoge en el portal una joven que explica: ¡°Son unos zumos, para la merienda¡±. A Gaviria le suman 2,94 euros. Acto seguido, le cae un nuevo reparto: ha de acudir a un Carrefour a por una compra de fruta y verdura: limas, boniatos, d¨¢tiles, pl¨¢tanos, jud¨ªas, naranjas, fres¨®n, remolacha¡ Unos seis kilos que entrega en la calle de Castell¨®, a cuatro minutos. En el estrecho ascensor apenas entra con la mochila. Deposita las bolsas en el suelo y una mujer y un ni?o le miran tras la puerta. Otros 2,97 euros.
De inmediato salta un nuevo pedido: este es doble, y ha de recogerse en S¨²per Glovo, una especie de almac¨¦n de ultramarinos. Hay dos en Madrid. No abren al p¨²blico. Solo surten a los repartidores. Y se encuentran en calles anodinas, sin ning¨²n distintivo en la puerta. Nadie dir¨ªa qu¨¦ esconden salvo porque en las inmediaciones se arremolinan pu?ados de riders. Funcionan las 24 horas, y junto a la entrada de este hay un cartel escrito a mano: ¡°?Mantener distancia de seguridad, por favor!¡±. Gaviria se asoma y da el n¨²mero de referencia de su pedido.
Frente a la puerta, en su furgoneta, se encuentra Iris Arroyo, madrile?a de 48 a?os que estos d¨ªas ha estado repartiendo unas 10 horas diarias. Con la experiencia que le confiere la calle, describe la evoluci¨®n comercial durante la pandemia. ¡°Las primeras semanas la gente compraba como si fuera el apocalipsis. Lo del papel higi¨¦nico era cierto¡±, dice. ¡°Cerraron muchos comercios de hosteler¨ªa, incluido el McDonald¡¯s, que era el m¨¢s habitual. Pero subieron las compras de supermercado, farmacias y estanco¡±. Luego, reabrieron los restaurantes, pero solo para env¨ªos a domicilio. Muchos nuevos se apuntaron. ¡°Para ellos ha sido la ¨²nica forma de tener ingresos y mantener a la plantilla¡±. ?ltimamente, percibe un descenso en el consumo. ¡°Se notan los despidos y los ERTE que no se cobran¡±.
Aunque el volumen de negocio ha bajado en todo el sector, las empresas de reparto paladean las oportunidades del ¡°nuevo mundo¡±. En palabras de un directivo de una de ellas: ¡°La transformaci¨®n va a ser bestial. Va a cambiar todo, la educaci¨®n, la restauraci¨®n, los comercios. La pandemia va a acelerar muchas cosas. En cuesti¨®n de meses veremos lo que hubiera tardado a?os¡±. Pide que imaginemos qu¨¦ ocurrir¨¢ cuando alguien estornude a nuestro lado en un local. ¡°El take-away se va a incrementar salvajemente¡±, dice. Glovo, l¨ªder del mercado, da algunos datos sobre el estado actual: un 70% de los comercios con los que colaboraba en marzo siguen cerrados; pero las compras de supermercado han crecido un 450% y el n¨²mero de pedidos de comida a domicilio casi un 50%. Sin embargo, el n¨²mero de sus repartidores ¡°activos¡±, unos 8.000 antes de la pandemia, ha ca¨ªdo cerca de un 20%. Casi la mitad de ellos van en bicicleta.
Los riders son aut¨®nomos. Suelen combinar encargos de varias plataformas, igual que visten una mezcla de chubasqueros, pantalones y mochilas de todas ellas. Para trabajar con Uber Eats no tienen m¨¢s que estar disponibles. En Deliveroo son m¨¢s estrictos sobre horarios y zonas. Con Glovo han de estar pendientes del m¨®vil y atrapar franjas horarias libres. ¡°Cazar horas¡±, en el argot. Este sistema de turnos recuerda a un videojuego: el repartidor acumula puntos a trav¨¦s de distintos par¨¢metros, como la antig¨¹edad, la valoraci¨®n de los clientes o lo que llaman en la jerga los ¡°diamantes¡± (un punto extra por repartos en horas de alta demanda). El m¨¢ximo son 100 puntos. Cuanto m¨¢s se acerque uno, mejor acceso a ¡°cazar¡± horas. Por eso han de estar al quite, m¨®vil en ristre.
Ya antes de la pandemia, las condiciones laborales de los riders eran cuestionadas. Estos d¨ªas las empresas han sido criticadas duramente, a pesar de que algunas aseguran haber introducido medidas de protecci¨®n, como el protocolo de ¡°entrega sin contacto¡±. Seg¨²n Robert Castro, abogado del sindicato Free Riders: ¡°Los repartidores est¨¢n expuestos, corren riesgos y sufren estr¨¦s psicol¨®gico¡±.
Cuando Gaviria parte con su pedido, en la puerta de S¨²per Glovo otro repartidor pide a la encargada que le caliente el t¨¢per. Luego le seguimos hasta las escalinatas de una parroquia cercana donde se junta con otros riders a comer, descansar y charlar, siempre pendientes del m¨®vil. Son cerca de una decena, todos venezolanos, la mayor¨ªa veintea?eros y cabizbajos. ¡°Ha sido un d¨ªa malo¡±, dice Enrique Zurbar¨¢n, de 27, que lleg¨® hace 4 a Madrid con su esposa. En Caracas trabajaba en un banco. Suelen sentarse aqu¨ª porque el almac¨¦n de Glovo queda al lado y sube la probabilidad de que el algoritmo les atribuya una orden. Zurbar¨¢n ha trabajado ya ocho horas. Dice que un d¨ªa bueno quiz¨¢ logra reunir 100 euros. D¨ªas malos, como este, los hay de varios tipos: ¡°De 10, 20 o 50 euros¡±.
Anas Abou, otro venezolano, de 24 a?os, cuenta que todos han venido por ¡°la situaci¨®n del pa¨ªs¡±. Muchos han logrado obtener la ¡°tarjeta roja¡±, que concede residencia en Espa?a por motivos humanitarios (en 2019 la consiguieron m¨¢s de 40.000 venezolanos). A menudo comparten alojamiento. Trabajan familias enteras como repartidores. Seg¨²n Glovo, un 43% de sus ¡°colaboradores¡± en Espa?a son de origen venezolano. En Madrid, alcanzan el 60%.
Los muchachos de la escalinata se preguntan cada poco: ¡°?Te ha ca¨ªdo algo?¡±. Y si cae, se cantan las direcciones: ¡°Lope de Rueda con Duque de Sesto¡±. Uno comenta que va en una bicicleta que le alquila un compatriota por cinco euros a la semana. ¡°Nos ayudamos¡±. Otro sale disparado, pero antes enciende el altavoz que le cuelga de la mochila y un reguero de reguet¨®n queda flotando en el ambiente. Cuentan trucos para sobrevivir a la calle: en tal supermercado a¨²n les dejan pasar al ba?o; y hay un local cerca que sirve caf¨¦, si uno sabe c¨®mo pedirlo. La reja est¨¢ a medias. Hay que llamar al cristal, se asoma el due?o:
¡ª?Me pondr¨ªa un caf¨¦?
¡ªLo siento, no se lo puedo vender.
¡ªVaya¡
¡ªPero se lo puedo regalar.
¡ª?Y yo le puedo dar algo a cambio?
¡ª?C¨®mo lo quiere? ?Con leche?
Antes de despedirse, Abou a?ade que regresa a casa tras una jornada en la que ha ganado 35 euros, ¡°poquito¡±. Con las antiguas tarifas, protesta, hubieran sido ¡°al menos 50¡±. Al mes de decretarse el estado de alarma, Glovo aplic¨® en distintas ciudades una reducci¨®n del 50% de la ¡°tarifa base¡± (similar a la bajada de bandera de un taxi): pas¨® de 2,50 a 1,20 euros por pedido. Aunque lo acompa?¨® de bonificaciones, con las que la empresa asevera que se ha incrementado el ingreso medio por servicio, decenas de riders improvisaron una protesta en las calles vac¨ªas.
¡°Fue una manifestaci¨®n espont¨¢nea¡±, comenta otra tarde Fernando Garc¨ªa, un zaragozano de 41 a?os, que suele trabajar con Glovo y Uber Eats. ¡°Descubrimos la bajada a mitad de turno. Ni se negoci¨® con los repartidores, ni se nos inform¨® previamente¡±. Garc¨ªa pedalea en una bicicleta el¨¦ctrica con 11 a?os, el faro delantero roto y 25.000 kil¨®metros a cuestas. Su larga melena hippy, sujeta con una gorra del rev¨¦s, ondea al viento. Este ciclista ya milit¨® en el movimiento LGTB. Como rider acumula un enfado considerable: ¡°Me parece insultante que nos bajen las tarifas en mitad de la pandemia. Si lo vas a hacer, al menos no elijas el momento en que me estoy exponiendo, arriesgando mi salud y la de mis familiares y amigos. No seas tan ruin¡±. (Otros repartidores, como Gustavo Gaviria e Iris Arroyo, explican que tras su enfado inicial no han constatado una ca¨ªda de ingresos).
Garc¨ªa acaba de terminar su jornada de cuatro horas. Son las seis de la tarde de un martes cuando circula por Bravo Murillo y se detiene en un punto cargado de compa?eros. Saluda aqu¨ª y all¨¢. Le ofrecen algo de comer. ¡°Ma?ana hay huelga¡±, les recuerda. ¡°?Por lo de Glovo?¡±, responde un venezolano. ¡°Hay muchos que van a trabajar¡±, a?ade este hombre que trabaja 11 horas en moto. ¡°Me est¨¢ matando la columna¡±, se queja.
A Garc¨ªa le llaman sus compa?eros el ¡°espa?ol loco¡±. Durante a?os ejerci¨® de contable en una oficina, ¡°un trabajo de mierda¡±. Se meti¨® en el reparto ¡°por el placer de ir en bici¡±. ¡°Pero que me guste mi trabajo no significa que me puedan pisar¡±. Lo de ¡°loco¡± tiene que ver con sus reivindicaciones. A ¨¦l llegamos a trav¨¦s de la plataforma Free Riders, que ha defendido a los repartidores en distintos juicios para exigir su equiparaci¨®n con el personal laboral. Los Tribunales Superiores de Justicia de varias autonom¨ªas, entre ellas Madrid y Catalu?a, han reconocido la laboralidad encubierta en distintos casos, explica Robert Castro, de Free Riders. A falta de que se pronuncie el Supremo, Garc¨ªa considera que este es el problema de fondo: ¡°Como somos falsos aut¨®nomos tenemos lo peor de cada mundo. Ni podemos negociar tarifas, ni tenemos la protecci¨®n de un convenio¡±. El modelo, a?ade, dificulta su organizaci¨®n y cohesi¨®n, la base de un movimiento. ¡°Un grupo de aut¨®nomos es como un reba?o de gatos¡±.
Tras su estela llegamos a otro S¨²per Glovo, en el distrito de Chamber¨ª, donde sigue difundiendo el ¡°paro¡± del d¨ªa siguiente. Enzo Carpenzano, venezolano de 51 a?os, le da la raz¨®n: ¡°Todo lo bueno para ellos y todo lo malo para nosotros. Tiene que haber un equilibrio¡±. A otro compatriota le entregan un pedido que, a ojo, supera los 15 kilos. Garc¨ªa le ayuda a colocarse la mochila y el tipo se tambalea de camino a su bicicleta. Cuando se le pregunta cu¨¢l es el secreto para transportarlo, responde: ¡°Ser pobre¡±.
Ricardo Zabala, de 29 a?os, trabaja ¡°a pulm¨®n¡±, esto es: con el solo impulso de sus piernas. En el almac¨¦n le entregan un pedido que ha de llevar a Malasa?a. Luego ha quedado a cenar en un mexicano con su esposa, que en estos momentos pedalea rumbo a otro domicilio. Le seguimos en un descenso suave, se salta sem¨¢foros, en otros coincide con colegas de fatigas, y en la calle de San Bernardo gira a la izquierda en direcci¨®n prohibida frente a un coche de polic¨ªa camuflado. Zabala oye una sirena a la espalda, luego un aviso del meg¨¢fono: ¡°?Tenemos 500 euros de regalo!¡±. Se detiene sobre los adoquines de la calle del Pez frente a una pintada: ¡°Covid-19, arma del Gobierno¡±. ?La pareja de polic¨ªas pide una acreditaci¨®n. Una vez comprobado, se muestran amistosos. Les preocupan los crecientes env¨ªos de droga a trav¨¦s de repartidores. Han encontrado de todo en dobles fondos de mochilas. Incluso un porro ya liado en el interior de un envase de comida. Mientras muestran fotos de incautaciones recientes les sorprenden los aplausos de las ocho, y se suman. Los balcones se ven llenos y la celebraci¨®n concluye con charlas entre vecinos y un tema de David Bowie que pincha un DJ para toda la calle: ¡°This is ground control to Major Tom¡±.
Para entonces, Zabala ya ha entregado su pedido. Le reencontramos en otro punto clave para los riders, en Alonso Mart¨ªnez, donde convergen un local de tacos y otro de burritos, cuyas cocinas echan humo a estas horas. Cae la noche y llega en bici la mujer de Zabala, Raquel Su¨¢rez, de 27 a?os. Exclama: ¡°?Me duele el culo ya!¡±. Hace un rato, aqu¨ª mismo, vio a un equipo de emergencias enfundarse los EPI, entrar en un edificio y salir con un cad¨¢ver. Luego le toc¨® llevar productos de limpieza que enviaba un hombre a sus padres ancianos. Le han dado 20 euros de propina. Las sensaciones son contradictorias, cuenta mientras devora un burrito del local que tiene a un metro. No lo ha comprado directamente. Est¨¢ prohibido. Lo ha pedido con el m¨®vil y un rider se lo ha dado en mano.
Hace unos a?os, este matrimonio perdi¨® a su beb¨¦ y decidieron volar a Espa?a. Una amiga les hab¨ªa hablado del oficio. Nada m¨¢s aterrizar, Zabala compr¨® una bicicleta y se ech¨® a las calles, para pedir que alguien le alquilara una cuenta. Durante un tiempo trabaj¨® con el perfil de otro rider, al que le pagaba el 30% de sus ganancias. Le robaron la bicicleta. Reparti¨® incluso a pie. Al inicio de la pandemia, prosiguen, llevaban guantes, mascarilla y desinfectaban hasta los botones de ascensores. Sal¨ªan a trabajar con ¡°paranoia¡±. Ahora, con los precios de estos art¨ªculos por las nubes, lo hacen ¡°encomendados a Dios¡±. (Este reportaje se cerr¨® antes de que se regulara le precio de estos art¨ªculos).?
En la acera, hay mochilas de todos los colores. Los repartidores van y vienen, se sientan en los bancos y en los poyetes de los comercios. Uno de ellos, garabatea con un l¨¢piz los versos de un poema en un cuaderno. Es antrop¨®logo, prefiere no dar su nombre. Trabaj¨® en el Amazonas con los indios yanomamis. Lleg¨® hace 10 meses. Lee en voz alta: ¡°Nadie afinca el silogismo / del gusano de la seda (¡) Estrellamares que tal vez / ya olvidan c¨®mo morir la siesta¡±. Chispea. El poeta guarda su cuaderno en la mochila de Uber Eats, se acerca al local de tacos y golpea en la ventana para solicitar su pr¨®ximo reparto.?
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