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El restaurante gallego donde lo ¨²nico gallego era yo

Esta es la historia de identidades vac¨ªas y supervivencia de un local presuntamente gallego regentado por paquistan¨ªes, en la que el pulpo es lo de menos. Atenci¨®n al inesperado giro final.

Pulpo a prueba de balas, martillazos, segadoras, Hiroshimas, Nagasakis
Pulpo a prueba de balas, martillazos, segadoras, Hiroshimas, NagasakisANXO F. COUCEIRO

El otro d¨ªa fui a un restaurante gallego en Barcelona donde lo ¨²nico gallego era yo. Era mi segunda vez all¨ª: acud¨ª all¨ª solo pero con c¨¢mara de fotos, dispuesto a documentar la experiencia. No volv¨ª agitado por la nostalgia del emigrante, sino por la culpabilidad del asesino que no puede resistirse a pisar, de nuevo, el escenario de su crimen. El delito era de naturaleza sentimental, por eso de que un gallego no deber¨ªa entrar en ning¨²n restaurante que se reclame como tal a no ser que lo regente. Pero hab¨ªa algo m¨¢s; una necesidad de hurgar en aquello que no se acaba de comprender y provoca el escozor placentero de lo prohibido, como el pellejo de los dedos infantiles.

La primera vez que hab¨ªa entrado en el establecimiento -su nombre importa poco, no se trata de hacer una cr¨ªtica, sino de analizar un fen¨®meno-, lo hice reclamado por las prisas y un men¨² de 10 euros que me hab¨ªa parecido, sobre el papel, aceptable; sobre la mesa, discutible; y una vez en el buche, directamente lis¨¦rgico. Por eso volv¨ª, para exigirme cuentas a m¨ª mismo y entender por qu¨¦.

El restaurante es un enigma desde todos los ¨¢ngulos. Lo lleva una familia de origen pakistan¨ª que, seg¨²n pude saber, hab¨ªa comprado el negocio a un matrimonio gallego que lo hab¨ªa gestionado anteriormente en otra localizaci¨®n, en Les Corts, hasta que decidieron jubilarse. Ahora estaba en la zona de Sant Antoni, en una calle por la que paso todos los d¨ªas y los veo fumar pitillos hist¨¦ricos en la entrada, desesperados por la falta de clientes.

Los men¨²s t¨ªpicamente gallegos que te encuentras nada m¨¢s entrar
Los men¨²s t¨ªpicamente gallegos que te encuentras nada m¨¢s entrarANXO F. COUCEIRO

?Qu¨¦ hab¨ªa llevado a un grupo de paquistan¨ªes nerviosos a abrir un gallego en el Eixample? ?Por qu¨¦ gallego y no otra cosa? ?Qu¨¦ pirueta siniestra hab¨ªa provocado que una mente racional pudiera servir aquel embutido indescriptible bajo el ep¨ªgrafe de lac¨®n? Estas y otras preguntas me llevaron a enfrentarme con mis demonios.

Pantumaca

Llegu¨¦ pronto, a eso de las 2 de la tarde, un mi¨¦rcoles. Todo en el restaurante, que se anuncia como ¡°pulper¨ªa-braser¨ªa¡±, se desconcha como farsa cuando entras, pero al mismo tiempo hay algo conmovedor en ¨¦l. La decoraci¨®n, as¨¦ptica, bien podr¨ªa asemejarse a la de un taiwan¨¦s discreto, salvo por una vajilla azul y blanca que grita ¡°GALICIA¡± con desesperaci¨®n. Los platos son a la cer¨¢mica de Sargadelos el disfraz de bailar¨ªn de mui?eira que podr¨ªa haberse puesto un chirigotero para parodiar a Feij¨®o.

El restaurante
El restauranteANXO F. COUCEIRO

El camarero que me atendi¨® era el mismo de la primera vez, un hombre de sonrisa helada que, en el trato al cliente, se revelaba flan: dulce pero tembloroso. Le dije que quer¨ªa comer y me indic¨® con gesto servicial el camino hasta una mesa individual. Al poco, me acerc¨® una carta con el men¨² del d¨ªa. El documento ten¨ªa la particularidad de que ninguna de las opciones era t¨ªpicamente gallega, aunque s¨ª hab¨ªa platos catalanes o del Pa¨ªs Vasco, como la esqueixada de bacalao o el "rape a la Donosti".

La alcachofa frita que emocion¨® a Fraga
La alcachofa frita que emocion¨® a FragaANXO F. COUCEIRO

A la preparaci¨®n del bacalao y del rape se la publicitaba en este men¨² como resultado de otros mimos perif¨¦ricos, pero no hab¨ªa rastro de la coletilla ¡°a la gallega¡± en la merluza, por ejemplo. Como quer¨ªa que la experiencia fuera completa, le ped¨ª la carta general, que me entreg¨® con un aspaviento inquieto. Eleg¨ª los dos productos m¨¢s caracter¨ªsticos que encontr¨¦, levant¨¦ la vista del papel y se los ped¨ª ante lo que en ese momento me pareci¨® una sonrisa demasiado amplia para una cabeza demasiado peque?a. Dije:

¡ªPulpo.

Y ¨¦l, sonriendo, dijo:

¡ª?S¨ª?

Y mir¨® la carta para comprobar exactamente d¨®nde se hab¨ªa depositado mi dedo.

¡ªPulpo a la gallega ¡ªprecis¨¦, pues as¨ª era como figuraba en el listado.

Y ¨¦l repiti¨®:

¡ªPulpo. A la. Gallega.

Mientras lo hac¨ªa, garabateaba unas palabras en su libreta de las que me pareci¨® que ninguna de ellas era ¡°pulpo¡±, ni ¡°a¡±, ni ¡°la¡±, ni ¡°gallega¡±. Cuando concluy¨® su dibujo, hice descender mi ¨ªndice unos cent¨ªmetros y dije:

¡ªDe segundo, lac¨®n con cachelos.

El hombre de la sonrisa pareci¨® captar esta idea con agilidad y evit¨® la papagayesca repetici¨®n tan t¨ªpica de su oficio. Rubric¨® su anotaci¨®n, cogi¨® la carta de vuelta y me pregunt¨® qu¨¦ quer¨ªa de beber. Le pregunt¨¦ si ten¨ªa albari?o y la respuesta fue una risita, que no comprend¨ª. Hay pocos gallegos m¨¢s risue?os que yo en este mundo, pero el motivo de aquella menguada hilaridad, que se silbaba como un ¡°hiii¡± entre sus blanqu¨ªsimos y numeros¨ªsimos dientes -algunas sonrisas parecen multiplicar las dentaduras, ante su contorsi¨®n-, era un misterio para m¨ª. Como la gracia no parec¨ªa explicarse sola -o mejor dicho, como el camarero se resist¨ªa a interrumpir el ¡°hiii¡± para explicar la naturaleza de ese ¡°hii¡±-, hice un humillante levantamiento de cejas de esos que quieren decir ¡°?qu¨¦?¡± cuando uno no se entera de nada, y ¨¦l dijo:

¡ªUn albari?o, s¨ª.

Y yo dije:

¡ªS¨ª.

Y ¨¦l dijo:

¡ªNo hay de la casa.

Y yo dije:

¡ªHum¡­

Sin saber muy bien a d¨®nde nos conduc¨ªa aquel di¨¢logo, a esos puntos suspensivos no les sucedi¨® ninguna otra palabra por mi parte, pero s¨ª otro expresivo meneo de cejas, al que ¨¦l respondi¨® rumiando lo siguiente:

¡ªTengo botella de Albari?o.

No nos entend¨ªamos. ?Hab¨ªa Albari?o o no lo hab¨ªa? Jam¨¢s exig¨ª que fuera ¡°de la casa¡±, s¨®lo ped¨ª un vino con esa denominaci¨®n de origen concreta. Quise zanjar la cuesti¨®n de manera tajante, pero a cambio me sali¨® un enunciado epist¨¦mico y condicional:

¡ªUna copa, si hay.

El caso es que hab¨ªa. Advirti¨¦ndome de que era una copa m¨¢s cara que el vino de la casa -al fin entend¨ª que ¨¦se deb¨ªa ser el motivo de nuestro atasco-, me sirvi¨® una copa de Terra Gauda.

Y luego me trajo esto ante el anuncio de ¡°pan gallego¡±.

T¨ªpico pan de Cea
T¨ªpico pan de Cea

Hay mucho que decir sobre el pa amb tom¨¤quet -un alimento nutritivo que yo aprecio de coraz¨®n-, pero entre todas esas cosas no est¨¢ su procedencia gallega. No soy una persona especialmente apegada a los espantosos bailes regionales de mi tierra, pero si me cambian el pan soy capaz de armarme de zocas para dar con ellas en el cr¨¢neo de quien me haya dirigido el harinado insulto, mientras al mismo tiempo lo estrangulo con unas implacables prolainas. Una prueba de fuego capaz de convertir a cualquier esc¨¦ptico constitucionalista en un bramante Castelao pasa por prometerle pan gallego y servirle otra cosa.

Pero me calm¨¦.

Pulpo chicloso y cachelos de garraf¨®n

El pulpo lleg¨® pronto, con un sabor previsible. A esas alturas uno ya pod¨ªa imaginar c¨®mo iba a estar ese pulpo: duro. No por nada; el 80% de los pulpos que comes por ah¨ª y que no te gustan comparten el pecado de su gomosidad. Hay algunos -pocos- que est¨¢n demasiado gelatinosos; otros, demasiado aceitosos; a algunos les falta o les sobra sal; de vez en cuando te encuentras con pulpos ¨¢ feira o mugardeses que han equivocado la receta. Bah, an¨¦cdotas. La mayor parte de los pulpos malos lo que est¨¢n es duros. Es as¨ª: ley.

En esto s¨ª se puede decir que el restaurante hab¨ªa emulado a la perfecci¨®n la tradici¨®n gallega de servir pulpos impresentables, algo que muchos turistas ad hoc desconocen porque van a probarlo a las ferias, donde se mazan con rigor exquisito, en lugar de acabar pidi¨¦ndolo, por azar, en sitios aleatorios, donde el congelador es el principal motor de su cocina.

No fue sorprendente y la verdad es que me lo com¨ª igual. El lac¨®n con cachelos, la verdad, tuve que dejarlo. Tras acercar una muestra quir¨²rgica a mi plato, y probar aquel embutido aderezado con pimienta dulce, me pareci¨® prudente abandonar la experiencia. Quiz¨¢s alarmado por la actitud vacilante con la que testaba la constituci¨®n de la loncha y el flasheo de mi c¨¢mara de fotos, el camarero se acerc¨® a preguntarme:

Oreja gallega, lac¨®n gallego, yo qu¨¦ s¨¦, t¨ªo, algo gallego ah¨ª, algo gallego, con aceite y tal
Oreja gallega, lac¨®n gallego, yo qu¨¦ s¨¦, t¨ªo, algo gallego ah¨ª, algo gallego, con aceite y talANXO F. COUCEIRO

¡ªBuena, la oreja gallega, ?eh?

A lo que yo respond¨ª con ese enrojecimiento que uno le roba de las mejillas al otro, prematuramente, cuando est¨¢ a punto de romper el hechizo de los malentendidos:

¡ªEs lac¨®n.

Abri¨® los ojos -ya los ten¨ªa abiertos, pero quiero decir que los abri¨® m¨¢s- y dijo:

¡ªOh.

Y luego a?adi¨® (ese luego equivali¨® a dos segundos eternos de convulsa meditaci¨®n):

¡ªEso, lac¨®n, oreja.

En su cabeza, aquella explicaci¨®n debi¨® parecerle m¨¢s brillante de lo que aturulladamente se hab¨ªa revelado una vez manifestada, as¨ª que decidi¨® rematarla con un:

¡ªJa, ja.

Y se retir¨®, con lo que me pareci¨® que en un c¨®mic habr¨ªan sido varios signos de exclamaci¨®n, interrogaci¨®n y furiosos garabateos por encima de la cabeza.

La siguiente vez que pas¨® por mi mesa tuve que hacerle ese gesto un poco humillante de ¡°ya est¨¢¡±, el cl¨¢sico desplazamiento horizontal de las manos hacia los dos extremos con las palmas extendidas hacia abajo, por la altura del pecho, mientras en mi cara se desquebrajaba una sonrisa nerviosa de ¡°uf, estoy lleno¡± que en realidad lo que transmit¨ªa era ¡°sin rencores¡±.

¡ª?Postre?

Le ped¨ª un chupito de licor caf¨¦, por aquello de hacer el triple check, y me lo puso, diligente.

¡ªA este invito yo ¡ªdijo.

Ven¨ªa de una botella sin etiqueta y estaba fort¨ªsimo y pegajoso, pero en plan bien, en plan familiar, en plan ¡°licor caf¨¦ del que hace tu t¨ªo en su casa¡±. A alguna gente le amarga el subg¨¦nero, pero a m¨ª no.

Una mirada interrogante

Me acerqu¨¦ a pagar a la barra y le ped¨ª una entrevista. El camarero deshizo su sonrisa helada y dirigi¨® unas palabras en su idioma a un joven que estaba junto a la caja registradora. El joven quiso saber, con mirada interrogante, para qu¨¦ medio era. Le respond¨ª, pero las palabras El Comidista no parecieron surtir ning¨²n efecto en ¨¦l, ni tampoco en el camarero que me hab¨ªa atendido. Abr¨ª el foco y mencion¨¦ EL PA?S tratando de activar alg¨²n resorte que les hiciera decir ¡°ah, ya¡±, pero lo cierto es que ninguno de los dos dijo ¡°ah, ya¡± cuando engol¨¦ la voz para sacar a escena, tras dos esc¨¦nicas toses, el principal diario en espa?ol y tal y cual. Lo que s¨ª dijeron -y lo dijo el joven de mirada interrogante, adem¨¢s, cuya interrogaci¨®n parec¨ªa hacerse m¨¢s viva- fue:

¡ª?Y de qu¨¦ es el art¨ªculo?

Yo me arrugu¨¦. No sab¨ªa c¨®mo explicarlo, as¨ª que dije:

¡ªSobre los restaurantes gallegos en Barcelona.

Aqu¨ª tampoco encontr¨¦ ning¨²n ¡°ah, ya¡±, siquiera interior, en sus expresiones, por lo que decid¨ª explayarme.

¡ªMe interesa saber por qu¨¦ hab¨¦is abierto un restaurante gallego, qu¨¦ os ha llevado a abrir un restaurante gallego y no uno¡­

Me detuve en un peliagudo ¡°eeehhh¡­¡± del que el joven de mirada interrogante me ayud¨® a salir, piadoso:

¡ªDe otros sitios.

¡ªDe otros sitios ¡ªconfirm¨¦, aliviado.

Y ¨¦l dijo:

¡ªYa.

Y luego a?adi¨®:

¡ª?Podemos hacer la entrevista ahora?

Entonces el camarero empez¨® a gritarle en su idioma al joven de mirada interrogante, que antes de que yo contestara cambi¨® su versi¨®n.

¡ª?Puedes venir aqu¨ª a las ocho?

No me agrad¨®. La escena estaba siendo violenta. ?Qu¨¦ le hab¨ªa dicho el camarero? Empec¨¦ a pensar que me citaban a las ocho para bajar la verja y cortarme el gaznate a fin de evitar la publicaci¨®n de una cr¨ªtica negativa. Tambi¨¦n se me pas¨® por la cabeza que a mi llegada, cinco horas m¨¢s tarde, el negocio habr¨ªa pasado a ser una florister¨ªa regentada por los mismos tipos, que me despachar¨ªan con evasivas (¡°?gallego? ?qu¨¦ gallego?¡±). Pero di mi ok y me retir¨¦ a casa a reflexionar.

Galicia calidade

No tard¨¦ en llegar a mi piso. Aqu¨ª es cuando viene un giro de gui¨®n emotivo y personal: no tard¨¦ en llegar a mi piso porque vivo, bueno, en la misma calle que el restaurante. La primera vez, hab¨ªa acudido tras una jornada de trabajo extenuante que me hab¨ªa dejado sin ganas de cocinar. Por ello, busqu¨¦ refugio en esa cosa maternal de lo conocido tras un d¨ªa de locos a codazo limpio por una ciudad hostil.

Y buscando una suerte de vuelta al hogar me encontr¨¦ con esta met¨¢fora de la Barcelona moderna: un negocio sin identidad aferrado a la identidad. Jam¨¢s he querido ser purista de nada y siempre he tratado de mantener a raya los impulsos esencialistas por temor a la palpitaci¨®n xen¨®foba que los bascula, pero comer all¨ª te pisaba el alma.

Volv¨ª porque necesitaba conocer el por qu¨¦ de Lo Gallego cuando una familia extranjera dice: ¡°salgamos adelante¡±. Pero, ?qu¨¦ es Lo Gallego? En cierto modo, una marca.

Y hay que cuidarse mucho de las marcas. Cada vez que un pol¨ªtico presuma de marca, los dem¨®cratas deber¨ªamos emular a Mill¨¢n Astray cuando escuchaba hablar de cultura. Resumir un pa¨ªs en una marca es mickymousizar la identidad del pa¨ªs y dejarlo a pie de los caballos, o peor a¨²n, de los turistas; y al menos los caballos no tienen la pestilente costumbre de quitarse las herraduras en el transporte p¨²blico.

Hay que cuidarse mucho de las marcas, sobre todo en un pa¨ªs tan renuente a abrazar su plurinacionalidad como entusiasta a la hora de describir la diversidad que colorea su cultura en eso que algunos han dado en llamar pintoresquismo, una forma robustamente constitucional de diluir lo problem¨¢tico en eufemismos. As¨ª como las naciones se convierten en nacionalidades o el laicismo en aconfesionalidad, la idiosincrasia de un pueblo (por ejemplo, el gallego) pude verse caricaturizada como colecci¨®n de chistes de Lepe sin Lepe en un anuncio de supermercado.

Alg¨²n tecn¨®crata orteguiano debi¨® pensar que Espa?a era el problema y el marketing, la soluci¨®n. Nuestras culturas pueden etiquetarse en esl¨®ganes como aquellos jamones que Arias Ca?ete present¨® un d¨ªa ante la prensa, conteniendo las ganas de zamp¨¢rselos. ?Qu¨¦ es Galicia, hoy, como marca? Tal vez el narcotr¨¢fico simp¨¢tico o el jij¨ª del pulpi?o, las vieiras, ¡°ay, c¨®mo sois los gallegos, que cant¨¢is al hablar¡±.

En mi espera hasta que dieran las ocho, busqu¨¦ en Internet los or¨ªgenes de este sitio de comidas. El 4 de abril de 2017, sus anteriores due?os, un matrimonio gallego, firmaron este comunicado: ¡°Despu¨¦s de muchos a?os al frente del restaurante, creemos que ha llegado la hora de la jubilaci¨®n¡±. Lo acompa?aron con una foto de los dos, abrazados. ?l luc¨ªa una corbata azul clara como la que gustan de vestir los presidentes de la Xunta cuando los invisten en la Plaza del Obradoiro, tras un enjambre de gaiteiros.

Hay muchos bares y restaurantes ¡°gallegos¡± en Barcelona que a su jubilaci¨®n han traspasado el negocio a familias chinas, indias o pakistan¨ªes. Es c¨¦lebre el caso del Michigan, en Travessera de Gr¨¤cia. Aquella tortilla que hab¨ªa conquistado a V¨¢zquez Montalb¨¢n es el reclamo de un bar m¨¢s de la ciudad donde la cerveza est¨¢ 50 c¨¦ntimos m¨¢s barata que la media: as¨ª es como el low cost se agarra a veces al clavo ardiendo de la identidad como artificio para colorearse.

Colgados del botafumeiro

Vuelvo al restaurante a las ocho. Est¨¢ vac¨ªo. El camarero me revela que el joven de mirada interrogante es su sobrino, y que tardar¨¢ en llegar diez minutos. A su llegada, nos sentamos en una mesa y empiezo a hacerles algunas preguntas.

Pronto me doy cuenta de que la din¨¢mica conversacional que han elegido ser¨¢ la siguiente. Yo pregunto, el joven traduce y el mayor responde, pues el dominio del espa?ol de este ¨²ltimo es algo precario, como ya hab¨ªa adivinado en nuestros di¨¢logos grouchianos. Me confirman que cogieron el restaurante hace seis meses.

¡ª?Por qu¨¦ os interesasteis por esta gastronom¨ªa en concreto? ¡ªles pregunto.

¡ªPorque tenemos experiencia con la cocina gallega.

¡ª?En Galicia?

¡ªNo, en Barcelona.

Cuando les pregunto por la inclusi¨®n de platos t¨ªpicos de otras culturas, como la vasca o la catalana, el mayor se olvida de traducciones y decide responderme ¨¦l mismo, con energ¨ªa:

¡ªTodo nuestro producto es gallego, tienes algunas cosas gallegas y algunas cosas de marisco. El marisco entra dentro de cocina gallega. Yo puedo hacer un mont¨®n de cosas, puedo hacer men¨²s. Pero hago gallego. Pimientos del padr¨®n, solomillo, lac¨®n, oreja¡­ Es producto gallego. El pescado es gallego, producto gallego.

La conversaci¨®n empieza a languidecer. Me doy cuenta de que ellos compraron un negocio que ten¨ªa ya un nombre, lo cambiaron de calle y ahora tratan de explotarlo con la mejor de sus intenciones. En mis horas de espera, he estado consultando las cr¨ªticas que los usuarios hab¨ªan dejado en Google. La mayor¨ªa de ellas son positivas. Algunas pocas, no. En todas hay respuesta.

Si las palabras son amables, ponen ¡°Gracias¡±, ¡°Vuelva pronto¡± y cosas por el estilo. Si hay quejas, responden con ternura. ¡°Lo siento mucho, aceptamos su critica, trataremos de mejorar lo sucedido¡±. A un usuario que denuncia la mala atenci¨®n, le dicen: ¡°Disculpa por nuestro mal servicio, venga de nuevo, no le defraudamos. ?Un saludo!¡± Mi favorita fue la de una francesa que dice haber llegado all¨ª con sus amigas esperando pizzas y se llevaron una decepci¨®n, porque se las sirvieron congeladas. ¡°Disc¨²lpenos por lo sucedido, la pr¨®xima vez no ocurrir¨¢ semejante cosa¡±. Poco antes de acabar la entrevista, me es f¨¢cil imaginar que todas esas cr¨ªticas las contesta el joven de mirada interrogante asistido por Google Translate. Casi puedo imagin¨¢rmelos a los dos, sobrino y t¨ªo, tratando de gestionar la crisis de unas francesas que piden pizza en su restaurante gallego arm¨¢ndose con unas Buitoni de emergencia.

Me parece familiar, me parece aut¨¦ntico, y por un momento me inspira mucha m¨¢s ternura que la foto de los fundadores del restaurante original, con aquella gruesa corbata de color azul claro. Antes de despedirme, me hacen una pregunta que me destruye. Quieren saber si yo tengo restaurantes, y si estoy interesado en invertir en el suyo. Les contesto, muy confuso, que yo soy periodista, nada m¨¢s. Se miran. Y me dicen ¡°ya¡± con una mueca de tristeza.

Es probable que el establecimiento no dure abierto mucho tiempo. Es probable que les tome el relevo alg¨²n entrepreneur gallego con ganas de conquistar Barcelona. Alguien que recubra el local de pizarras escritas con tipograf¨ªas din¨¢micas en las que anuncie miniburgers de vitela galega y queso de Arz¨²a a 7 euros cada una. Alguien que lo pete. Alguien odioso incapaz de despertar ning¨²n tipo de emoci¨®n.

Y quedar¨¢ esto como triste testimonio de que un d¨ªa fui a un restaurante gallego en Barcelona donde lo ¨²nico gallego era yo y donde todo estaba mal y era de mentira pero al mismo tiempo, tambi¨¦n, en cierto modo verdad. El intento desesperado de una familia de agarrarse a un botafumeiro para comprar un poco de pintoresquismo y hacer picar a alg¨²n turista.

El pulpo y el lac¨®n mal, s¨ª. Pero en el fondo no hay nada m¨¢s gallego que una familia de emigrantes tratando de buscarse la vida con picard¨ªa.

Creo que ir¨¦ una tercera vez.

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