Solas en el cayuco
Cientos de mujeres y sus beb¨¦s se echan al mar para salvarse a s¨ª mismas y a sus hijos. Los testimonios de cuatro j¨®venes gambianas que llegaron a El Hierro muestran la cara m¨¢s oculta y vulnerable de las rutas migratorias
¡°?D¨®nde vamos, mam¨¢?, ?por qu¨¦ hay tanta gente en este barco?¡±. La pregunta era obvia, pero la respuesta endiablada y Ndeye Sarr despej¨® como pudo el interrogatorio de su hija de nueve a?os: ¡°No lo s¨¦, pero creo que vamos a Espa?a¡±. La ni?a insisti¨®: ¡°?Y podemos traer a mis hermanos? No quiero ir sola¡±. ¡°No, ya es tarde, no podemos bajar del cayuco¡±, zanj¨® la madre mientras intentaba no marearse. Comenzaba un viaje de siete d¨ªas y sus siete noches en alta mar.
La de Sarr, una mujer gambiana de 30 a?os y madre de cinco hijos, es una historia excepcional por c¨®mo acab¨® metida, casi por casualidad, en ese barco que sali¨® de Gunjur, un pueblo pesquero de Gambia, y lleg¨® a la isla de El Hierro el pasado 4 de octubre. Pero es tambi¨¦n una historia cotidiana de pobreza, violencia y abandono, la que empuja a cientos de mujeres a echarse al mar con sus hijos en brazos con un ¨²nico convencimiento: ¡°No ten¨ªa otra opci¨®n¡±.
Sarr se dedicaba a buscar carb¨®n para cocinar y venderlo a sus vecinos. Con eso manten¨ªa sola a sus cinco hijos, de tres a 11 a?os, pero a duras penas, porque era incapaz de asumir cualquier imprevisto. Como cuando se desplom¨® el tejado de su casa en plena ¨¦poca de lluvias y tuvo que repartir a los ni?os por el vecindario porque all¨ª no hab¨ªa quien durmiese. Empezaba a estar harta, preocupada y ya rumiaba la idea de marcharse a Egipto a limpiar casas, pero nunca imagin¨® lo que ocurrir¨ªa esa ma?ana que sali¨® en busca de carb¨®n y encontr¨® a unos hombres metiendo v¨ªveres en una barca.
¡°?Qu¨¦ hac¨¦is?, les pregunt¨®. Se iban a Espa?a y Sarr, que vio ah¨ª su oportunidad, corri¨® a su casa, tom¨® a su hija de nueve a?os, encarg¨® a su madre que se ocupase del resto, y volvi¨® a la playa para subirse en el barco. Pag¨® el pasaje con los poco m¨¢s de 30 euros que hab¨ªa ahorrado para pagar el tejado. ¡°No me arrepiento, esta es la ¨²nica manera que tengo de dar una oportunidad a mis hijos¡±, dice bajito.
Las mujeres son protagonistas silenciosas en las rutas migratorias. Se las est¨¢ viendo en las im¨¢genes de los fotoperiodistas que consiguen captar el momento de su desembarco en los diferentes puertos canarios, pero, despu¨¦s, de alguna forma, desaparecen. Acogidas en centros especiales para los migrantes m¨¢s vulnerables, salen a la calle en grupos y esquivas porque temen que las castiguen por atender a los periodistas. Pocas veces se habla de ellas.
Canarias vuelve a vivir una situaci¨®n de emergencia con la llegada de m¨¢s de 7.500 migrantes solo en las ¨²ltimas dos semanas. Viajan en pateras que parten de Marruecos, pero sobre todo en enormes cayucos que salen de Senegal, aunque tambi¨¦n de Mauritania y de Gambia. En ellos se apelotonan casi siempre hombres, pero cada vez se ve a m¨¢s mujeres.
De las m¨¢s de 20.000 personas que han desembarcado en Canarias, ellas suponen el 7%, seg¨²n cifras de Cruz Roja. Es una cifra modesta, pero el porcentaje ha crecido respecto al 5% del 2020, cuando la ruta canaria volvi¨® a reactivarse con fuerza. Estas barcazas han tra¨ªdo adem¨¢s a 53 beb¨¦s que a¨²n toman el pecho y a casi 150 ni?os de hasta 11 a?os. Y, aunque tambi¨¦n se ve a hombres a cargo de sus peque?os, la mayor parte de estos ni?os vienen acompa?ados de sus madres solas.
¡°Tradicionalmente, las migraciones hacia Europa han estado protagonizadas por hombres¡±, explica Cristina Manzanedo, abogada del Programa ?dos, dedicado a la acogida de mujeres subsaharianas que llegan a Espa?a solas o con ni?os de corta edad. ¡°A?os despu¨¦s de su llegada, los maridos lograban traer a sus mujeres, pero el patr¨®n est¨¢ cambiando y en los ¨²ltimos a?os estamos viendo que las mujeres emigran independientemente de los hombres, aunque siguen teniendo una posici¨®n subordinada a ellos¡±.
¡°Mam¨¢, ?qu¨¦ es todo esto?¡±
En el mismo cayuco en el que viajaban Sarr y su hija, otra ni?a, de tres a?os, hac¨ªa preguntas. ¡°Mam¨¢, ?qu¨¦ es todo esto?¡±. Pero a esta madre ni siquiera le sal¨ªan las palabras. ¡°No pod¨ªa responder. Era la primera vez en mi vida que me sub¨ªa a un barco y estaba muy confundida... Yo solo ve¨ªa mar y sol, mar y sol¡±, recuerda Sainey Njie, de 23 a?os. La traves¨ªa de esta barcaza, que naveg¨® m¨¢s de 1.700 kil¨®metros con m¨¢s de cien personas a bordo, fue relativamente tranquila, pero especialmente complicada para las mujeres que iban en ella, sin experiencia en el mar y a cargo de sus beb¨¦s. ¡°El viaje fue dur¨ªsimo. Llev¨¦ comida para mi hija, pero para nosotros no hab¨ªa suficiente y com¨ªamos lo justo para sobrevivir... El agua se acab¨® antes de llegar¡±, recuerda Njie.
La joven, que pasea con su peque?a por los alrededores de su centro de acogida en Santa Cruz de Tenerife, es la m¨¢s peque?a de cinco hermanos que perdieron a sus padres cuando eran apenas unos cr¨ªos. ¡°Yo solo s¨¦ qui¨¦n era mi madre por las historias que me han contado, no la recuerdo¡±, cuenta. Es la ¨²nica vez que se le saltan las l¨¢grimas.
Njie dej¨® la escuela a los 11 a?os para ponerse a trabajar vendiendo pescado. A los 15, su t¨ªo la oblig¨® a casarse con un hombre diez a?os mayor que ella, uno m¨¢s de los matrimonios infantiles y forzados que a¨²n marcan la realidad de millones de mujeres africanas.
Detestaba a aquel hombre, pero tuvo dos hijos con ¨¦l, la peque?a que viaj¨® con ella y un ni?o de cinco a?os que se qued¨® en Gambia. Finalmente, consigui¨® separarse, a pesar del estigma que a¨²n persigue a las mujeres divorciadas.
¡°S¨¦ que venir aqu¨ª es un cambio radical, pero estaba sola y esta era la ¨²nica manera que vi de darme una vida mejor y ocuparme de mis hijos¡±, explica en ingl¨¦s. ¡°All¨ª todo era demasiado duro¡±, mantiene.
La joven, como el resto de mujeres que hablaron con EL PA?S, calla cuando se le pregunta por algunos episodios de su vida. La pobreza extrema es el motor que las mueve, aseguran, pero las cifras de desigualdad y de violencia contra las mujeres y las ni?as de muchos pa¨ªses africanos dan algunas claves de lo que ellas dejan de contar.
En Gambia, por ejemplo, el 46% de las mujeres entre 15 y 49 a?os han sufrido violencia f¨ªsica al menos una vez, seg¨²n un informe de 2020 de la Oficina Nacional de Estad¨ªstica. Y, entre las mujeres casadas, un 41% declar¨® haber sufrido alg¨²n tipo de violencia, sea emocional, f¨ªsica o sexual, por parte de sus maridos. A pesar de su importante papel como contribuyentes en las econom¨ªas familiares, decenas de datos m¨¢s muestran lo lejos que a¨²n est¨¢n las mujeres gambianas de rozar la igualdad.
Manzanedo denuncia c¨®mo la ¡°invisibilizaci¨®n¡± atraviesa a todas estas mujeres, ¡°independientemente de su contexto¡±. A ellas y a sus ni?os. ¡°Son un colectivo minoritario, no hay cifras detalladas sobre ellas y sus circunstancias¡±, explica. ¡°Sabemos muy poco y, sin informaci¨®n, no hay buenas pol¨ªticas p¨²blicas que puedan atender las necesidades de estos perfiles¡±.
El calor sofoca en Santa Cruz de Tenerife. El term¨®metro marca los 35 grados a ¨²ltima hora de la tarde del jueves y las mujeres salen del centro de acogida para refugiarse bajo los ¨¢rboles de un parque cercano. Van casi siempre en grupo, vestidas con los ch¨¢ndales que les entreg¨® la Cruz Roja cuando llegaron a la isla o con vestidos donados por las vecinas. Los ni?os revolotean de mano en mano, mientras ellas conversan en w¨®lof, lengua com¨²n de gambianos y senegaleses. Pero una de ellas siempre est¨¢ callada.
Pobreza y viaje secreto
Aisha Kunta, de 18 a?os, es la m¨¢s joven de las mujeres adultas que han llegado solas a las islas en las ¨²ltimas semanas. Ella misma se describe como una chica que solo ha podido contar consigo misma. ¡°Soy la mayor de cinco hermanos y perd¨ª a mi madre en 2015 y a mi padre en 2017¡å, arranca. ¡°Dej¨¦ la escuela porque nadie pod¨ªa pagar las tasas y me puse a trabajar vendiendo fruta para mantener a mis hermanos. No tuve a nadie para ayudarme¡±, lamenta.
Kunta supo de la salida del cayuco de Gunjur unos d¨ªas antes. Distribuy¨® a sus hermanos entre familiares y se march¨®. Solo ha hablado con uno de ellos desde que lleg¨®, un ni?o de nueve a?os que le dijo que la echaba de menos. Y Kunta vuelve a quedarse en silencio. ¡°Estoy bastante triste¡±, dice con los ojos clavados en el suelo.
Si no fuese por la peque?a comunidad de supervivientes que se junta cada d¨ªa en el parque, Anna Jarju, de 28 a?os, estar¨ªa perdiendo la cabeza. No deja de pensar en los cinco hijos que ha dejado con su madre en Kartong, a 20 minutos en coche de donde parti¨® el cayuco que trajo a las cuatro protagonistas de esta historia. ¡°Es la primera vez que me separo de ellos, siento mucho dolor¡±, afirma.
Jarju es la ¨²nica casada de este grupo, pero excluy¨® a su marido de cualquier decisi¨®n. ¡°No se lo dije, porque si lo hubiese hecho me habr¨ªa impedido irme¡±, explica. ¡°Estuvo una semana busc¨¢ndome, creyendo que me hab¨ªa pasado algo¡±, recuerda.
La mujer describe una vida de ¡°pobreza total¡±. Cultivaba tomates y cebollas en un peque?o terreno y vend¨ªa helados cuando ten¨ªa que dejar descansar la tierra, pero su salario no llegaba a los 45 euros al mes. Cuando se le pregunta si cree que tom¨® la decisi¨®n correcta, si se arrepiente de haberse subido a aquel cayuco, Jarju se lleva una mano a la frente y levanta la mirada: ¡°No es una cuesti¨®n de si fue la decisi¨®n correcta o no, es que no ten¨ªa otra opci¨®n¡±.
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