Pabellones muy lejanos
El reencuentro con la rom¨¢ntica novela de M. M. Kaye sobre la India del Raj devuelve a la no menos remota Barcelona de 1980 de la primera y arrebatadora lectura
Somos los libros que leemos y sus p¨¢ginas viajan siempre con nosotros, en nuestra piel y nuestra sangre, convertidos en anclas de nuestra identidad y de nuestra memoria. Viene esta sentida declaraci¨®n al caso de que me he reencontrado nada menos que con Pabellones lejanos, la rom¨¢ntica novela de M. M. (Mary Margaret) Kaye sobre la India del Raj que a muchos tanto nos emocion¨® hace a?os y que se ha convertido en el recuerdo en sin¨®nimo de sentimientos desatados, grandes aventuras en parajes remotos, y antiguos amores. El reencuentro con el libro coincide con la noticia de que es uno de los t¨ªtulos que van a recuperar los amigos de Zenda-Edhasa en su estupenda colecci¨®n de cl¨¢sicos de la aventura; y tambi¨¦n con los reproches que me hace un lector (bajo el apabullante apodo de Garc¨ªa M¨¢rquez) de, en mis art¨ªculos, ¡°simplificar la cultura¡±, ¡°elegir y elogiar a autores formalmente facilones, de literatura de consumo¡± y ¡°con sus cuatro temas producir miop¨ªa del presente¡±. Probablemente tiene raz¨®n y me hubiera ido mejor la vida de leer m¨¢s a Proust y menos a Sven Hassel.
En fin, para miop¨ªa del presente, la que me ha provocado retomar Pabellones lejanos, que me ha trasladado a un pasado lejan¨ªsimo, no s¨®lo porque est¨¢ ambientada en la India del siglo XIX tras la revuelta de los cipayos, sino porque la le¨ª en una ¨¦poca casi tan remota, en la Barcelona de 1980. Diarista compulsivo, tengo anotado el d¨ªa exacto en que me compr¨¦ el libro -en ?ncora y Delf¨ªn- y lo comenc¨¦ a leer: el 13 de agosto, un mi¨¦rcoles. Llevaba tiempo vi¨¦ndolo en el escaparate, con esa inolvidable portada, tan hermosa, en tonos pastel rosados y azules, de una fortaleza oriental recortada contra altas monta?as nevadas (mi edici¨®n es la primera de Plaza & Jan¨¦s, de mayo de 1980). Esa portada alent¨® un anhelo de horizontes lejanos que me acabar¨ªa llevando a?os despu¨¦s de excursi¨®n a las fuentes del Ganges y las estribaciones del Himalaya, a Cachemira y los jardines de Shalimar, al Ladak y el Zanskar.
La fortaleza del dibujo es, claro, el Hawa Mahal, el Palacio de los Vientos, el palacio-fortaleza de los raj¨¢s de Gulkote, el reino ficticio en la frontera norte del Punjab inventado por Kaye para su novela, y en un balc¨®n secreto de una de cuyas torres, la Torre del Pavo Real, se citan de ni?os los dos amantes protagonistas, ambos culturalmente mestizos: el ingl¨¦s Ashton Pelham-Martyn, Ash, criado por indios tras morir sus padres, y Anjuli-Bai alias Kairi (por el nombre del mango inmaduro), nieta de un mercenario ruso de ascendencia cosaca cuya hija fue desposada por un raj¨¢. Las monta?as son las Dur Khaima, los Pabellones Lejanos del t¨ªtulo, que Ash y Anjuli elevan a la categor¨ªa de divinas desde su escondite del balc¨®n, refugio de monos, lechuzas, cuervos y los peque?os bulbul amarillos de cresta negra (entonces no nos fij¨¢bamos en esos detalles ornitol¨®gicos de la novela), y que Kaye describe de manera inolvidable.
¡°El hermoso macizo de muchos picos¡±, leemos e imaginamos, ¡°adquir¨ªa distinto aspecto con cada cambio de luz y de estaci¨®n. Una llama brillante al amanecer y un resplandor de plata al mediod¨ªa. Dorado y rosado en el crep¨²sculo, lila y lavanda con las primeras sombras de la noche. Violeta contra las nubes de tormenta u oscuro contra las estrellas¡±. La paleta de un Waterhouse punjab¨ª.
Repasando mis anotaciones de aquella ¨¦poca, veo que esas semanas estaba leyendo precisamente Kim, de Ruyard Kipling (obvia influencia en Pabellones Lejanos); Los ca?ones de agosto, de Barbara Tuchman; los Despachos de guerra de Michael Herr; Factotum de Bukowsk, y El p¨¢jaro pintado, de Kosinski. Descubr¨ª a Ballard. Vi en el cine El topo, de Jodorowski, en el Publi 1; Taxi Driver, en el C¨¦ntrico; La marquise d¡¯O, en el Spring; A la caza, en el Astoria; El imperio de los sentidos (!) en el Balmes. En la tele, Yo, Claudio. Y fui al estreno de Jordi Dandin en el Lliure. Los sitios en que quedaba eran el Goliard, el Brina, el Tip-tip. O¨ªa una y otra vez La quiero a morir, de Francis Cabrel, y All for Leyna, de Billy Joel. Era un mundo muy distinto: en casa hac¨ªamos cola para usar el tel¨¦fono, se vend¨ªan anfetaminas en la farmacia, faltaban dos a?os para la gran victoria del PSOE, la selecci¨®n jugaba contra Alemania Oriental, a un sikh no lo ve¨ªas si no ibas a la India, desde luego no o¨ªas urdu en el colmado, y Vic se llamaba Vich. Durante la lectura de la novela (726 p¨¢ginas que acab¨¦ el 27 de agosto, mi¨¦rcoles) fui a la caja de reclutas para renunciar a la pr¨®rroga de la mili: una decisi¨®n que me supuso marcharme en octubre a hacer el campamento en Colmenar Viejo ¡ªtan distinto a Peshawar¡ª y estar en perfecto estado de revista para el 23-F el a?o siguiente...
Es dif¨ªcil decir si en decidir irme al servicio militar y vestir el kaki influy¨® la lectura de Pabellones Lejanos, que glorifica bastante el ej¨¦rcito (hay un episodio de la recuperaci¨®n de unos rifles en la frontera digno del ciclo de la caballer¨ªa de John Ford). Claro que es el ej¨¦rcito brit¨¢nico de los rom¨¢nticos lanceros de Bengala y el cuerpo de Gu¨ªas, que no son lo mismo que la Polic¨ªa Militar del Pardo, como un Cetme no es un Lee Enfield, ni un jezail. A los Gu¨ªas, el aventurero Queen¡¯s Own Corps of Guides, al que est¨¢ dedicada la novela (Kaye era esposa y nuera de un general y un coronel del cuerpo respectivamente) pertenecen el indisciplinado Ash, de lealtades enfrentadas, y su gran amigo Walter Hamilton. Hamilton es un personaje real, un h¨¦roe de verdad que gan¨® dos veces la Cruz Victoria, una p¨®stuma, y que era de la familia del marido de Kaye. La escritora (Simla, 1908-Suffolk, 2004), hija del teniente coronel Sir Cecil Kaye, residi¨® en el acuartelamiento de los Gu¨ªas, el legendario fuerte de Mardan, y vivi¨® el ambiente de la lucha en la frontera noroeste (?el Khyber!) contra los afridis (pastunes) que era la raz¨®n de ser de la unidad y constituye una de las l¨ªneas argumentales de la novela.
Cuando la le¨ªa en 1980 no pod¨ªa imaginar que un d¨ªa iba a encontrarme personalmente con Walter Hamilton, bueno, ¨¦l en estatua. Fue muchos a?os despu¨¦s, en 2006, en el National Army Museum de Chelsea en Londres. Me di de bruces con la gran escultura del teniente retratado en sus postreros momentos, sable y rev¨®lver en la mano, antes de caer dulce et decorum al frente de su band of Guides en la heroica defensa de la Residencia del representante brit¨¢nico en Kabul durante la Segunda Guerra Afgana, episodio que se cuenta en Pabellones Lejanos. Aprendimos ah¨ª que para los afganos de las tribus es un deber mutilar los cad¨¢veres de los enemigos, que no hay catafalco como un buen ca?¨®n enemigo, y que la amistad es en realidad la m¨¢s noble de las causas.
Tambi¨¦n se narran cosas que vienen de la experiencia directa de Kaye en la India, como la historia de la mangosta domesticada, que explica en sus monumentales y profusas memorias en tres tomos Share of Summer. La escritora conservaba una u?a de tigre que hab¨ªa cazado su padre, lo que me la hace sentir muy cercana, y conoc¨ªa algunas palabras del idioma secreto que usan con los elefantes sus mahouts (¡°dutt, dug,¡¡±) . Por cierto, qu¨¦ preciosa la an¨¦cdota de la hilera de elefantes con los howdah, las literas en el lomo, cargadas de sahibs a la caza del tigre, detenida en un camino ante una cobra real que se negaba a apartarse.
En 1984 se estren¨® la serie de HBO Pabellones Lejanos, que no estaba mal pero no era lo mismo (nunca est¨¢ nada a la altura de lo que imaginamos), con Ben Cross, Amy Irving, Omar Sharif y Christopher Lee. Y en 2004 un musical sobre la novela, con Kabir Bedy (?Sandokan en Pabellones Lejanos!) en el reparto.
Pero lo que queda sobre todo de la novela en el recuerdo es su arrebatado romanticismo. El amor de Ash y Anjuli, apasionado, fogoso, estratosf¨¦rico, lleno de obst¨¢culos y sinsabores, era el que so?¨¢bamos con tener entonces (bueno, los obst¨¢culos y los sinsabores s¨ª que los ten¨ªamos), y continuamos so?ando. La escena del reencuentro de los que al separarse eran unos ni?os y se han convertido en audaz, guapo y rebelde oficial de los Gu¨ªas y hermosa princesa casadera respectivamente (a ella ¨¦l la reconoce por la antigua cicatriz de la mordedura de un mono en el brazo: a ver si no es bonito), a¨²n te corta la respiraci¨®n.
La pareja consuma su prohibido amor en una cueva durante una tormenta de arena, una escena significativamente muy parecida a la de otros dos eternos amantes, Almasy y Katharine en El paciente ingl¨¦s. ?Ah, las tormentas de arena, qui¨¦n tuviera una! A Ash, Anjuli, de ojos ¡°del color del agua calmada, con estr¨ªas doradas¡±, le sugiere las palabras del Fausto de Marlowe ante Helena de Troya: ¡°?Oh, eres m¨¢s hermosa que el aire de la noche, envuelta en el encanto de un millar de estrellas!¡±. Y a Hamilton, la novia de su amigo le recuerda los versos de Byron: ¡°Avanza en la belleza como la noche de cielos sin nubes y llenos de estrellas¡±. Todo eso, y lo que eran el sutte (quemar a la mujer en la pira del marido) o los tulwar (los sables indostan¨ªes) aprendimos en los Pabellones Lejanos, que alguien considerar¨¢ literatura facilona. Y aprendimos tambi¨¦n aquello de Riskin que citaba Kaye: ¡°Las cosas m¨¢s bellas en el mundo son las m¨¢s in¨²tiles: los pavos reales y los lirios, por ejemplo¡±
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