Las trampas de la ¡°arquitectura civil bonita¡± que promueve Donald Trump
La nueva Orden Ejecutiva que ha firmado el presidente de Estados Unidos defiende que los edificios federales deben ser ¡°neocl¨¢sicos, regionales o tradicionales¡±. Pero, ?qu¨¦ significa regional en un pa¨ªs que se expandi¨® hasta engullir dos oc¨¦anos, desiertos, llanuras y bosques?
Hace unas semanas, Donald Trump, con una ceremoniosa solemnidad ¨Ctraje azul noche, corbata roja sangre, cuaderno de gran tama?o¨C, firm¨® una Orden Ejecutiva titulada Promover una arquitectura c¨ªvica federal bonita. En principio todos deber¨ªamos estar de acuerdo en que la arquitectura p¨²blica sea bella, claro que s¨ª. Pero aqu¨ª, como en casi todo lo relacionado con Trump, el diablo no est¨¢ en los detalles, sino en las definiciones, en los silencios, en lo que se omite entre l¨ªneas mientras se ondean banderas y se corean esl¨®ganes. Porque esa Orden Ejecutiva, si bien no es la m¨¢s importante de las que ha firmado recientemente, en realidad es profundamente antiamericana. Antiestadounidense, m¨¢s bien.
La palabra clave aqu¨ª, por supuesto, no es ¡°arquitectura¡± ni ¡°federal¡±, sino ese adjetivo enga?osamente inocuo: ¡°bonita¡±. Un t¨¦rmino que, en boca de un hombre cuyo concepto de belleza arquitect¨®nica se forj¨® entre los dorados excesos de los casinos de Atlantic City y los lobbies de m¨¢rmol de las Trump Tower, deber¨ªa encender todas las alarmas est¨¦ticas. Y posiblemente tambi¨¦n las conceptuales.
Desafortunadamente para quienes les gusten los rascacielos con el aspecto de un mechero de Cartier, la Orden Ejecutiva no se queda en la ambig¨¹edad de lo ¡°bonito¡±; aclara que, para alcanzar esa belleza, los edificios federales deben ser ¡°neocl¨¢sicos, regionales o tradicionales¡±. Pero, ?qu¨¦ significa regional en un pa¨ªs que, en sus primeros 150 a?os de existencia, se expandi¨® desde 13 colonias costeras hasta engullir dos oc¨¦anos, desiertos, monta?as, llanuras y bosques? ?Qu¨¦ es ¡°tradicional¡± en una naci¨®n cuyas tradiciones arquitect¨®nicas incluyen desde las longhouses de los iroqueses hasta los rascacielos de Mies van der Rohe?
En California, por ejemplo, la arquitectura ¡°tradicional¡± podr¨ªa remitirse a las misiones espa?olas del siglo XVIII ¨CSan Luis Rey de Francia, San Juan Capistrano¨C, con sus muros de adobe encalado y sus campanarios. Pero, claro, esa es una herencia hispanomexicana, un recordatorio inc¨®modo de que gran parte del suroeste estadounidense fue, durante siglos, un territorio donde no se hablaba ingl¨¦s. Dif¨ªcil imaginar que los arquitectos federales de Trump vayan a abrazar esa vertiente mestiza de la historia americana. Lo mismo ocurre en Arizona o Nuevo M¨¦xico, donde las estructuras de los nativos Pueblo ¨Cedificios de barro y vigas de madera que asoman por las fachadas¨C llevan mil a?os definiendo fragmentos del paisaje des¨¦rtico. Pero, de nuevo, ?qu¨¦ lugar ocupan los nativos americanos en el relato de ¡°Make America Great Again¡±? Su patrimonio, al parecer, es lo suficientemente invisible como para no merecer una menci¨®n en los planos.
As¨ª que, por descarte, nos quedamos con el neocl¨¢sico: columnas d¨®ricas, frontones triangulares, m¨¢rmol reluciente. El estilo de la Casa Blanca, el Capitolio, y ¨Cno por casualidad¨C de la mayor¨ªa de los capitolios estatales. Aqu¨ª, el argumento oficial es que estos edificios ¡°respetan el patrimonio arquitect¨®nico¡± nacional. Pero, ?de qu¨¦ patrimonio hablamos?
El neocl¨¢sico estadounidense es, en esencia, un pr¨¦stamo cultural. Un pr¨¦stamo, adem¨¢s, de la naci¨®n que las colonias combatieron en 1776: Inglaterra. La Catedral de San Pablo de Londres, dise?ada por Christopher Wren cien a?os antes de la Declaraci¨®n de Independencia de Estados Unidos, podr¨ªa ser la hermana gemela del Capitolio en Washington D.C., salvo por el detalle de que una sobrevivi¨® al Blitz y la otra fue incendiada por los brit¨¢nicos en 1814. La iron¨ªa es tan densa que podr¨ªa usarse para revestir los suelos de un Ministerio de la Iron¨ªa neocl¨¢sico. Porque el neocl¨¢sico estadounidense es una imitaci¨®n consciente, una reverencia a un pasado ingl¨¦s que Estados Unidos, en teor¨ªa, rechaz¨® al independizarse. Es algo anacr¨®nico y profundamente antiestadounidense. Como si, en pleno siglo XXI, el presidente del pa¨ªs decidiera que la ¨²nica m¨²sica patri¨®tica debe sonar a himnos brit¨¢nicos del siglo XVIII.
Pero la Orden Ejecutiva no es antipatri¨®tica solo desde un punto de vista est¨¦tico, tambi¨¦n lo es contemplada desde la propia esencia de la naci¨®n. Estados Unidos es un pa¨ªs que se enorgullece de ser una democracia; palabra que, si bien no aparece en el texto original de la Constituci¨®n, conforma su n¨²cleo generador. Algo que ejemplificar¨ªa Lincoln en el discurso de Gettysburg con las palabras: ¡°Un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo¡±.
Sin embargo, las imposiciones de est¨¦tica tradicionalista no son algo de pa¨ªses democr¨¢ticos, sino de reg¨ªmenes totalitarios. La Alemania nazi so?¨® con una Germania de edificios cl¨¢sicos monumentales; Stalin llen¨® Mosc¨² de colosos neocl¨¢sicos coronados por estrellas rojas; y hasta Franco, en sus primeros a?os, impuso una arquitectura ¡°imperial¡± que combinaba arcos de triunfo con versiones a escala de El Escorial. Todos estos reg¨ªmenes entend¨ªan que la arquitectura no es solo forma, sino s¨ªmbolo. Un modo de transmitir poder, control y una narrativa hist¨®rica fabricada.
Trump no es Hitler ni Stalin, pero la pulsi¨®n es similar. Reducir la diversidad arquitect¨®nica ¨Cy, por extensi¨®n, la diversidad cultural¨C a una ¨²nica ¡°tradici¨®n¡± selectiva. El neocl¨¢sico trumpista parece gritar: ¡°?Miradnos! Somos tan serios como los antiguos romanos¡±. Pero, como bien sab¨ªa Woody Allen (otro s¨ªmbolo de Estados Unidos), la grandeza no se consigue visti¨¦ndose de toga.
Porque, en el fondo, esta Orden Ejecutiva no parece m¨¢s que un disfraz para enga?ar a los propios votantes de Trump. Porque, ?cu¨¢ntos edificios gubernamentales nuevos se construyen hoy en Estados Unidos? Los capitolios estatales llevan d¨¦cadas terminados; los edificios de organismos federales ya tienen sus sedes. Quedan, quiz¨¢s, oficinas portuarias, centros de detenci¨®n o cuarteles del ej¨¦rcito. Pero, ?alguien imagina un centro de la DEA con frontones griegos? ?Un aeropuerto neocl¨¢sico donde los turistas se toman selfies entre columnas corintias? No, eso no va a pasar. Y no va a pasar no solo porque la psicolog¨ªa de la percepci¨®n nos dice que un edificio no solo tiene que ser algo, tambi¨¦n tiene que parecerlo. No va a pasar porque Trump ya intent¨® esto mismo en 2020, y Biden lo derog¨® en cuesti¨®n de horas. Incluso si un futuro presidente republicano reviviera la orden, la construcci¨®n de un edificio federal ¨Cdesde el dise?o hasta la inauguraci¨®n¨C suele llevar m¨¢s de una d¨¦cada. Para cuando el primer templo neocl¨¢sico a la democracia estuviera listo, otro presidente podr¨ªa tumbar el proyecto. Es como prometer un tren bala en un pa¨ªs donde los puentes se caen: pura teatralidad.
Pero, sobre todo, la Orden es una estafa a sus propios votantes desde el eslogan. Desde ese obsesivo ¡°Make America Great Again¡± que articula la ret¨®rica trumpiana. Seg¨²n su l¨®gica, el neocl¨¢sico encarna esa grandeza porque evoca una supuesta edad de oro en la que el pa¨ªs era ¡°digno¡± y ¡°serio¡±. Sin embargo, esto es una paradoja: en el siglo XIX, cuando el neocl¨¢sico floreci¨® en Estados Unidos, el pa¨ªs era cualquier cosa menos una potencia unificada. Era un proyecto en construcci¨®n, literal y metaf¨®ricamente. Nueva York, hoy sin¨®nimo de rascacielos, era un laberinto de calles embarradas y edificios de ladrillo donde los cerdos vagaban libremente. La verdadera transformaci¨®n ¨Cla que convirti¨® a Estados Unidos en una potencia econ¨®mica y cultural¨C lleg¨® a principios del siglo XX, con la invenci¨®n del rascacielos de estructura de acero. Edificios como el Woolworth Building o el Chrysler no solo definieron el skyline de ciudades como Chicago y Nueva York, sino que redefinieron lo que la arquitectura pod¨ªa ser. Vertical, audaz, optimista.
Y aun as¨ª podr¨ªamos objetar, porque el art dec¨® que reviste la mayor¨ªa de los rascacielos de ese primer tercio de siglo es de origen franc¨¦s. Tampoco lo ser¨ªa el brutalismo, hoy en plena conversaci¨®n gracias a la pel¨ªcula de Brady Corbet, y que inund¨® los edificios gubernamentales estadounidenses durante los a?os setenta, porque esa fe en el hormig¨®n visto era una respuesta al clasicismo socialista sovi¨¦tico. Un producto de la Guerra Fr¨ªa. Una declaraci¨®n de que Estados Unidos no necesitaba columnas para ser poderoso.
Estados Unidos no necesita columnas para ser grande. Ya lo fue, al menos arquitect¨®nicamente, en los a?os cincuenta y sesenta. Cuando el edificio Seagram de Mies van der Rohe o la torre John Hancock de Bruce Graham y Fazlur Khan desnudaban su estructura desafiando lo que deber¨ªa ser un rascacielos. Cuando Frank Lloyd Wright redefini¨® para siempre c¨®mo era un museo cuando construy¨® el Guggenheim de Nueva York. Cuando Gordon Bunschaft dise?¨® la Biblioteca Beinecke de Yale y le ense?¨® al mundo que un lugar para guardar libros pod¨ªa ser el joyero m¨¢s bello del mundo.
Cuando el pa¨ªs cre¨ªa en el futuro. Cuando el pa¨ªs cre¨ªa en sus ciudadanos. Cuando permiti¨® que familias de clase media (una clase media que a¨²n exist¨ªa y era real) pudiesen vivir en una casa que sobrevuela la noche de Los ?ngeles como la que Pierre Koenig proyect¨® para los Stahl. Una casa que pasar¨ªa a la historia.
Porque la grandeza no est¨¢ en imitar, tampoco en imitar al pasado. La grandeza reside en saber que lo que haces hoy puede formar parte de la posteridad, as¨ª que se trata de comprender en qu¨¦ parte de esa posteridad quieres colocar tu legado. Probablemente no en la que discute si un edificio de correos del siglo XXI debe tener capiteles j¨®nicos. Es casi c¨®mico. O tr¨¢gico. O ambas cosas.