Entonces, ?por qu¨¦ compramos el pan, malo y caro, de la gasolinera?
La sociedad no existe como entidad et¨¦rea independiente, somos nosotros. No hay mundo, ni vida, ni decisiones allende los cotidianos
Hoy hace exactamente un mes que Rafael, la urraca, vino a visitarnos por primera vez. Desayun¨¢bamos en la terraza con mi hija, en ese estado mental de neblina acolchada que acompa?a la degustaci¨®n del primer caf¨¦ del d¨ªa, cuando apareci¨® por sorpresa, se pos¨® en mi pecho y se lio a juguetear con la cremallera de mi sudadera. Carmela y yo, excitad¨ªsimas, callamos cualquier expresi¨®n de alegr¨ªa para no asustar al p¨¢jaro, y gozamos, entre susurros, del acontecimiento, uno de esos momentos en los que la realidad se rasga y lo que hasta ese momento parec¨ªa fondo, atrezzo, paisaje, emerge de la pantalla y se hace protagonista. Y te toca, y salta de regazo en regazo. Le ofrecimos galletas desmigadas, que es lo que ten¨ªamos a mano. Parec¨ªa m¨¢s interesada en el brillo met¨¢lico de la chapita del mechero y en la cucharita de mi taza. Hija lleg¨® esa ma?ana al colegio cinco minutos tarde. Los consider¨¦ bien invertidos.
A partir de entonces, Rafael vino casi cada d¨ªa a visitarnos, y no s¨®lo a nosotras, sino a todos los vecinos del pueblo. ?Era la sensaci¨®n del momento! Todas las conversaciones de todos los encuentros de todos los paseos al atardecer giraban alrededor del misterio de la urraca amable, ?de d¨®nde hab¨ªa salido? ?alguien la habr¨ªa domesticado? ?por qu¨¦ no ten¨ªa miedo? Hasta que al cabo de unos d¨ªas el enigma fue desvelado.
Resulta que el p¨¢jaro, en su d¨ªa, fue un polluelo ca¨ªdo del nido que Pino, el hombre que cuida los caballos de Jose, acogi¨® en su casa, meti¨® en una caja de cart¨®n y aliment¨®, pensando que la pobre criatura no durar¨ªa m¨¢s que un par de d¨ªas. Contra todo pron¨®stico, el ave prosper¨® y acab¨® ocupando un sitio propio en la jaula del loro de Pino, que siempre tiene la portezuela abierta. El loro no estaba del todo conforme con el nuevo estado de las cosas y no dejaba a Rafael entrar en la jaula y posarse a su lado hasta pasadas las diez de la noche, pero de todos modos eso no importaba. La urraca se marchaba cada ma?ana a hacer la ronda y a saludar a los vecinos, a robar mecheros que m¨¢s tarde dejaba en ofrenda en la mesita de noche de Pino, a jugar con los ni?os de la escuela, donde ya la esperaban para darle alg¨²n pedazo de embutido o una galleta Pr¨ªncipe, y no volv¨ªa a casa, a presionar al sufrido loro, hasta el atardecer, pasadas las ocho y media.
Fueron los ni?os, de hecho, los primeros en echarla de menos. Quiz¨¢s porque ese pasado mi¨¦rcoles llovi¨®, quiz¨¢s porque hab¨ªan empezado las obras en la vieja biblioteca, quiz¨¢s..., pero hac¨ªa m¨¢s de cuatro d¨ªas que la urraca no aparec¨ªa. El peque?o Mart¨ª, que siempre anda de ac¨¢ para all¨¢ en bici porque de mayor quiere ser piloto de trial, lleg¨® la ma?ana del siguiente lunes con la noticia: hab¨ªa visto a Dolores, al pasar por delante de su casa, aplastar a la urraca con una piedra enorme como castigo por cagarse en su jard¨ªn.
Podr¨ªa ser que lo que explicaba Mart¨ª no fuesen m¨¢s que cuentos, aunque ¨¦l nunca ha sido de soltar milongas. Podr¨ªa ser que a la urraca la hubiera cazado alg¨²n gato de los que andan sueltos, o que hubiese llegado a la adolescencia av¨ªcola, hubiese encontrado una banda de urracas y se hubiese unido a ella, y que ahora, que ya es mayor, en vez de patrullar el patio del colegio controlase la entrada de alguna discoteca, posada en un cable, y con ese porte como de ir ataviada con una bomber y unos tejanos apretados. Podr¨ªa ser. El caso es que todos la echamos de menos.
A todas estas, la otra ma?ana, en la terraza, sin urraca, le¨ªa con estupor ese art¨ªculo en el que se explica c¨®mo y por qu¨¦ las petroleras ya venden m¨¢s pan que nadie en Espa?a, y en el que queda claro que esta tendencia va al alza. 14 millones de barras de pan y piezas de boller¨ªa anuales, por ahora. Un pan que es, con datos encima de la mesa, m¨¢s caro y de peor calidad que el que se puede encontrar en las panader¨ªas, hechos, ambos, de los que son conscientes todos los entrevistados que aparecen en el art¨ªculo, compradores de pan de gasolinera de todas las edades. ¡°Vengo dos veces por semana porque es m¨¢s r¨¢pido; evitas hacer las colas y abre todo el tiempo¡±, ¡°Me pilla de paso mientras paseo al perro.¡±.
Me cuesta concebir a la vez una realidad en la que se encuentran, por un lado, el hecho de que las gasolineras sean las mayores vendedoras de pan del pa¨ªs; por el otro, la queja casi un¨¢nime del ¡°?Hay que ver!, ?Lo cara que est¨¢ la vida!¡±, y para rematar, lo de ¡°?Ya no hay pan como el de antes!¡±.
Es habitual que en las charlas triviales que se dan al atardecer en el pueblo, cuando salimos a pasear por sus tres calles y media y nos vamos encontrando entre vecinos, se comenten el tiempo, los cotilleos m¨¢s frescos, las noticias, y se exclame que qu¨¦ mal est¨¢ el mundo, que cada d¨ªa que pasa vamos a peor y que cu¨¢nta maldad y cu¨¢nta miseria. Dolores es especialmente elocuente en sus aspavientos (fue Dolores. Hoy sabemos que fue Dolores).
La sociedad no existe como entidad et¨¦rea independiente, somos nosotros. No hay mundo, ni vida, ni decisiones allende los cotidianos. El pan de gasolinera, malo y caro, el m¨¢s vendido, no se compra solo. Lo que hay es lo que hacemos mientras leemos en el bus o en el metro, de camino al trabajo, art¨ªculos maravillosos acerca del pan de pueblo, o de ese obrador de ciudad que trabaja tan bien, o de la muerte del peque?o comercio de barrio.
Nos come el peque?o mal nuestro de cada d¨ªa.
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