Contra el timo del carpaccio
Comer l¨¢minas casi invisibles de carne, marisco o vegetales es tan absurdo como comprar el embutido magro en lonchas finas. ?Qu¨¦ ganas con reducir la porci¨®n al m¨ªnimo?
El carpaccio, tal cual se prepara normalmente, deber¨ªa ser el plato m¨¢s barato de cualquier carta. Siempre que me lo sirven, me dan ganas de decir: ¡°?Qu¨¦ pasa, que no hab¨ªa m¨¢s?¡±. S¨¦ que esta queja suena a pastor de cabras, y que en mi memoria perviven idealizadas las manazas de mis t¨ªos cortando con navaja las longanizas en rodajas gruesas como barajas, que sin embargo parec¨ªan finas entre esos dedos gordos y encallecidos que recordaban a las ra¨ªces de una vid.
Aquellas rodajas del almuerzo al sol te obligaban a abrir la boca por completo para masticar, como Pepe Sonrisas cuando presentaba a sus invitados en los tele?ecos, siempre a punto de desnucarse. Pero m¨¢s all¨¢ de la nostalgia del agro y de la tele de un canal, o sea de mi vejez, el carpaccio me parece una enga?ifa. ?Qu¨¦ ganas comiendo l¨¢minas nanom¨¦tricas de nada? ?En qu¨¦ mejora el sabor dejar transparente la comida? ?Son m¨¢s bonitos los brazos de la Reina Letizia que los de una molinera?
El carpaccio es la versi¨®n esnob de las lonchas finas, las mismas que se han cargado la charcuter¨ªa y que ilustran nuestra, a veces, demencial relaci¨®n con la comida. ¡°Ponme ciento cincuenta gramos de ese jam¨®n york que tienes de oferta, pero finito, eh, lo m¨¢s delgado que te d¨¦ la m¨¢quina de cortar!¡±. Y llegas a casa con un paquete en el que resulta imposible separar el jam¨®n sin romperlo, lo cual ya me pone malo. ?Qu¨¦ nos creemos, que as¨ª nos van a durar m¨¢s? ?Que nos van a ayudar a adelgazar? ?Que vamos a ahorrar?
Salimos a comer chuletones brontos¨¢uricos madurados durante siete inviernos, pero luego apoquinamos 20 euros por ocho post-it de solomillo con cuatro lascas de parmesano. Creemos comprar barato un paquete de pavo cocido, -?solo a un euro!-, cuando en realidad adquirimos 50 gramos de polvos y huesos triturados emplastados en un cilindro, 50 gramos de fiambre chungo, que resulta que has pagado a precio de solomillo de wagyu cuando miras el prorrateo por kilo. Con otro coste a?adido, e intolerable para el planeta, pues las lonchas, junto al envase, vienen ya separadas por pl¨¢sticos para poder extraerlas enteras. Una por una resultan ins¨ªpidas, y has de volcar el paquete completo en el pan para que el bocata o el s¨¢ndwich sepan a algo.
Si cambias el fen¨®meno del pseudo jam¨®n cocido por un carpaccio de carne embolsado al vac¨ªo, te suceder¨¢ lo mismo. Aunque eso s¨ª, te sentir¨¢s s¨²per cosmopolita. El ¨¦xito del plato se explica con tres claves: la inteligencia de los italianos, la maldici¨®n social de la grasa y el ajuste hostelero del escandallo. Aparte, por supuesto, de que todos los cocineros c¨¦lebres lo han incorporado en alg¨²n momento a sus men¨²s. Pero vayamos por partes. Y en tajadas, no con l¨¢minas.
La invenci¨®n del plato se le atribuye a Giuseppe Cipriani, due?o del Harry¡¯s Bar de Venecia, donde tambi¨¦n naci¨® el empalagoso c¨®ctel Bellini de prosecco y melocot¨®n. Un d¨ªa de 1950, la condesa Amalia Nani Moncenigo se sent¨® en el Harry¡¯s compungida porque los m¨¦dicos solo le permit¨ªan comer carne cruda, una de esas deficiencias raras de arist¨®cratas y zombis. Cipriani, listo como un fenicio, le contest¨® sol¨ªcito que en seguida le preparaba una delicia cruda.
En solo un cuarto de hora -probablemente sobr¨¢ndole la mitad y ri¨¦ndose la otra mitad en la cocina como Pepe Sonrisas- le sirvi¨® un plato con rodajitas de buey ali?adas con mayonesa, lim¨®n y salsa Worcestershire. No se molest¨® el fulano ni en prepararle un steak tartar, que es lo mismo, pero currado y un pel¨ªn macerado. Cuando la susodicha condesa, a quien no se le conoce otra fama que su indisposici¨®n de est¨®mago, le pregunt¨® a Cipriani qu¨¦ era aquella suerte de ensalada bruta que le hab¨ªa plantado, el hostelero improvis¨®: ¡°Un carpaccio¡±, porque los colores del plato le sonaban a los cuadros del renacentista Vittore Carpaccio, nacido cinco siglos antes y de quien se celebraba en Venecia aquel 1950 una exposici¨®n.
?Sab¨¦is cu¨¢l es la diferencia entre Italia y Espa?a? Que de suceder esta an¨¦cdota aqu¨ª, en mitad del siglo XX, el due?o de la fonda le hubiera dicho a la se?ora que el plato se llamaba ¡°Veteacascarla¡±, ri¨¦ndose entre el palillo de su ignorancia. As¨ª se explica el marketing, amigas y amigos, eso que convierte a nuestro aceite y a nuestros quesos en unos segundones frente al olio y la burrata, mientras los italianos son unos genios vendiendo a su mamma.
El carpaccio tradicional ha de prepararse con una carne magra y liberada de la grasa de su alrededor, as¨ª como de nervios, ternillas y cualquier elemento de textura inc¨®moda. Sin embargo, el carpaccio m¨¢s frecuente es el de buey, la carne roja con grasa infiltrada y por lo tanto, m¨¢s sabrosa. La misma carne de vaca engordada que se comercializa bajo el nombre de un animal que apenas existe ya -un toro castrado para labrar- y cuyos despieces descomunales se han convertido en decoraci¨®n cool de tantos restaurantes, con sus c¨¢maras exhibidas cual exposici¨®n matarife de Francis Bacon.
A veces entras en un local y no sabes si ponerte a entrenar para el pr¨®ximo combate o salir corriendo entre alaridos antes de que aparezca Leatherface: la misma fascinaci¨®n que producen los cad¨¢veres de Bacon, de quien se dir¨ªa que eligi¨® el apellido. Nuestra relaci¨®n con la grasa revela un trastorno similar al que transmiten los cuadros del pintor ingl¨¦s: nos fascina su voluptuosidad tanto como nos asusta. La grasa como ep¨ªtome del placer culinario y, a la vez, de los problemas de salud que conlleva su abuso: en ese sentido, el carpaccio es la receta acomplejada de un unicornio gastron¨®mico, el buey, de un animal que hemos convertido en un mito.
No obstante, la carne bovina cruda, incluso la m¨¢s grasienta, requiere volumen para apreciarla, como requiere aderezos para realzarla. Y ah¨ª entra el tercer quid del carpaccio: la generosidad de cada cocinero. No se trata del n¨²mero de lonchas, sino de que te sirvan filetes finos en lugar de l¨¢minas. De la misma forma que el steak tartar funciona por abundancia, compactando un buen pedazo de solomillo en cubitos partidos con esmero, el carpaccio requiere un grosor m¨ªnimo para apreciar la calidad del ingrediente principal. De lo contrario, muere enterrado en el sabor del aceite y el queso.
El carpaccio precisa cuchillo, nunca cortadora. Los japoneses, que afilan hojas de samur¨¢i y se comen crudo lo primero que pillan, preparan el sashimi en rebanadas, cuyo calibre depende adem¨¢s del pez. Nosotros, por contra, aplicamos al carpaccio la l¨®gica cuchillera del jam¨®n ib¨¦rico, que se disfruta muy fino porque, aparte de curado, lleva tanta carne como tocino. Y porque as¨ª cunde m¨¢s, como cuando mi madre en la cena de Navidad nos avisa de que tocamos a tres langostinos y cuatro croquetas por cabeza.
Con los hongos, si guardan el poder del monte y son de los que pueden comerse crudos, el carpaccio ultraligero todav¨ªa tiene un pase, pero cuando se aplica la cortadora a una gamba, un pulpo o un calabac¨ªn me suelo levantar de la mesa y empezar a berrear como un se?or mayor al que le han servido un plato de pelos sin sopa. Me dan ganas de amontonar las l¨¢minas, de reconstruir el animal o vegetal, y llevarlo hasta la cocina en la mano cual una hostia consagrada preguntando qu¨¦ ha sucedido con el resto. ?Qu¨¦ has hecho con el bicho?, ?d¨®nde guardas la planta, canalla?
La delicadeza no es una unidad de medida; la elegancia no depende del dinero. Pero en este mundo obsesionado con la delgadez, la tajada ha quedado tan proscrita como las lorzas, cuando precisamente en la carne mullida se encuentra el placer. El amor se rebota, como tambi¨¦n el mordisco. Mi adorado Jamie Oliver, profeta de lo r¨²stico, recomienda en su receta del carpaccio -que presenta como ensalada- dorar antes r¨¢pidamente el taco de carne para que el sabor combine dos intensidades. Y luego, cortarla gorda: dice que con medio kilo de buena vaca te basta, el animalico; y a m¨ª, se me saltan las l¨¢grimas.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.